Historia real

Sábado, 1 de febrero de 2014

Mirian y El Gocho salieron del rancho, seguidos por Yeseni. La muchacha no quitaba del rostro la mueca de tragedia. Y le quedaba mal, pensó la profesora. Ya estaba grande para el teatro.

-Veremos qué podemos hacer. Pero no te hagas ilusiones. Hay pocos recursos y mucha gente con necesidades más urgentes. El Consejo Comunal no se da abasto.

-¿Peor que yo con cuatro niños y este aquí, profe? Mi abuela me ayuda pero ya la vio: una anciana. No creo que haya mucha gente pasando trabajo así.

-Ni te imaginas -la sonrisa incrédula, como si Yeseni acabara de decir algo terriblemente ingenuo-. Pregúntale al Gocho. Las historias que escuchamos. Tú al menos estás joven. Todavía te puedes conseguir un hombre que te mantenga. Está claro que no te cuesta conseguir hombre.

Le señaló la barriga, con una media sonrisa. Le pareció que un rictus de odio asomó en el rostro de la muchacha.

-Quítame ya esa cara, niña. Con esa cara haces lo malo peor. ¿Cuánto te falta ya?

Yeceni se sobaba la barriga. Desde que llegaron se había estado sobando la barriga como para recordarles que estaba preñada.

-Nace a finales de diciembre. Si Dios quiere antes de año nuevo.

-¿Y el papá quién es, si se puede saber?

-No de aquí. De otro barrio. Ahora no está en Caracas porque le salió buen trabajo en Colombia. Me prometió que venía en diciembre al parto.

-En diciembre -reiteró la profesora con la misma sonrisita; miró a El Gocho y vio que él estaba pensando lo mismo que ella. Sonreía también, con sorna. Todavía quedaba gente inocente en Petare. La profesora vio su reloj: basta de pendejadas, se dijo. Ya era casi hora de almuerzo. Tenían que terminar el recorrido.

-En fin -dijo para poner punto final a la visita-. Vamos a ver qué podemos hacer. Pero la cosa no está fácil. Hay pocos recursos y mucha gente con necesidades. Y quizá tu hombre llega en diciembre millonario. Me han dicho que en Colombia las cosas han mejorado.

El Gocho y ella se despidieron y caminaron hacia el abasto de El Turco. Desde hacía días hacía un calor africano y la profesora sudaba copiosamente. Ya era medio día; llevaban desde las nueve recorriendo el barrio.

-Táchala de la lista -le dijo a El Gocho mientras caminaban.

-¿A quién?

-¿A quién más, menso?

Se detuvo y sacó su pañuelo. Se secó el rostro y luego se quitó la gorra para terminar de secarse la frente.

-Mira como se me puso el pelo con este calor. Parece alambre. Y ya se me notan la raíces.

Se puso otra vez la gorra acomodándose los pelos detrás de la oreja.

-No se si te fijaste -dijo caminando-. Yo soy detallista y por eso no se me escapan estas cosas. En un estante Yeceni tenía varias camisas amarillas de PJ, Gocho. Camisas del partido.

-La gente la usa porque no tienen nada más que ponerse. Así son los escuálidos. Se aprovechan de la necesidad para hacer propaganda.

-En este caso no, Gocho. No tenía una o dos. Tenía como cinco o seis bien dobladas una encima de la otra. Nuevecitas. Eso significa que las reparte en los actos, las manifestaciones. Trabaja para ellos. Es escuálida. Y, si es escuálida, que vaya y le pida ayuda a la oposición. Nosotros tenemos que darle prioridad a los nuestros.

-No creo que esa muchachita sea de la oposición, profe. Es demasiado ignorante para meterse en política. ¿No la oyó?

-Ay Gocho tú si eres inocente. Una viva es lo que es.  Créeme. Además déjame decirte algo: su caso no me inspira nada de lástima. Tendrá cinco niños, pero ¿alguien la forzó a preñarse? Todo el mundo sabe que medio barrio se la ha cogido. Anda con un hombre nuevo cada dos meses dejándose llenar de muchachos. Bueno, que trabaje. El Estado no tiene porqué estar subsidiándole su putería. ¿Tú no te la has cogido Gocho, por casualidad?

El Gocho se detuvo y la miró, como dudando si la profesora hablaba en serio. Ella reprimió una sonrisa.

