Extrañando a Rosario

Miércoles, 2 de marzo de 2011

En la sala de espera un señor, sin duda un escuálido, se paró y encendió el pequeño televisor, sintonizando el canal Globovisión. Néstor suspiró. No podía creer que, de todos los canales, el señor hubiese escogido ese semillero de odio de la ultraderecha que era Globovisión. En ese momento el canal transmitía el programa Alo, ciudadano. El nombre del programa lo decía todo. Una vulgar copia del programa dominical de Chávez. El moderador, Leopoldo Castillo, siempre le había parecido un emblema del viejo orden. Uno de esos señores resentidos, llenos de odio, que la revolución había desplazado, despojándolos de su poder y sus privilegios. Era además llano, superficial. Sólo invitaba al programa a dinosaurios de AD y COPEI para despotricar contra el Presidente.  “No queremos castrocomunismo.” “No queremos mar de la felicidad.” “Chávez nos está llevando a un comunismo a la cubana.” Él se preguntaba: ¿Y acaso el comunismo a la cubana es tan malo? Pero esas preguntas no se debatían. En el canal el objetivo era atacar, no debatir. Repetir el mismo discursito que tenía la oposición desde 1999. Que si Chávez es un dictador; que si Chávez quiere quitarnos nuestras casas; que si Chávez quiere adoctrinar a nuestros niños. El asunto cansaba. Cansaba incluso a las dos muchachas bonitas, sifrinitas, que acompañaban al moderador, que no lograban disimular los bostezos. ¿Para qué, por cierto, estaban esas muchachas del este allí? ¿Y para qué servían? A veces leían noticias o daban los resultados de estúpidas encuestas (¿está de acuerdo con las última expropiación ordenada por Chávez?), pero eso no justificaba su presencia. Esas muchachas estaban ahí por los ratings. Tener a esas dos sifrinitas allí era mejor que tener a dos negritas de Petare. Vendía más publicidad. Un ejemplo más de la lógica perversa del sistema capitalista.

Lo mejor de Alo, ciudadano era cuando transmitían declaraciones de Chávez. Eso lo impresionaba. Ponían a Chávez para luego armar un motín contra él. Pero el efecto era el contrario. Porque poniendo al Presi se derrotaban a ellos mismos. No había mejor juez que el contraste entre los dos discursos. ¡Chávez se los llevaba por delante! Por eso él se oponía a que cerraran Globovisión. Era cierto que el canal no informaba, sino desinformaba; que era un nido de víboras de la IV República; que había participado en el golpe de 2002. Pero no había mejor propaganda para el Presi que el contraste entre su discurso y el de los escuálidos. Allí estaba todo.

En ese punto Rosario y él estaban de acuerdo. Rosario odiaba a Chávez, pero  decía que, si la obligaban a escoger, prefería las cadenas de Chávez que Alo, ciudadano. “Chávez es un dictador demente, pero puede ser entretenido.” Él nunca entendió esa opinión que tenía ella del Presi. ¿Cómo podía decir que Chávez era un dictador? ¿Cómo ella, siendo una muchacha humilde, nacida en un barrio, podía apoyar a los oligarcas responsables de la miseria que se vivía en su barrio? Para él eso era un misterio inextricable. A veces pensaba que era un complejo de pobre. Sus deseos de ser una burguesa, de formar parte de la oligarquía, la llevaban a odiar a Chávez. Cuando Chávez insultaba a los ricos ella quizá sentía que la insultaba a ella, a su futuro. Si los burgueses odiaban a Chávez, ella tenía que odiarlo porque, si las cosas le salían bien, ella sería pronto rica. Cuando pensaba en esta posibilidad, Néstor se decía que Chávez era un grande. Él trataba de reinvindicar al pobre como persona, como ser humano. Su mensaje decía: “Ustedes son valiosos por ser ustedes mismo. No tienen que estar imitando lo vicios y la codicia de los burgueses. Tienen que ser ustedes mismo y estar orgullos de ser quienes son, de su origen humilde.” Quizá Chávez había fracasado con Rosario, pero había triunfado con otros.

En esto creo

Jueves, 24 de febrero de 2011

Carlos Fuentes

Nunca he sido un gran lector de Carlos Fuentes, pero hay tres páginas en su libro En esto creo, que le dedicó a su esposa Silvia (y donde habla de la pérdida de su hijo), que he releído muchas veces, siempre con igual admiración.

