El molino de Chávez

Miércoles, 19 de mayo de 2010

Reflexionando sobre el Quijote, Milan Kundera dice en La Cortina que Don Quijote está enamorado de Dulcinea. Sólo la ha visto de paso, o quizá nunca. Pero está enamorado sólo porque “se supone que los caballeros andantes deben estarlo.”

Esto lleva a Kundera a preguntarse qué es el amor. ¿Sólo la decisión de amar? ¿Una mera imitación?

No me interesa abordar ahora las preguntas de Kundera, pero sí el tema de la imitación. Todos tenemos héroes y todos imitamos, a veces de una manera tan infantil como la de Don Quijote, el comportamiento de nuestros héroes.

En mi adolescencia, por ejemplo, recuerdo haber imitado los gustos de mis héroes literarios. Si a varios de mis héroes no les gustaba un escritor en particular, yo descartaba a ese escritor, sin siquiera leerlo. Y a veces hasta podía hablar mal de él. Quizá no llegaba al extremo de Don Quijote, pero sí lo suficiente como para que, unos años después, me reconociera en sus locuras.

Uno de los rasgos más fuertes de la personalidad de Chávez -como bien lo ha señalado Enrique Krauze- es la veneración de héroes. Y en esta veneración Chávez llega a extremos demenciales (o quijotescos). Un ejemplo es su enemistad con Estados Unidos. Es verdad que en este anti-imperialismo hay una dosis de cálculo político, de manipulación, de maquiavelismo. Quizá, por qué no, hay una triza de razón.

Pero también hay mucho de imitación.

Después de todo, Chávez tiene en gran parte un enemigo imperial y poderoso porque “se supone que los revolucionarios de izquierda deben tenerlo.”

Los límites del realismo

Viernes, 14 de mayo de 2010

La esposa de un viejo colega murió hace poco de cáncer, luego de una dolorosa batalla de dos años que, a través de mi colega, presencié en primera fila.

Y también hace una semanas murió Rocha, otro colega con el que trabajé un tiempo y al que luego dejé de ver por esa flojera -de llamar, de escribir, de organizar un almuerzo o cena- que, de una manera gradual, cotidiana y casi invisible, ha acabado con tantas amistades.

Rocha era un personaje. Un colombiano grandote que siempre andaba de buen humor. Su manera de comunicarse era con chistes. No era que aderezara sus comentarios con humor, sino que los chistes eran parte de su lenguaje, como lo es ahora Chávez para muchos venezolanos.

Con frecuencia, si pasaba cerca de él cuando conversaba con alguien, él desviaba la conversación para decir “es que los venezolanos en el exterior no saben apreciar a Chávez; no se dan cuenta de todo lo que está haciendo por el pueblo; ellos simplemente lo odian porque ayuda a los pobres.”

Si no, me presentaba a su interlocutor y le decía, con mucha seriedad: “Este es un venezolano chavista; líder de los Círculos Bolivarianos en el exterior; una verguenza para su país. Qué fácil ser chavista desde el imperio.”

Las bromas podían ir para los dos lados, pero casi siempre involucraban a Chávez.

Uno de sus cuentos -y tenía muchos- era que se había “echado palos” con Nicolás Maduro, después de hacerle una entrevista para RCN o la BBC.

-¿Y qué te dijo de Chávez?
-Está clarísimo con Chávez -dijo.
-¿Clarísimo qué?
-Bueeeno, él sabe como son la cosas.
-Explica, coño. ¿Dice que Chávez está loco?
-Claaaaro. Pero se entienden. Maduro sabe demasiado.

El episodio lo narraba con cierto orgullo, con el mismo orgullo con que me enseñaba sus fotos con Uribe o Shakira.

-Mire, mijo.
-Veeerga -le decía, fingiendo la impresión que él esperaba -. ¿Y qué tal en persona?
-Chiquitita, pero rebuena.
-¿Y Uribe?
-Muy serio, mijo. Casi ni habla.

Pasé como dos años sin saber casi nada de él. Luego, hace como seis meses, un amigo común me dijo que tenía cáncer de páncreas. Lo llamé, le dejé un mensaje y no me respondió. Estúpidamente, no insistí. Hace poco me dijeron que murió.

Picasso no es mi pintor favorito. Aunque no llego al extremo de Paul Johnson, coincido con él en que Picasso es sobrestimado. Pero hay una pequeña obra suya que me gusta mucho, porque la manera como distorsiona, deforma y manipula las líneas y las formas de su rostro no me parece frívola ni gratuita -como en buena parte de sus cuadros- sino esenciales para capturar el miedo humano a la muerte.

Sin esas distorsiones, creo, Picasso no hubiese podido desnudar ese miedo, transformarlo en algo que lo trasciende a él. Nos une a él.

El autorretrato demuestra los límites del realismo.

