Falsa dicotomía

Martes, 10 de diciembre de 2013

Parece que los procesos electorales atrofian la brújula de muchos analistas.

Y puedo resumir con dos preguntas mi crítica a argumentos que han recobrado fuerza.

¿Tendría la oposición una presencia importante en las principales capitales, no sólo en términos de votos sino de estructura de organización política, sin participación en esos “inútiles” procesos electorales -procesos, vale la pena añadir, que nadie en la oposición niega que son una retahíla de abusos?

Decenas de líderes locales y regionales han aprovechado las estructuras municipales y estatales para trabajar por sus comunidades, ganar apoyos, movilizar el voto en las presidenciales y -¡horror de horrores!- alimentar sus propias ambiciones. El gobierno ha azotado estas estructuras. Alcaldes y gobernadores han sido desprovistos de competencias y recursos; el gobierno ha superpuesto nuevas estructuras sobre las viejas. Pero pese al saboteo estos líderes locales han preservado el apoyo de sus seguidores y ganado otros más a través de un trabajo diario organizado dentro del marco de estas estructuras. ¿Es poco lo que logran? No creo, porque ese trabajo ha ayudado a la reelección de muchos.

Segundo, ¿por qué se habla de la presión contra el creciente autoritarismo del gobierno a través de protestas callejeras y resistencia civil como algo casi incompatible a la lucha electoral? ¿No se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo?

Más aún, los que reclaman mayor movilización deberían reconocer que los logros de la participación electoral son valiosos activos para cualquier estrategia alternativa. Si los que buscan una Primavera Árabe, protestas como las de Ucrania o un inspirador escenario de “resistencia civil” (gaseoso término si los hay) deciden tomar acción y hacer un enorme esfuerzo de organización para promover una mayor movilización callejera, ¿a quién deben acudir? Mejor Carlos Ocariz que Diego Arria.

Por cierto, esto es algo que entiende mejor la cúpula chavista que algunos analistas, simplemente porque éstos no hacen el esfuerzo de ponerse en los zapatos de aquéllos. En este caso, pareciera que el miedo a perder el poder aguza el criterio y la capacidad analítica de los poderosos para detectar acertadamente obstáculos y amenazas.

El mejor final

Sábado, 23 de novembre de 2013

Entre otras cosas Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, es una oda a la amistad, la amistad de Bellow (Chic en la novela) con Alan Bloom (Ravelstein).

Ravelstein/Bloom es un personaje tan brillante como excéntrico. Genial politólogo y académico de la Universidad de Chicago y autor  de un bestseller mundial sobre el declive de Estados Unidos,  Ravelstein/Bloom también es

…[A man who] is scooping up Pratesi linens, cured angora skins and mink coverlets for his bed, and splashing $80,000 on a BMW for his partner, Nikki. In Paris, while on sabbatical, he moves into “one of the best apartments in the place” and buys a $4,500 Lanvin sport coat; in London he orders custom-made shirts from Turnbull & Asser.

En Ravelstein Bellow hace un magnífico retrato de Bloom. Nos cuenta además cómo se muere de sida, no sin antes encomendarle a Bellow una biografía. Al final de la novela, el autor nos deja con este recuerdo de su amigo:

Ravelstein, dressing to go out, is talking to me, and I go back and forth with him while trying to hear what he is saying. The music is pouring from his hi-fi -the many planes of his bare, bald head go before me in the corridor between his living room and his monumental master bedroom. He stops before his pier-glass -no walls mirrors here- and puts in the heavy gold cufflinks, buttons up the Jermyn Street Kisser & Asser striped shirt -America Trustworthy laundry-and-cleaners deliver his shirts puffed out with tissue paper. He winds up his tie lifting the collar that crackles with starch. He makes a luxurious knot. The unsteady fingers, long, ill-coordinated, nervous to the point of decadence, make a double lap. Ravelstein likes a big tie-knot -after all, he is a large man. The he sits down on the beautifully cured fleeces of his bed and puts on the Poulsen and Skone tan Wellington boots. His left foot is several sizes smaller than the right but there is no limp. He smokes, of course he is always smoking, and tilts the head away from the smoke while he knots and pulls the knot into place. The cast and the orchestra are pouring out the Italian Maiden in Algiers. This is dressing music, accessory or mood music, but Ravelstein takes a Nietzschean view, favorable to comedy and bandstands. Better Bizet and Carmen than Wagner and the Ring. He likes the volume of his powerful set turned up to the maximum. The ringing phone is left to the answering machine. He puts on his $5,000 suit, an Italian wool mixed with silk. He pulls down the coat cuff with his fingertips and polishes the top of his head. And perhaps he relishes so many instruments serenading him, so many musicians in attendance. He corresponds with compact disc companies behind the Iron Curtain. He has helpers going to the post office paying custom duties for him.