En este pequeño texto, que es una de las reflexiones más conmovedoras que he leído sobre el amor, Fuentes se pregunta: ¿No debe haber, aún en el amor más pleno, un anticipo de pérdida que intensifica la presencia actual?

En esta pregunta pensé leyendo la novela del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, donde el autor aborda el tema de la muerte trágica de su hermana (de cáncer a los 16 años) y de su maravilloso padre (asesinado por los paramilitares). Reflexionando sobre estas pérdidas, Héctor Abad dice “nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.”

Saber esto, estar consciente de que nuestra felicidad actual no dura para siempre, de que nuestros seres más queridos no siempre van a estar allí, no es una idea oscura o truculenta.

Es algo que nos enseña a apreciar mejor lo bueno que se tiene, e intensifica el amor por los seres que más queremos. Es una bella idea que enseña a vivir mejor y a querer con mayor intensidad, gratitud y tolerancia.

El pensamiento mágico

Viernes, 18 de febrero de 2011

Hablando sobre la trágica muerte de su hermanita Marta en El olvido que seremos, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince hace una aguda reflexión sobre la gaseosa frontera que, dentro de cada uno de nosotros, separa al hombre civilizado del hombre bárbaro y primitivo.

La observación no es un raro chisporroteo de genialidad, sino una pequeña muestra de la calidad de la novela y el novelista (me tomé la libertad de hacer pequeños cambios y añadir algunas observaciones en cursivas):

Las enfermedades incurables nos devuelven a un estado primitivo de la mente. Nos hacen recobrar el pensamiento mágico. Como no comprendemos bien el cáncer, ni lo podemos tratar (y mucho menos en 1972, cuando Marta se murió), atribuimos su súbita aparición incomprensible a fuerzas sobrenaturales. Volvemos a tener ideas supersticiosas, religiosas: hay un Dios malo, o un demonio, que nos envía un castigo bajo la forma de un cuerpo extraño quizá por algún mal comportamiento o por algo malo que hicimos. Entonces se le ofrecen sacrificios a esa deidad, se le hacen promesas (dejar el cigarrillo, ir de rodillas hasta Girardota y besarle las llagas al Cristo milagroso, comprarle una corona de oro engastada de piedras preciosas a la Virgen), se le recitan plegarias, se exhiben muestras de humillación en medio de las peticiones. Los ateos y los agnósticos se vuelven de un minuto a otro acérrimos creyentes. Como la enfermedad es oscuraaterradora y misteriosa, creemos que sólo algo aún más oscuro sobrenatural la podrá curar.

Básicamente, Héctor Abad Faciolince nos dice que en esos momentos de miedo y dificultad poco o nada nos separa de aquellos hombres primitivos que veían los truenos o terremotos como un descargo despiadado de la ira de Dios, o que se tatuaban el cuerpo con espirales y símbolos extraños para aullentar a los espíritus malignos. El salvaje que habita dentro de nosotros -y del que jamás nos libraremos- se sale de la jaula.

Más sobre este tema:

Cortázar y Carpentier

Miércoles, 9 de febrero de 2011

Sé que es pavoso citarse a uno mismo, pero esta vez lo hago por simple flojera de rearticular ideas ya expresadas:

Dada la profundidad del principal tema del cuento [El perseguidor], sería natural esperar cierta solemnidad en el lenguaje y la manera de expresarse de Cortázar. Pero no es así. La historia de Johnny está contada por el autor con esa prosa que, en mi opinión, es una de las grandes virtudes de su obra. La prosa de Cortázar parece hablada en vez de escrita. Tiene una cualidad oral, una soltura, un aire conversacional que recubre sus cuentos y novelas con una pátina de naturalidad y frescura. Leer El perseguidor es como escuchar a un amigo echando un cuento en la sala de su casa o en cualquier otro ambiente distendido, alegre e informal; un amigo cuyo interés no es impresionarnos, ni ornamentar sus historias con frases o metáforas rebuscadas, ni mucho menos ser solemnemente “literario,” sino simplemente entretenernos, y entretenerse él, a través de lo que dice. Lo cual –claro está– es un truco, una ilusión, una herramienta literaria como cualquier otra, pues una transcripción de cualquier conversación sería mucho más caótica, repetitiva y difícil de comprender que las páginas más orales de Cortázar.

