El héroe discreto

Miércoles, 16 de octubre de 2013

Duele decirlo de un escritor que admiro tanto, pero El héroe discreto, la más reciente novela de Vargas Llosa, no es lo que muchos esperábamos.

Y creo que Javier Munguía da en el clavo con algunas críticas en su cáustica reseña del libro. Como mucha otras novela de Vargas Llosa, la estructura es binaria:

El segundo plano lo protagoniza don Rigoberto, viejo conocido de los lectores vargasllosianos por Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)….[En El héroe discreto]…volvemos a ser testigos de cómo Rigoberto y Lucrecia enriquecen su intimidad fantaseando con la gente de su entorno, pero las fantasías resultantes son un tanto mecánicas, carentes del vuelo imaginativo que sí animaba las dos entregas anteriores de su saga y sin nexo alguno con el conjunto de la novela.

Tiene razón. Por un lado, las fantasías no son tan ricas como las de Los cuadernos de don Rigoberto. Por el otro, desentonan con el resto de la novela. El diseño de la trama de Rigoberto no deja mucho espacio para incluir estas fantasías, pero Vargas Llosa la inserta de una manera casi forzosa. Y, si las fantasías no son tan especiales, y son introducidas con poca convicción, en espacios donde no encajan bien, ¿por qué incluirlas?

Recurre Vargas Llosa en este libro a técnicas narrativas que había usado con anterioridad, como los diálogos yuxtapuestos (diálogos que ocurren en diferentes tiempos y espacios se entrecruzan y relacionan) y vasos comunicantes (episodios de distinta naturaleza o separados por una barrera espacio-temporal se narran a través de fragmentos alternados). Pero estos recursos no se aprovechan a plenitud: son chispazos ocasionales. No pasan de ser un guiño a viejos lectores: “Miren: ya no estoy para estos trotes, pero sigo siendo el autor de La casa verde, de Conversación en La Catedral.”

Déjenme rearticular esto. Los diálogos yuxtapuestos en El héroe discreto no tienen, muchas veces, razón de ser. Los beneficios de utilizar esta técnica no son evidentes, como los son, por ejemplo, en Conversación en La Catedral. Como técnica, los diálogos yuxtapuestos son intrusivos. Uno ve claramente la mano del autor. Si los beneficios no son considerables, el lector los percibe como una técnica torpe y mecánica. Innovación sin función. Técnica por técnica.

Munguía también señala otro error: la subtrama de Fonchito y el diablo Edilberto Torres. ¿Por qué es un error? Porque la manera cómo Vargas Llosa resuelve esta trama nos hace pensar que era un mero instrumento para enganchar al lector. Una trampa en el peor sentido de la palabra. Como si el autor nos dijera: “Ajá, pensaron que los iba a llevar a un lugar, que esto sería un aspecto clave de la historia, ¡pero no! ¡Era un truco para que siguieran leyendo! ¡Los engañé!”

Vargas Llosa nunca haría esto adrede, pero la resolución torpe, y algo frívola, de esta subtrama deja ese sabor a truco barato.

Pero lo principal es que la historia carece de poder persuasión y a todos los personajes les falta espesura. La prosa no es económica y con frecuencia, en muchas páginas, sentimos que Vargas Llosa simplemente está rellenando espacio para poder completar el libro.

Al final de su reseña Munguía es duro:

Se me ocurren dos formas de evaluar esta novela, y quizá entre ambas se encuentre el juicio más equilibrado. Ya escogerá el lector la suya. La primera es un tanto condescendiente: de Vargas Llosa difícilmente podemos esperar una novela a la altura de sus obras maestras, pero con El héroe discreto nos entrega una ficción que coquetea de manera abierta con el melodrama y no le teme a sus excesos. Una novela risueña y jocosa. Un divertimento para el autor y sus lectores. Una travesura de niño malo que se puede permitir un novelista veterano sin causar mucho disgusto, apelando a una benevolencia bien ganada. La segunda forma es quizás demasiado severa: El héroe discreto confirma el temor de algunos lectores vargasllosianos: que don Mario no está ya para escribir novelas sino para continuar sus memorias. Su reciente ficción es una de las más ligeras que haya publicado y delata decadencia imaginativa. Pletórico de personajes acartonados y sucesos fortuitos, el libro se lee con el mismo interés que se ve una telenovela: por pasar el rato. No enriquece ni empobrece el conjunto de la obra de Vargas Llosa, pero sí le crea excrecencias.

Desafortunadamente, si tengo que escoger una de dos, me quedo con la segunda. Con un diferencia:  jamás hablaría de “decadencia” o pediría que el autor se retire a escribir la segunda parte de sus memorias. Conociendo a Vargas Llosa, sé que podría vengarse en su próxima novela.

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