-Ya me está mamando gallo, profe -se rió-. Sin embargo me alaga. Esa muchachita podría ser mi nieta.

La profesora soltó también una risa. Parecía orgullosa de su ocurrencia.

-Tienes razón Gocho. La muchachita podrá ser medio puta pero no tan puta como para acostarse con alguien tan feo como tú. Todo el mundo tiene sus límites.

Entraron al abasto todavía riéndose. El lugar parecía un horno. Hacía tres veces más calor adentro que afuera. El Turco estaba en la caja, como siempre parco, malhumorado, el rostro brillante de sudor.

-¿Qué pasó con el ventilador, Turquito?

-Se dañó.

-Yo tengo un amigo que arregla esas cosas. Le voy a decir que pase por aquí.

La profesora echó un vistazo a los estantes, por no dejar. No había casi nada. Ni leche, ni azúcar. Había arroz pero carísimo, más del doble del precio regulado. Vaya especulador El Turco, pensó. ¿No iban a estar los precios por las nubes con gente como él? Un oligarca de cerro, como decían por ahí. Capitalista de cuerpo y alma.

Sacó del refrigerador dos frescolitas para luego dirigirse a la caja. Las pagó ella porque El Gocho, cosa rara, no cargaba un medio con él. Afuera se recostaron en un muro con los refrescos. Llevaba tiempo sin sentirse tan cansada. El dolor en los pies la mataba. Quizá estaba ya demasiado vieja para esos trotes, como le decía Luisa. Una revolucionaria activa con casi sesenta, ¿dónde más se veía eso?

-Luisa me dice que estoy loca por meterme en política. A cada rato me dice que estoy perdiendo el tiempo con el Consejo Comunal.

-Yo a veces pienso lo mismo. Porque el trabajo cansa y nadie agradece.

-Tú mismo lo has dicho Gocho: nadie agradece. ¿Y sabes lo que también cansa? El berrinche. Lo pensaba en casa de Yeceni. Que si me falta esto, que si me falta lo otro. Quieren que uno les haga todo. Eso sí: a la hora de ayudar, de contribuir con el consejo, todo el mundo se hace el loco. Nadie colabora con nada. Ni con trabajo ni con fondos. Más bien se ponen a ayudar al enemigo, como Yeceni.

La profesora terminó de beberse su refresco y arrugó la lata como si fuera un papel.

-¿Cuántas casas nos faltan ya, Gocho? -tiró la lata en el pipote.

-Sólo tres profesora.

-Vamos a darle -se levantó del murito.

Otra vez sacó el pañito del bolsillo para secarse el rostro. Se volvió a quitar la gorra y la detalló. Le señaló al Gocho los costados, donde había una mancha oscura de sudor que amenazaba con expandirse.

Don Fermín, boliburgués

Domingo 18 de enero de 2014

Les presento a don Fermín, un empresario “oligarca” del Perú de la dictadura de Odría. El don tiene vínculos con el régimen que aprovecha para hacer jugosos negocios. Entre esos contactos está don Cayo, un poderoso ministro y hombre de seguridad del régimen. A diferencia de Fermín, don Cayo es de origen humilde. Para usar ese terrible y racista adjetivo peruano, Cayo es un “cholo” y Fermín lo ve como tal.

Pero el don, quien dicho sea de paso es un admirable hombre de familia, decente hasta le médula hasta que uno examina sus negocios, necesita contactos en el gobierno para obtener contratos.

Parte V del capítulo V del Libro Dos de Conversación en La Catedral:

-ESTA mañana estuve con los gringos -dijo, por fin, don Fermín-. Son peores que Santo Tomás. Se les ha dado todas las seguridades pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.

-Al fin y al cabo se trata de varios millones -dijo él, con benevolencia-. Se explica esa impaciencia.

-No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? -dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente-. Medios salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y estos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.

Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.

-El asunto está listo -dijo, de pronto-. Anoche comí con el Ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el Diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.

-Mis socios, no mis amigos -protestó don Fermín, risueño-. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.

Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.

-¿De veras no quiere esas acciones? -lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente-. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.

-Porque soy un ignorante en cosas de negocios -dijo él-. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un solo negocio bueno.

-Acciones al portador, lo más seguro, lo más discreto del mundo -don Fermín le sonreía amistosamente-. Que se pueden vender al doble de su valor en poco tiempo, si no quiere conservarlas. Supongo que no piensa que esas acciones sería algo indebido.

-Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido -sonrió él-. Sólo lo que me conviene o no.

-Acciones que no le van a costar un medio al Estado, sino a los gringos patanes-. Usted les hace un servicio, y es lógico que lo retribuyan. Esas acciones significan mucho más que cien mil soles en efectivo, don Cayo.

-Soy modesto, esos cien mil soles me bastan -sonrió él de nuevo, un acceso de tos lo hizo callar un momento- Que se las den al Ministro de Fomento, que es hombre de negocios. Sólo acepto lo que suena y se cuenta. Mi padre era usurero, don Fermín, y decía eso. Se lo he heredado.

-Bueno, entre gustos y colores -dijo don Fermín, encogiendo los hombros-. Me encargaré del depósito, el cheque estará listo hoy.

Estuvieron callados hasta que el mozo se acercó a recoger las copas y trajo el menú. Un consomé y una corvina, ordenó don Fermín, y él un churrasco con ensalada. Mientras el mozo ponía la mesa, él oía, ralamente, a don Fermín hablar de un sistema para adelgazar  comiendo que había aparecido en Selecciones de este mes.

Don Fermín tiene una relación cercana a los gringos, pero miren cómo se esfuerza por fingir un desagrado casi visceral por ellos.

Fermín es el middleman. Probablemente los gringos le pagaron para conseguir la licitación a través de su relación con don Cayo; su relación con ellos debe ser más genuina que su relación con don Cayo. Pero en esta transacción hace un esfuerzo para que el ministro no lo vea como middleman, sino como alguien que está más del lado del gobierno; como si don Cayo y él estuviesen negociando con los gringos desde el mismo lado.

¿Y cómo lo hace? Con las críticas a los norteamericanos por sus malos modales, etc. Por supuesto, don Cayo no es gafo. Él pareciera saber lo que está pasando.

Por otro lado, fíjense cómo Fermín racionaliza el acto de corrupción: “Usted les hace un servicio y es lógico que lo retribuyan.” Y: “Las acciones no le van a costar un medio al Estado sino a los gringos patanes.” Esto es opacidad estratégica. Vargas Llosa empaña el vidrio para no dejarnos ver con claridad los motivos de don Fermín y don Cayo.

¿De verdad creen ambos que es perfectamente “lógico” que los gringos paguen con acciones y efectivo por la licitación? ¿O saben que se trata de un acto “indebido” como pareciera sugerirlo la conversación sobre las acciones? ¿Estamos ante una manifestación de supremo cinismo individual o un síntoma de una corrupción que se ha hecho tan “normal” en el Perú que ya nadie la reconoce como tal?

“Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido,” dice don Cayo.

Otra oración nada pomposa, llena de significado.

Ilusión de autonomía

Martes, 17 de diciembre de 2013

Muchos escritores tienen la manía de querer llenar de significado hasta las cosas más triviales. Encontrar algo profundo y transcendental donde no hay nada profundo y transcendental. Y esto, paradójicamente, se origina en un deseo de escribir bien; de querer brillar en cada oración.

En Las Reputaciones, Juan Gabriel Vásquez nos da un sinfín de muestras.

Por ejemplo, al inicio de la novela el protagonista, Javier Mallarino, está caminando por el centro de la ciudad y decide recoger el correo. En el apartado postal se dirige a la cajilla de metal y trata de meter la llave, pero alguien la bloqueó con un chicle. No está deprimido, ni de mal humor. Pero fíjense cómo reacciona cuando lo ayudan a abrir la cajilla:

Un cerrajero flaco y afligido -su overol conservaba el olor de la ropa que se ha secado mal- lo acompañó frente a la cajilla rebelde, sacó una serie de herramientas sin nombre de un cinturón de cuero y los metales soltaron destellos bajo las luces de neón, y lo siguiente fue la violación de la cerradura, o lo que Mallarino percibió como una violación, una penetración violenta y traicionera a su vida íntima, por más que él mismo hubiera dado la autorización y el mismo consentimiento, por más que en todo momento hubiera estado presente. Le dolieron el salto de la cerradura, la cachetada de la portezuela al abrirse, la vulnerabilidad de revistas mirándolo suplicante de su colección de revistas.

Una violación. Una penetración violenta y traicionera. Hasta los sonidos de las palabras perturban. Pero ¿de verdad pensó eso el personaje? ¿Tan traumático fue ver al cerrajero haciendo su trabajo y solucionándole el problema?

¿O estamos escuchando al autor utilizando a su personaje como un vehículo para tratar de desplegar su talento sacrificando en el proceso la verosimilitud de la escena y afectando la ilusión de autonomía que un novelista debe dar a sus personajes para que estos respiren y cobren vida?

Y esto no es un caso aislado. Es algo sistemático: un tic irritante en la prosa de Vásquez.

Otro ejemplo:

Mallarino hurgó en los bolsillos de los pantalones, los de adelante y los de atrás, antes de pasar a la gabardina gris donde sus dedos encontaron, enredados en varias hebras como peces entre algas….Y en eso estaba pensando, en los rincones de la gabardina que a veces le parecía no haber explorado por completo, en la gabardina como un mapa y sus pliegues como regiones ignotas que se dejan en blanco, cuando oyó….

La gabardina como un mapa y sus pliegues como regiones ignotas que se dejan en blanco…

¿No hubiese sido mejor quitar eso?

Por supuesto. Pero el autor sintió que no podía desaprovechar esa oportunidad para ser un escritor con mayúscula, así la asociación de imágenes del mapa incompleto y los pliegues del bolsillo fuese tan absurda como presuntuosa.

Esta exploración literaria de los bolsillos es como ver a un adulto metiéndose con un sofisticado equipo de buzo en una piscina de niños. El autor quema sus cartuchos explorando aguas llanitas….y descubriendo cosas que nadie ve.

El mejor final

Sábado, 23 de novembre de 2013

Entre otras cosas Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, es una oda a la amistad, la amistad de Bellow (Chic en la novela) con Alan Bloom (Ravelstein).

Ravelstein/Bloom es un personaje tan brillante como excéntrico. Genial politólogo y académico de la Universidad de Chicago y autor  de un bestseller mundial sobre el declive de Estados Unidos,  Ravelstein/Bloom también es

…[A man who] is scooping up Pratesi linens, cured angora skins and mink coverlets for his bed, and splashing $80,000 on a BMW for his partner, Nikki. In Paris, while on sabbatical, he moves into “one of the best apartments in the place” and buys a $4,500 Lanvin sport coat; in London he orders custom-made shirts from Turnbull & Asser.

En Ravelstein Bellow hace un magnífico retrato de Bloom. Nos cuenta además cómo se muere de sida, no sin antes encomendarle a Bellow una biografía. Al final de la novela, el autor nos deja con este recuerdo de su amigo:

Ravelstein, dressing to go out, is talking to me, and I go back and forth with him while trying to hear what he is saying. The music is pouring from his hi-fi -the many planes of his bare, bald head go before me in the corridor between his living room and his monumental master bedroom. He stops before his pier-glass -no walls mirrors here- and puts in the heavy gold cufflinks, buttons up the Jermyn Street Kisser & Asser striped shirt -America Trustworthy laundry-and-cleaners deliver his shirts puffed out with tissue paper. He winds up his tie lifting the collar that crackles with starch. He makes a luxurious knot. The unsteady fingers, long, ill-coordinated, nervous to the point of decadence, make a double lap. Ravelstein likes a big tie-knot -after all, he is a large man. The he sits down on the beautifully cured fleeces of his bed and puts on the Poulsen and Skone tan Wellington boots. His left foot is several sizes smaller than the right but there is no limp. He smokes, of course he is always smoking, and tilts the head away from the smoke while he knots and pulls the knot into place. The cast and the orchestra are pouring out the Italian Maiden in Algiers. This is dressing music, accessory or mood music, but Ravelstein takes a Nietzschean view, favorable to comedy and bandstands. Better Bizet and Carmen than Wagner and the Ring. He likes the volume of his powerful set turned up to the maximum. The ringing phone is left to the answering machine. He puts on his $5,000 suit, an Italian wool mixed with silk. He pulls down the coat cuff with his fingertips and polishes the top of his head. And perhaps he relishes so many instruments serenading him, so many musicians in attendance. He corresponds with compact disc companies behind the Iron Curtain. He has helpers going to the post office paying custom duties for him.

“What do you think of this recording, Chick?” he says. “They’re playing authentic period instruments.”

He loses himself in sublime music, a music in which ideas are dissolved, reflecting these ideas in the form of feeling. He carries them down into the street with him. There’s an early snow on the tall shrubs, the same shrubs filled with a huge flock of parrots -the ones that escaped from cages and now build their long nest sacks in the back alleys. They are feeding on the red berries. Ravelstein looks at me, laughing with pleasure and astonishment, gesturing because he can’t be heard in all this bird-noise.

You don’t really give up a creature like Ravelstein to death.

Si se fijan el tono y el estilo tienen un aire informal. No es evidente, como en Alejo Carpentier o García Márquez, el sudor detrás de cada oración; la cuidadosa construcción de cada frase.

Pero esto es una ilusión. Hay un alto grado de sofisticación en el estilo; sólo que Bellow lo disimula.

Fíjense en esta bella imagen:

The music is pouring from his hi-fi -the many planes of his bare, bald head go before me in the corridor between his living room and his monumental master bedroom.

O el ritmo y la sonoridad perfecta, poética, de esta frase:

He winds up his tie lifting the collar that crackles with starch.

O la bella imagen de los pájaros con que termina la novela; una de mis imágenes favoritas de Bellow; que sigue conmoviéndome hoy como cuando la leí por primera vez.

Ravelstein looks at me, laughing with pleasure and astonishment, gesturing because he can’t be heard in all this bird-noise.

El contexto hace esta imagen de los pájaros aún más hermosa; porque a estas alturas ya Bellow nos informó sobre la muerte de Ravelstein/Bloom. Esta escena es el recuerdo que el autor seleccionó para terminar su libro sobre su amistad con Bloom.

“Great art is always uplifting,” dice Martin Amis. Y, aunque no estoy seguro si tiene razón, este final me hace pensar que sí.

Pero volviendo al argumento inicial: Bellow es un gran estilista que aparenta no serlo.

¿Y cómo hace esto?

Con la mezcla de registros.

Frases casi poéticas como las ya citadas se diluyen con naturalidad con el lenguaje oral.

He stops before his pier-glass -no walls mirrors here- and puts in the heavy gold cufflinks, buttons up the Jermyn Street Kisser & asser striped shirt.

He smokes, of course he is always smoking, and tilts the head away from the smoke while he knots and pulls the knot into place.

Better Bizet and Carmen than Wagner and the Ring.

No walls mirrors here….He smokes, of course he is always smoking….El “better” al comienzo de la oración…Esto es lenguaje oral. Como en el jazz, Bellow deja espacio abierto a la espontaneidad, a que se infiltre la imperfección, como si sugiriera que en la rígida perfección de la prosa a veces se nota más el artificio. Esto es algo que está en las antípodas de García Márquez, Carpentier, Proust o Flaubert.

Lean a Bellow. Vean cómo, pese la sofisticación del estilo, su prosa crea la ilusión de espontaneidad. James Wood quizá lo expresa con mayor precisión:

Bellow’s details and rhythms are so mobile, so dynamic, that they seem less vulnerable to the charge of aestheticism than do Flaubert’s… That smooth, premade wall of prose that Flaubert wanted us to gasp at is here a rougher lattice, through which we seem to see a style apparently in the process of being made. This roughened-up texture and rhythm is, for me at least, one of the reasons that I rarely find Bellow an intrusive lyricist, despite his high stylishness.

Contenido y estilo

Jueves, 17 de octubre de 2013

William Faulkner sobre escribir:

I think the story compels its own style to a great extent, that the writer don’t need to bother too much about style. If he’s bothering about style, then he’s going to write precious emptiness–-not necessarily nonsense… it’ll be quite beautiful and quite pleasing to the ear, but there won’t be much content in it.

Lo que dice Faulkner puede parecer obvio, pero no lo es. Escritores y críticos tienden a sobrevalorar el estilo y subestimar el contenido. ¿Por qué? Porque el estilo es lo que más se ve. Es la fachada de la literatura. Evaluar el contenido es más difícil.

Déjenme ilustrar este punto con una escena del primer capítulo de Luz de Agosto, mi novela favorita de Faulkner.

Lena Grove, una muchacha humilde e ignorante de Alabama, lleva ya un mes en una travesía -a pie y pidiendo aventones- para encontrar a su pareja Lucas Burch. Lena está a punto de dar a luz y, como todavía no se ha casado, la traumatiza que su bebé llegue al mundo sin apellido, un pecado mortal en Alabama.

Su pareja, Lucas Burch, la abandonó cuando quedó embarazada, diciéndole que necesitaba mudarse para buscar fortuna  y prometiéndole que, apenas consiguiera un ingreso estable,  la mandaría a buscar. Pero Lucas nunca aparece, razón por la cual ella emprende su travesía, sin tener mayores pistas sobre dónde está su novio.

En el camino Lena conoce a Armstid, un hombre que le da un aventón en su camión y luego la hospeda una noche en su casa. La esposa de Armstid, Mrs. Armstid, enseguida intuye que Lena no está casada a pesar de estar a punto de dar a luz. Y, agresivamente, le toca el tema:

“Is your name Burch yet?” Mrs. Armstid says.

[Lena] does not answer at once. Mrs. Armstid does not rattle the stove now, though her back is still toward the younger woman. Then she turns. They look at one another, suddenly naked, watching one another: the young woman in the chair, with her neat hair and her inert hands upon her lap, and the older one beside the stove, turning, motionless too, with a savage screw of gray hair at the base of her skull and a face that might have been carved in sandstone. Then the younger one speaks.

“I told you false. My name is not Burch yet. It’s Lena Grove.”

They look at one another. Mrs. Armstid’s voice is neither cold nor warm. It is not anything at all.

“And so you want to catch up with him so your name will be Burch in time. Is that it?”

Lena is looking down now, as though watching her hands upon her lap. Her voice is quiet, dogged. Yet it is serene.

“I don’t reckon I need any promise from Lucas. It just happened unfortunate so, that he had to go away. His plans just never worked out right for him to come back for me like he aimed to. I reckon me and him didn’t need to make word promises. When he found out that night that he would have to go, he—”

“Found out what night? The night you told him about that chap?”

The other does not answer for a moment. Her face is calm as stone, but not hard. Its doggedness has a soft quality, an inward lighted quality of tranquil and calm unreason and detachment. Mrs. Armstid watches her. Lena is not looking at the other woman while she speaks.

“He had done got the word about how he might have to leave a long time before that. He just never told me sooner because he didn’t want to worry me with it. When he first heard about how he might have to leave, he knowed then it would be best to go, that he could get along faster somewhere where the foreman wouldn’t be down on him. But he kept on putting it off. But when this here happened, we couldn’t put it off no longer then. The foreman was down on Lucas because he didn’t like him because Lucas was young and full of life all the time and the foreman wanted Lucas’ job to give it to a cousin of his. But he hadn’t aimed to tell me because it would just worry me. But when this here happened, we couldn’t wait any longer. I was the one that said for him to go. He said he would stay if I said so, whether the foreman treated him right or not. But I said for him to go. He never wanted to go, even then. But I  said for him to. To just send me word when he was ready for me to come. And then his plans just never worked out for him to send for me in time, like he aimed. Going away among strangers like that, a young fellow needs time to get settled down. He never knowed that when he left, that he would need more time to get settled down in than he figured on.

¡Qué escena! Primero que nada, déjenme decir que cada vez que leo ese “tranquil and calm unreason” siento, de un modo casi visceral, la grandeza de Faulkner como escritor.

Pero regresando a mi argumento, ¿qué es lo especial de esta escena? ¿Qué es lo creativo?

Lo especial es la situación que imaginó Faulkner. El autoengaño de Lena, producto de su ignorancia, falta de educación y desesperación. La cruel agresividad de Mrs. Armstid (“The night you told him about that chap?”). El peso de los dogmas religiosos o cómo a Lena la mortifica dar a luz sin estar casada. A esto llama Faulkner contenido. Ahí está el poder real de la escena, más que en el estilo.

Pero ¿no es esto obvio?

No, no lo es. Lean, por ejemplo, El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Fíjense en las largas secciones donde el estilo triunfa sobre el contenido o quizá, diría yo, lo asfixia; donde lo especial no es lo que está debajo sino la superficie: la riqueza en el vocabulario, los ritmos de las oraciones, las metáforas audaces, la perfección en las formas, etcétera.

A mí todo esto, por mucho tiempo, me deslumbró. Pero con el tiempo, conforme he ido definiendo mi escala de valores, se ha ido destiñendo porque, simplemente, no veo mucha riqueza debajo de la fosforescente superficie.