Domingo, 26 de junio de 2011
Autora: Mirtha Rivero.
Hace algunos meses, en Caracas, una reportera de televisión buscó mi opinión sobre el ejercicio del periodismo en Venezuela. Quería saber qué pensaba de los juicios que le habían abierto a varios periodistas; qué, de las presiones, persecuciones, intimidaciones, ataques verbales –a veces físicos-; qué opinaba de la información manipulada, de los obstáculos que se levantan para dificultar el trabajo en algunas fuentes, y la prohibición a la cobertura de ciertos actos. Me preguntaba si no veía una diferencia entre los tiempos en que yo trabajaba en un diario –hace casi veinte años- y los actuales, porque, a su juicio, cada vez era –es- más difícil y riesgoso nuestro oficio.
Sin querer meterme a comparar tiempos porque –le dije- cada época tiene su reto, le conté un episodio que había sacudido a México; fue el asesinato, por parte del narcotráfico, de un reportero gráfico en el norteño estado de Chihuahua. El crimen ocurrió en septiembre de 2010, y era el segundo que en un lapso de dos años afectaba directamente a la redacción de El Diario, de Ciudad Juárez.
Dos días después del asesinato, cuando todavía trataban de sobreponerse al dolor, el periódico abrió a todo lo que daba su primera plana con un editorial –un grito de impotencia- cuyo título era una interrogante: ¿Qué quieren de nosotros?, le preguntaban a los narcos. Estaban dolidos por la muerte del fotógrafo Luis Carlos Santiago, y por la del periodista Armando Rodríguez –también acribillado- ocurrida en noviembre de 2008. Y, de seguro, lloraban las bajas de otros más, porque Juárez, dicho sea, es uno de los lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo: en nueve años más de diez periodistas han caído, víctimas de atentados.
En su editorial, El Diario señalaba: “somos comunicadores no adivinos,” y preguntaban directamente a los asesinos qué querían que se publicara o dejara de publicar; necesitaban saber a qué atenerse. El artículo generó distintas reacciones; hubo quienes, horrorizados, le pidieron cuentas al gobierno porque en su guerra contra la delincuencia organizada se olvidaba de proteger a los civiles, pero hubo los que, desde la trinchera periodística, llamaron la atención: no se podía capitular ante la delincuencia –alertaron-, el periodista –aun con riesgos- tiene que hacer su trabajo y no se le podía pedir línea a los malandros.
Con esa historia le respondí a mi compatriota. Por encima de los obstáculos y del miedo, hay que seguir haciendo lo que sabemos hacer con las herramientas que contamos y de la mejor manera posible. No queda otro camino que ejercer la profesión que escogimos. No podemos rendirnos.
Cuando conté ese cuento no sabía lo que hoy sé sobre los periodistas que siguen trabajando en El Diario de Juárez. Del equipo de dieciséis personas que integra la redacción, diez son mujeres y son ellas las que se encargan de las fuentes más duras: sucesos y política. Algunas no firman sus notas, pero eso no significa que no sigan informando, que no sigan señalando con nombre y apellidos a los delincuentes, sean corruptos o narcotraficantes:
-Aquí, nosotros hemos publicado los nombres de todos –especificó una reportera juarense a la revista Milenio Semanal-. No nos hemos quedado callados… aquí no hay silencio.
Hace más de medio siglo ya lo dejó bien claro Carlos Fuentes en su novela La región más transparente…
“…Hay cuatro profesiones que nunca se pueden abandonar: diplomático, periodista, cómico y puta.”
Cortesía del suplemento Día D de 2001.
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