“What do you think of this recording, Chick?” he says. “They’re playing authentic period instruments.”

He loses himself in sublime music, a music in which ideas are dissolved, reflecting these ideas in the form of feeling. He carries them down into the street with him. There’s an early snow on the tall shrubs, the same shrubs filled with a huge flock of parrots -the ones that escaped from cages and now build their long nest sacks in the back alleys. They are feeding on the red berries. Ravelstein looks at me, laughing with pleasure and astonishment, gesturing because he can’t be heard in all this bird-noise.

You don’t really give up a creature like Ravelstein to death.

Si se fijan el tono y el estilo tienen un aire informal. No es evidente, como en Alejo Carpentier o García Márquez, el sudor detrás de cada oración; la cuidadosa construcción de cada frase.

Pero esto es una ilusión. Hay un alto grado de sofisticación en el estilo; sólo que Bellow lo disimula.

Fíjense en esta bella imagen:

The music is pouring from his hi-fi -the many planes of his bare, bald head go before me in the corridor between his living room and his monumental master bedroom.

O el ritmo y la sonoridad perfecta, poética, de esta frase:

He winds up his tie lifting the collar that crackles with starch.

O la bella imagen de los pájaros con que termina la novela; una de mis imágenes favoritas de Bellow; que sigue conmoviéndome hoy como cuando la leí por primera vez.

Ravelstein looks at me, laughing with pleasure and astonishment, gesturing because he can’t be heard in all this bird-noise.

El contexto hace esta imagen de los pájaros aún más hermosa; porque a estas alturas ya Bellow nos informó sobre la muerte de Ravelstein/Bloom. Esta escena es el recuerdo que el autor seleccionó para terminar su libro sobre su amistad con Bloom.

“Great art is always uplifting,” dice Martin Amis. Y, aunque no estoy seguro si tiene razón, este final me hace pensar que sí.

Pero volviendo al argumento inicial: Bellow es un gran estilista que aparenta no serlo.

¿Y cómo hace esto?

Con la mezcla de registros.

Frases casi poéticas como las ya citadas se diluyen con naturalidad con el lenguaje oral.

He stops before his pier-glass -no walls mirrors here- and puts in the heavy gold cufflinks, buttons up the Jermyn Street Kisser & asser striped shirt.

He smokes, of course he is always smoking, and tilts the head away from the smoke while he knots and pulls the knot into place.

Better Bizet and Carmen than Wagner and the Ring.

No walls mirrors here….He smokes, of course he is always smoking….El “better” al comienzo de la oración…Esto es lenguaje oral. Como en el jazz, Bellow deja espacio abierto a la espontaneidad, a que se infiltre la imperfección, como si sugiriera que en la rígida perfección de la prosa a veces se nota más el artificio. Esto es algo que está en las antípodas de García Márquez, Carpentier, Proust o Flaubert.

Lean a Bellow. Vean cómo, pese la sofisticación del estilo, su prosa crea la ilusión de espontaneidad. James Wood quizá lo expresa con mayor precisión:

Bellow’s details and rhythms are so mobile, so dynamic, that they seem less vulnerable to the charge of aestheticism than do Flaubert’s… That smooth, premade wall of prose that Flaubert wanted us to gasp at is here a rougher lattice, through which we seem to see a style apparently in the process of being made. This roughened-up texture and rhythm is, for me at least, one of the reasons that I rarely find Bellow an intrusive lyricist, despite his high stylishness.

Contenido y estilo

Jueves, 17 de octubre de 2013

William Faulkner sobre escribir:

I think the story compels its own style to a great extent, that the writer don’t need to bother too much about style. If he’s bothering about style, then he’s going to write precious emptiness–-not necessarily nonsense… it’ll be quite beautiful and quite pleasing to the ear, but there won’t be much content in it.

