Busco el control remoto y sintonizo Globovisión. En el televisor aparece Chávez. Está en la fábrica de aceite Diana, rodeado de gente, las cámaras siguiéndolo mientras le dan un tour por las máquinas. Lleva una chaqueta verde militar, abotonada hasta el cuello, que casi cubre completamente la camisa roja que lleva debajo como una sudadera. Es un hombre bajito, macizo, un barrilito. No ha tenido una buena semana, pero se le ve enérgico. Se le nota en la manera como camina, en los gestos, en la locuacidad. Lleva varios días desaparecido, atizando las eternas especulaciones sobre su estado de ánimo (“Parece que a Chávez le dio un bajón; está deprimido; no se levanta de la cama…”). Pero, si estuvo deprimido, esta mañana se levantó de buen ánimo, dispuesto a batallar contra sus adversarios.
El vicepresidente Elías Jaua está al lado de él, casi indistinguible del resto de los asistentes y trabajadores -todos uniformados con camisas y cascos rojos. Chávez saluda a la gente, hace preguntas, comentarios, a veces buscando las cámaras si considera que lo que dice o va a decir es importante. El trabajador que lo guía se detiene en una máquina que le pone las tapas a las botellas ya llenas de aceite. Pero cuando comienza a darle una explicación Chávez lo interrumpe: