Chávez en Diana

Lunes, 7 de junio de 2010

Busco el control remoto y sintonizo Globovisión. En el televisor aparece Chávez. Está en la fábrica de aceite Diana, rodeado de gente, las cámaras siguiéndolo mientras le dan un tour por las máquinas. Lleva una chaqueta verde militar, abotonada hasta el cuello, que casi cubre completamente la camisa roja que lleva debajo como una sudadera. Es un hombre bajito, macizo, un barrilito. No ha tenido una buena semana, pero se le ve enérgico. Se le nota en la manera como camina, en los gestos, en la locuacidad. Lleva varios días desaparecido, atizando las eternas especulaciones sobre su estado de ánimo (“Parece que a Chávez le dio un bajón; está deprimido; no se levanta de la cama…”). Pero, si estuvo deprimido, esta mañana se levantó de buen ánimo, dispuesto a batallar contra sus adversarios.

El vicepresidente Elías Jaua está al lado de él, casi indistinguible del resto de los asistentes y trabajadores -todos uniformados con camisas y cascos rojos. Chávez saluda a la gente, hace preguntas, comentarios, a veces buscando las cámaras si considera que lo que dice o va a decir es importante. El trabajador que lo guía se detiene en una máquina que le pone las tapas a las botellas ya llenas de aceite. Pero cuando comienza a darle una explicación Chávez lo interrumpe:

“Fijate una cosa. Aquí estamos viendo nosotros algo muy importante para explicar lo que es el proceso económico…El trabajador y la máquina…La máquina y el trabajador, ¿eh? Nunca en la vida la máquina sustituirá al trabajador. Porque el trabajador, a diferencia del burgués, ¡es el alma de la fábrica! Las máquinas aparecieron para incrementar la productividad y bajar el esfuerzo físico. Y para acabar también ¡con el esclavismo! Pero luego vino el capitalismo y la revolución industrial, y convirtieron a las máquinas ¿en qué? ¡En esclavistas! Ahora en el socialismo las máquinas y los trabajadores ¡se liberan!

Sigue caminando, secándose el sudor del rostro con un pañuelo. El joven que lo guía le explica cómo le inyectan nitrógeno a la botella para que no colapse, pero Chávez no lo escucha. Se detiene al lado de un grupo de trabajadoras, las saluda y le pregunta a una de ellas:

“¿Cómo te llamas?”
“Adriana.”
“¿Qué profesión tienes tú, Adriana? ¿Cuándo te graduaste?”

La muchacha comienza a responder, pero Chávez lo vuelve a interrumpir. Su mente avanza más rápido que el diálogo.

“Vives por aquí cerca, ¿no?”
“Yo vivo en San Diego. Cerca de…”
“¿Y tú de dónde eres?” –le pregunta a otra.
“De Barquisimeto, señor presidente.”
“¿Cada cuánto visitas a tu familia? ¿El ferrocarril va a pasar cerca de aquí, Elías? ¿Dónde se metió Elías?”
“Sí” –responde Elías–. “El ferrocarril va a pasar cerquita, señor Presidente.”
“¿A cuántos kilómetros?”

Se escuchan varias respuestas contradictorias, pero Chávez no escucha. Mira a su alrededor, su mente ya en otra parte. Saluda a un viejito (“¡epa compadre!”) y le reposa la mano en el hombro, con calidez. Le pregunta cuántos años tiene trabajando en la fábrica, de dónde es y le informa que ya pronto viene el ferrocarril (“el ferrocarril revolucionario, ¡compadre!”). Luego pide agua. Cuando le dan una botella, bebe con fruición y luego busca al ministro Jaua, secándose la boca.

“Elías, estaba yo ahora pensando en otra cosa. Lo que es el mapa de las mercancías, Elías. Hay que elaborarlo.”

Elías Jaua toma nota en una libretita, con expresión seria, responsable. Debe superar los cuarenta años, pero tiene un aire juvenil, quizá por su corte de pelo escolar.

“La fábrica socialista nos ayuda también a esto. Al elaborar el mapa. Esto es muy importante, ¿eh? Y tienen que hacerlo es ustedes. Ustedes los trabajadores. Sólo los trabajadores tienen el conocimiento para hacerlo. Dame una tabla y un marcador, Elías. Uno de esos marcadores de colores que yo uso.”

Enseguida aparece una tabla. No debe ser la primera vez que el presidente la pide y por eso los asistentes ya están preparados. Chávez pone la botella en una caja, toma el marcador y comienza a dibujar.

“¿Cómo funciona el capitalismo? ¿Cómo funciona? Vamos a dibujar el mapa…Primero…De dónde bien el envase plástico tipo 1. Me refiero al puñete grande. El envase plástico tipo 2, que es importado, lamentablemente. El aceite de palma, el cartón de las cajas, las etiquetas. Todos los insumos, pues. La ropa de los trabajadores, los cascos. ¿Dónde hacen los cascos? ¿Dónde hacen la ropa? ¿Son importadas o las producimos nosotros, es decir, el pueblo, el soberano?”

Chávez deja de dibujar, ya aburrido con sus garabatos. Se dirige a la gente que lo rodea, secándose con el pañuelo el sudor, que se le mete en los ojos.

“El socialismo tiene que ir avanzando, conquistando este mapa. Es como un virus, pero positivo. Por eso yo digo, Elías, que debemos ir planificando. Creando. Si no tenemos fábrica para construir el envase tipo 2, que es importado, la construimos nueva. O quizá podemos crear una mixta con la empresa privada. El Estado colaborando con los privados. Y, si los privados no quieren colaborar, los expriopiamos. Guerra es guerra, compadre. Si ellos quieren guerra, guerra es guerra.”

Al rato Chávez se para al lado de una montaña de cajas. Parece cansado, pero no se rinde. La función debe seguir. La revolución no debe detenerse.

“¿Cuál es el costo de producción de esta botella?”
“Esto nos sale en 4.3 bolívares, señor Presidente. Y lo vendemos en 4.72, que es regulado.”
“Cuatro punto setenta y dos” subraya Chávez. “Y en el mercado abierto ¿en cuánto lo venden?”
“Entre 6 y 10 bolívares.”
“Los burgueses lo venden entre seis y diez bolívares…Es decir, no la plusvalía, sino la hiperplusvalía. Es la especulación…la usura, ¿eh?

Argenis asiente con la cabeza, exagerando su indignación. Se nota que está nervioso. No quiere proyectar con su rostro menos interés o aprobación o indignación de lo que merecen las palabras del presidente. Otro trabajador, menos introvertido, lo releva:

“Y como ellos explotan al trabajador, señor Presidente, y tienen menos trabajadores, no se justifican los precios que están dándole al mercado. Porque ellos lo que quieren es explotar al pueblo.”
“Y explotan también al consumidor,” dice Chávez. “Ellos explotan al que siembra. Explotan al que procesa. Explotan al que transporta. Explotan al que almacena. Y explotan al que distribuye. Y explotan finalmente al consumidor. Por eso es que ellos están empeñados en volver a gobernar al país. Y por eso la guerra que me han declarado, ¿eh? Estos son ejemplos demoledores, para que el pueblo nos entienda bien. Porque hay algunos que pueden dudar ante la campaña mediática de la burguesía.”

Comienza otra vez a caminar, pero un pensamiento enseguida lo detiene. El camarógrafo le lee la mente y lo enfoca, justo en el ángulo que Chávez busca. Junta las manos como si fuese a rezar, gesto que casi siempre anticipa una lección. Una lección del Comandante a su pueblo:

“Es importante aclarar. Estas botellas -las señala- cuestan cada una 4.7 bolívares. Un litro del mejor aceite del mundo. Aceite Diana. Luego los capitalistas las venden por allá, a sólo doscientos metros de aquí, en 10 o 15 bolívares. Por eso hemos tenido que regular el precio para proteger al pueblo, a los pobres. Pero la burguesía viola la regulación de mil maneras, ¿eh? Por eso la única manera de bajar los precios es tomando el control obrero socialista de las fábricas. En esa dirección vamos. Repito: aquellos privados que quieran colaborar, bienvenidos. A los que me declaren la guerra, se la daremos. Como dije: guerra es guerra. ¿Dónde está el baño, compadre?”

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