Lo que dice Faulkner puede parecer obvio, pero no lo es. Escritores y críticos tienden a sobrevalorar el estilo y subestimar el contenido. ¿Por qué? Porque el estilo es lo que más se ve. Es la fachada de la literatura. Evaluar el contenido es más difícil.

Déjenme ilustrar este punto con una escena del primer capítulo de Luz de Agosto, mi novela favorita de Faulkner.

Lena Grove, una muchacha humilde e ignorante de Alabama, lleva ya un mes en una travesía -a pie y pidiendo aventones- para encontrar a su pareja Lucas Burch. Lena está a punto de dar a luz y, como todavía no se ha casado, la traumatiza que su bebé llegue al mundo sin apellido, un pecado mortal en Alabama.

Su pareja, Lucas Burch, la abandonó cuando quedó embarazada, diciéndole que necesitaba mudarse para buscar fortuna  y prometiéndole que, apenas consiguiera un ingreso estable,  la mandaría a buscar. Pero Lucas nunca aparece, razón por la cual ella emprende su travesía, sin tener mayores pistas sobre dónde está su novio.

En el camino Lena conoce a Armstid, un hombre que le da un aventón en su camión y luego la hospeda una noche en su casa. La esposa de Armstid, Mrs. Armstid, enseguida intuye que Lena no está casada a pesar de estar a punto de dar a luz. Y, agresivamente, le toca el tema:

“Is your name Burch yet?” Mrs. Armstid says.

[Lena] does not answer at once. Mrs. Armstid does not rattle the stove now, though her back is still toward the younger woman. Then she turns. They look at one another, suddenly naked, watching one another: the young woman in the chair, with her neat hair and her inert hands upon her lap, and the older one beside the stove, turning, motionless too, with a savage screw of gray hair at the base of her skull and a face that might have been carved in sandstone. Then the younger one speaks.

“I told you false. My name is not Burch yet. It’s Lena Grove.”

They look at one another. Mrs. Armstid’s voice is neither cold nor warm. It is not anything at all.

“And so you want to catch up with him so your name will be Burch in time. Is that it?”

Lena is looking down now, as though watching her hands upon her lap. Her voice is quiet, dogged. Yet it is serene.

“I don’t reckon I need any promise from Lucas. It just happened unfortunate so, that he had to go away. His plans just never worked out right for him to come back for me like he aimed to. I reckon me and him didn’t need to make word promises. When he found out that night that he would have to go, he—”

“Found out what night? The night you told him about that chap?”

The other does not answer for a moment. Her face is calm as stone, but not hard. Its doggedness has a soft quality, an inward lighted quality of tranquil and calm unreason and detachment. Mrs. Armstid watches her. Lena is not looking at the other woman while she speaks.

“He had done got the word about how he might have to leave a long time before that. He just never told me sooner because he didn’t want to worry me with it. When he first heard about how he might have to leave, he knowed then it would be best to go, that he could get along faster somewhere where the foreman wouldn’t be down on him. But he kept on putting it off. But when this here happened, we couldn’t put it off no longer then. The foreman was down on Lucas because he didn’t like him because Lucas was young and full of life all the time and the foreman wanted Lucas’ job to give it to a cousin of his. But he hadn’t aimed to tell me because it would just worry me. But when this here happened, we couldn’t wait any longer. I was the one that said for him to go. He said he would stay if I said so, whether the foreman treated him right or not. But I said for him to go. He never wanted to go, even then. But I  said for him to. To just send me word when he was ready for me to come. And then his plans just never worked out for him to send for me in time, like he aimed. Going away among strangers like that, a young fellow needs time to get settled down. He never knowed that when he left, that he would need more time to get settled down in than he figured on.

¡Qué escena! Primero que nada, déjenme decir que cada vez que leo ese “tranquil and calm unreason” siento, de un modo casi visceral, la grandeza de Faulkner como escritor.

Pero regresando a mi argumento, ¿qué es lo especial de esta escena? ¿Qué es lo creativo?

Lo especial es la situación que imaginó Faulkner. El autoengaño de Lena, producto de su ignorancia, falta de educación y desesperación. La cruel agresividad de Mrs. Armstid (“The night you told him about that chap?”). El peso de los dogmas religiosos o cómo a Lena la mortifica dar a luz sin estar casada. A esto llama Faulkner contenido. Ahí está el poder real de la escena, más que en el estilo.

Pero ¿no es esto obvio?

No, no lo es. Lean, por ejemplo, El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Fíjense en las largas secciones donde el estilo triunfa sobre el contenido o quizá, diría yo, lo asfixia; donde lo especial no es lo que está debajo sino la superficie: la riqueza en el vocabulario, los ritmos de las oraciones, las metáforas audaces, la perfección en las formas, etcétera.

A mí todo esto, por mucho tiempo, me deslumbró. Pero con el tiempo, conforme he ido definiendo mi escala de valores, se ha ido destiñendo porque, simplemente, no veo mucha riqueza debajo de la fosforescente superficie.

El héroe discreto

Miércoles, 16 de octubre de 2013

Duele decirlo de un escritor que admiro tanto, pero El héroe discreto, la más reciente novela de Vargas Llosa, no es lo que muchos esperábamos.

Y creo que Javier Munguía da en el clavo con algunas críticas en su cáustica reseña del libro. Como mucha otras novela de Vargas Llosa, la estructura es binaria:

El segundo plano lo protagoniza don Rigoberto, viejo conocido de los lectores vargasllosianos por Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)….[En El héroe discreto]…volvemos a ser testigos de cómo Rigoberto y Lucrecia enriquecen su intimidad fantaseando con la gente de su entorno, pero las fantasías resultantes son un tanto mecánicas, carentes del vuelo imaginativo que sí animaba las dos entregas anteriores de su saga y sin nexo alguno con el conjunto de la novela.

Tiene razón. Por un lado, las fantasías no son tan ricas como las de Los cuadernos de don Rigoberto. Por el otro, desentonan con el resto de la novela. El diseño de la trama de Rigoberto no deja mucho espacio para incluir estas fantasías, pero Vargas Llosa la inserta de una manera casi forzosa. Y, si las fantasías no son tan especiales, y son introducidas con poca convicción, en espacios donde no encajan bien, ¿por qué incluirlas?

Recurre Vargas Llosa en este libro a técnicas narrativas que había usado con anterioridad, como los diálogos yuxtapuestos (diálogos que ocurren en diferentes tiempos y espacios se entrecruzan y relacionan) y vasos comunicantes (episodios de distinta naturaleza o separados por una barrera espacio-temporal se narran a través de fragmentos alternados). Pero estos recursos no se aprovechan a plenitud: son chispazos ocasionales. No pasan de ser un guiño a viejos lectores: “Miren: ya no estoy para estos trotes, pero sigo siendo el autor de La casa verde, de Conversación en La Catedral.”

Déjenme rearticular esto. Los diálogos yuxtapuestos en El héroe discreto no tienen, muchas veces, razón de ser. Los beneficios de utilizar esta técnica no son evidentes, como los son, por ejemplo, en Conversación en La Catedral. Como técnica, los diálogos yuxtapuestos son intrusivos. Uno ve claramente la mano del autor. Si los beneficios no son considerables, el lector los percibe como una técnica torpe y mecánica. Innovación sin función. Técnica por técnica.

Munguía también señala otro error: la subtrama de Fonchito y el diablo Edilberto Torres. ¿Por qué es un error? Porque la manera cómo Vargas Llosa resuelve esta trama nos hace pensar que era un mero instrumento para enganchar al lector. Una trampa en el peor sentido de la palabra. Como si el autor nos dijera: “Ajá, pensaron que los iba a llevar a un lugar, que esto sería un aspecto clave de la historia, ¡pero no! ¡Era un truco para que siguieran leyendo! ¡Los engañé!”

Vargas Llosa nunca haría esto adrede, pero la resolución torpe, y algo frívola, de esta subtrama deja ese sabor a truco barato.

Pero lo principal es que la historia carece de poder persuasión y a todos los personajes les falta espesura. La prosa no es económica y con frecuencia, en muchas páginas, sentimos que Vargas Llosa simplemente está rellenando espacio para poder completar el libro.

Al final de su reseña Munguía es duro:

Se me ocurren dos formas de evaluar esta novela, y quizá entre ambas se encuentre el juicio más equilibrado. Ya escogerá el lector la suya. La primera es un tanto condescendiente: de Vargas Llosa difícilmente podemos esperar una novela a la altura de sus obras maestras, pero con El héroe discreto nos entrega una ficción que coquetea de manera abierta con el melodrama y no le teme a sus excesos. Una novela risueña y jocosa. Un divertimento para el autor y sus lectores. Una travesura de niño malo que se puede permitir un novelista veterano sin causar mucho disgusto, apelando a una benevolencia bien ganada. La segunda forma es quizás demasiado severa: El héroe discreto confirma el temor de algunos lectores vargasllosianos: que don Mario no está ya para escribir novelas sino para continuar sus memorias. Su reciente ficción es una de las más ligeras que haya publicado y delata decadencia imaginativa. Pletórico de personajes acartonados y sucesos fortuitos, el libro se lee con el mismo interés que se ve una telenovela: por pasar el rato. No enriquece ni empobrece el conjunto de la obra de Vargas Llosa, pero sí le crea excrecencias.

Desafortunadamente, si tengo que escoger una de dos, me quedo con la segunda. Con un diferencia:  jamás hablaría de “decadencia” o pediría que el autor se retire a escribir la segunda parte de sus memorias. Conociendo a Vargas Llosa, sé que podría vengarse en su próxima novela.

Lessons of the Master

Domingo, 29 de septiembre de 2013

Hay un ensayo de Ian Buruma sobre V.S. Naipaul, publicado en The New York Review of Books y titulado “Lessons of the Master,” al que he vuelto varias veces porque es muy bueno.

Allí Buruma admite la “gran deuda” que como escritor le tiene a Naipaul. Y explica perceptivamente porqué los ensayos de viaje de Naipaul son tan únicos:

Naipaul’s literary discovery of the world is marked by the way he uses his eyes and ears. Impatient with abstractions, he listens to people, not just their views, but the tone of their voices, the telling evasions, the precise choice of words. His eyes, meanwhile, register everything, the clothes, the gestures, the facial expressions, the physical details that allow him to pin people down, like butterflies in the expert hands of a lepidopterist. These observations are filtered through a mind that is alert, never sentimental, and deeply suspicious of romantic cant.

Yo subrayaría esas últimas cinco palabras.

Pero, en realidad, el ensayo de Buruma es sobre la biografía autorizada de Naipaul, escrita por Patrick French. Buruma estuvo a punto de ser el biógrafo pero luego, a pesar de la enorme admiración que le tiene a Naipaul, decidió rechazar la oferta.

Explicando porqué tomó esa decisión, Buruma dice:

The idea of writing the life of a man as fastidious and difficult as V.S. Naipaul was particularly daunting. And I was not at all sure that delving into the nooks and crannies of his private life would be a pleasure for me, or enlightening for the readers. I can still remember my sense of embarrassment when Naipaul, looking intently at his shiny brown shoes, began to tell me about his sexual frustrations, as we sat opposite one another in his oddly impersonal London flat. I knew then that this project was not for me.

Desde que leí este ensayo esta imagen de la mirada fija en los zapatos quedó encrustrada en mi mente, inseparable del recuerdo de la lectura. Es una muestra de cómo una simple y perceptiva observación, llena de vida un párrafo. Porque ¿sería lo mismo el párrafo sin ese detalle de los zapatos? A mí probablemente se me hubiese olvidado.

Claro está que saber algo sobre la vida de Naipaul hace más significativa la observación. Pero de igual modo creo que es poderosa.

Otra cosa. La observación, aunque real y llena de significado, no tiene nada literario. Compárenla con esta de Santiago Roncagliolo que ya he citado antes:

Sus palabras pretendían distender la conversación, pero cayeron como pelotas en un campo sin jugadores. Dieron algunos botes contra el suelo y se quedaron ahí, muertas.

Esta es una imagen hermosa, sumamente creativa, pero no tan poderosa como la de Buruma. ¿Por qué? Porque, como diría Naipaul, es una frase que se promueve a sí misma o no está totalmente subordinada a la realidad que describe. Hay partes medio huecas: verbalismo puro sin nervio ni hueso.

Roncagliolo pasó un rato tallando una imagen hermosa; Buruma simplemente “registró todo, la ropa, los gestos, las expresiones faciales, los detalles físicos,” y escogió el detalle que le pareció más económico y relevante. Como aprendió de su maestro.