Miércoles, 15 de julio de 2009
A pesar de las críticas que ha recibido del partido Republicano en el Congreso, la reacción de Barack Obama a la crisis de Honduras ha sido la correcta. Condenando el golpe, Obama se puso del lado de la legalidad y dio un paso más para desmarcarse de la torpe política exterior de su antecesor. Piense lo que se piense de Manuel Zelaya, no hay manera de justificar legalmente su expulsión de Honduras. Si Zelaya violó flagrantemente la Constitución hondureña (como efectivamente lo hizo), lo correcto era buscar los mecanismos para impugnarlo en su país, así estos mecanismos no estuviesen especificados en la ley. Entre los críticos de Obama nadie ha ofrecido un argumento convincente que explique por qué la expulsión de Zelaya era necesaria, ni analizado bien cuán contraproducente hubiese sido para Estados Unidos pasar por alto esta ilegalidad.
Pero el toque original de Obama no fue la condena al golpe, que fue unánime en toda la región. Fue la manera como matizó su posición no reuniéndose con Zelaya en Washington, donde el presidente hondureño pasó varios días en reuniones en la OEA. Con este gesto –que luego reforzó Hillary Clinton recomendado a los mandatarios latinoamericanos “no utilizar la democracia para socavar la democracia”– Obama dejó claro que oponerse al golpe y oponerse a los abusos de Zelaya no eran posiciones contradictorias, y se pronunció sobre un debate de vital importancia en América Latina: aquel en el que se discute si la democracia es un sistema en el que un líder electo popularmente tiene el derecho a coaptar las instituciones para perpetuarse en el poder y flotar por encima de la ley, o un sistema en el que la ley se cumple, se respetan los derechos de las minorías y el Poder Ejecutivo está controlado y limitado por otros poderes.