La segunda cita es de Vargas Llosa, hablando sobre el estilo del gran novelista Alejo Carpentier:

Su prosa, considerada fuera de sus novelas, está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban a los escritores barrocos del siglo XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri Christophe en El reino de este mundo…tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y antipatías y me deslumbra.

Suscribo con todos sus puntos y comas esta observación de Vargas Llosa. Para mi es inconcebible escindir mi gran aprecio de la obra de Carpentier de su estilo libresco y encorbatado, polo opuesto del estilo oral de Cortazar.

Hay quienes dicen que el estilo de Carpentier funciona porque es perfecto para contar las historias que él cuenta. La forma (estilo) se adecua al fondo (historia) y viceversa.

A mí esta observación me parece inútil: una manera errónea de encarar el tema. Pues ¿cómo sabe un escritor si ciertos estilos sirven para contar ciertas historias? ¿No sugiere esta observación que ciertas historias sólo pueden ser contadas con un número limitado de estilos? ¿No sugiere, casi, que hay un estilo para cada historia?

Para mí lo importante del estilo es la coherencia y el poder de persuación. Hablar de esa inaprensible armonía entre estilo y contenido me parece una pérdida de tiempo.

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El viejo radicalismo

Miércoles, 29 de diciembre de 2010

Antón Chéjov

El crítico literario James Wood en entrevista con Letras Libres:

Letras Libres: Después del posmodernismo y el multiculturalismo y las literaturas poscoloniales, ¿te ves como la reaccion conservadora?

James Wood: Me veo tratando de mantener viva una suerte de viejo radicalismo. Vuelvo como a un talismán a esa escena de Chéjov sentado en el Teatro de Arte de Moscú mirando la puesta de una obra de Ibsen y diciendo: “Pero Ibsen no es teatro: en la vida no ocurre así.” Lo que Chéjov sugiere, en un sentido, es que tienes que persistir en romper las formas. Me interesa V.S. Naipaul por esa razón. En algunos sentidos, él es obviamente muy conservador: es políticamente conservador y no está interesado en los juegos posmodernos por sí mismos. Pero tampoco está interesado en repetir las viejas formas. No tiene sentido para él sentarse y escribir una novela realista al viejo modo. Le gusta crear formas híbridas en las que mezcla memoria y autobiografía, y narración histórica y periodismo con ficción. Y creo que en ese sentido es un verdadero chejoviano, pues todavía dice: “Un momento, esas formas ya no nos dicen nada sobre la vida, tenemos que hacer algo nuevo.” Pero la pregunta ¿qué es la vida? -“esas formas no representan la vida, quiero vida en mi ficción”- no desaparece.

Me gusta esta respuesta porque, a través del ejemplo de Naipaul, Wood ilustra muy bien un argumento que considero certero. Wood dice que no rechaza, de antemano, el experimento ni la búsqueda de nuevas reglas y formas. Pero al mismo tiempo enfatiza que el experimento debe estar supeditado a la noble ambición chejoviana de que “haya vida” en la ficción. Las nuevas formas deben ser el producto de una necesidad que las justifique.

Leyendo La rebelión de los náufragos de Mirtha Rivero me vino a la mente esta reflexión de Wood. El libro no es ficción, sino un reportaje periodístico. Pero Rivero estira las definiciones del género y violenta sus convencionalismos no por frívola rebeldía o por un deseo de ser una escritora “moderna” o “experimental,” sino simplemente porque las viejas formas y tradiciones periodísticas no le bastan. La informada especulación, el uso responsable de la imaginación para rellenar huecos, la dinámica interacción prosa/entrevistas, el peligroso coqueteo con la ficción -todo esto es, o parece ser, el resultado de esa necesidad chejoviana que describe Wood. Da la impresión de que, sin esos audaces experimentos y trasgresiones, Rivero jamás hubiese podido recrear la caleidoscópica y fascinante realidad del segundo gobierno de CAP.

La rica textura del libro, más propia de una novela que de un reportaje, se debe a esta alta y noble ambición.

A ese viejo radicalismo.

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