Autorretrato ante la muerte

El realismo de Monet

Viernes, 30 de abril de 2010

Es interesante ver cómo Claude Monet fue poco a poco modulando del impresionismo a algo que coquetea peligrosamente con la abstracción.

No es arte totalmente abstracto, porque el mundo objetivo -el agua, los nenúfares, los reflejos de la luz, etc- son reconocibles. Pero podría decirse que Monet camina sobre una cuerda muy delgada, donde a cada paso corre el riesgo de desbarrancarse hacia el arte abstracto.

Por eso no sorprende que artistas como Rothko hayan sido grandes admiradores de Monet. Es fácil ver -como lo demuestra una excelente exhibición en el Thyssen-Bornemisza- que una línea conecta esos cuadros de Monet (y también los de J.M. Turner -a quien Monet admiraba) con el arte de Rothko, Richter o Pollock.

No siendo un gran fanático de los impresionistas, ni mucho menos del arte abstracto, soy un gran admirador de los cuadros casi abstractos de Monet. Esto puede sonar como una contradicción, pero no lo es. Porque lo que me llama la atención y me conmueve de esos cuadros es que la intención de Monet sigue siendo pintar lo que ve. La abstracción no es un fin en sí mismo, sino el resultado de un obsesivo deseo de capturar mejor esa realidad furtiva, cambiante y escurridiza que tenía frente a sus ojos. Transponer a la tela de una manera más convincente la metamorfosis del mundo en función de los cambios de luz.

Esa meta imposible Monet no la alcanzó, pero en sus cuadros “abstractos” se acercó mucho.

Comparar con el de abajo

 

 

Mark Rothko

Sobre el arte y la identidad nacional

Miércoles, 31 de marzo de 2010

0660770884En un artículo publicado en Prodavinci, que motivó la más apasionada discusión y el mayor número de comentarios que hasta ahora he visto en el portal, el guitarrista y compositor Aquiles Báez se hace las siguientes preguntas: ¿Por qué la música venezolana no es conocida en el exterior? ¿Por qué, a diferencia de muchos otros países, Venezuela no ha logrado proyectar su música más allá de sus fronteras? Aquiles comienza refutando respuestas perezosas, pero comunes, a estas preguntas. ¿Que no es bailable? “Parte de nuestro repertorio sí es bailable,” recuerda. ¿Que no es comercial? “Tenemos música que pudiese entrar en esta categoría.” ¿Que es muy complicada? “El flamenco, la salsa y la música árabe también son complicadas, y tienen un público internacional.” Para Aquiles el problema no reside en la música en sí misma, que es muy buena, sino en el hecho que la música venezolana no es apreciada por los venezolanos. El problema, dice Báez, es que “no nos sentimos orgullosos de lo que tenemos.”

Aquiles atribuye a la ignorancia la lamentable falta de orgullo en grupos o géneros musicales como los diferentes joropos y valses, las gaitas, el merengue caraqueño, el bambuco, el tamunangue, el calipso y el galerón, punto difícil de rebatir. Pero luego Aquiles dice que el desconocimiento de estos géneros, en conjunto con una fuerte susceptibilidad a la música en inglés, es, en el fondo, un desconocimiento de nuestra identidad: una desviación de lo que somos. Luego critica a los medios venezolanos por obsesionarse con la salud psiquiátrica de una cantante inglesa de pop y no haber siquiera informado sobre la muerte de Otilio Galíndez, uno de los más grandes compositores venezolanos de música popular. “¿Dónde nos desviamos?” se pregunta. “¿De dónde salió esa cruzada loca que nos hizo negar nuestra música?”

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En esto creo

Lunes, 29 de marzo de 2010

Carlos Fuentes

Carlos Fuentes

Nunca he sido un gran lector de Carlos Fuentes, pero hay tres páginas en En esto creo, que le dedicó a su esposa Silvia (y donde habla de la pérdida de su hijo), que he releído muchas veces, siempre con igual admiración.

En este pequeño texto, que es una de las reflexiones más conmovedoras que he leído sobre el amor, Fuentes se pregunta: ¿No debe haber, aún en el amor más pleno, un anticipo de pérdida que intensifica la presencia actual?

En esta pregunta pensé mucho leyendo la obra maestra del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, donde el autor aborda el tema de la muerte trágica de su hermana (de cáncer a los 16 años) y de su maravilloso padre (asesinado por los paramilitares).

Reflexionando sobre estas pérdidas, Héctor Abad dice “nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.”

Saber esto, pienso, estar consciente de que nuestra felicidad actual no dura para siempre, de que nuestros seres más queridos no siempre van a estar allí, no es una idea triste, oscura o truculenta.

Es algo que nos enseña a apreciar mejor lo bueno que se tiene, e intensifica el amor por los seres que más queremos.

Es una bella idea, creo, que enseña a vivir mejor y a querer con mayor intensidad, gratitud, tolerancia y sabiduría.

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