La literatura es fuego

Miércoles, 8 de agosto de 2012

Vargas Llosa y Gallegos

Siempre he pensado que uno de los picos de Vargas Llosa como escritor fue entre finales de los noventa y comienzos del nuevo siglo. Por esa época publicó La fiesta del Chivo y El paraíso en la otra esquina, y recuerdo la obsesión con que cada dos domingos leía sus artículos en El País.

Terminaba de leerlos sintiendo fuego en la manos y queriendo enseguida agarrar el lápiz, como un adolescente que al terminar la final del Mundial sale inmediatamente a jugar fútbol en el parque de su edificio.

¿Era tan buenos esos artículos o era yo más joven e impresionable? ¿Me equivoco cuando pienso que ya no son tan buenos como antes?

Hace poco compré en Alejandría en Las Mercedes su colección de artículos El lenguaje de la pasión y comprobé que, de hecho, muchos de esos artículos son pequeñas joyas. Fíjense, por ejemplo, en la “La inutilidad perniciosa,” donde Vargas Llosa denuncia la pasividad de la OEA frente a los abusos de Alberto Fujimori (algunas cosas nunca cambian). Al final del artículo Vargas Llosa construye un diálogo imaginario entre los funcionarios de la OEA y los fujimoristas. El recurso es ingenioso porque en primer lugar, esos diálogos, aunque inverosímiles en el sentido literal, revelan una gran verdad: que a través de esos “llamados de atención” dignos de Poncio Pilatos la OEA revela más un querer cumplir con los procedimientos formales y burocráticos que un deseo real de cambiar las cosas. Por otro lado, Vargas Llosa, escritor económico si los hay, aprovecha el diálogo para hacer un resumen cruento in crescendo de los abusos y tropelías de Fujimori, cuya intención es claramente revolver el estómago del lector y hacerlo reaccionar:

No es difícil imaginarse los diálogos que celebrarán los miembros de la Comisión de la OEA con las autoridades peruanas, a fin de verificar los “avances” de la democracia en el Perú. “¿No volverán ustedes a torturar a un periodista, como hicieron en vísperas de las elecciones con el reportero Fabián Salazar, a quien un comando del SIN, la Gestapo peruana, serruchó un brazo para que entregara los vídeos donde se veía al Presidente del Jurado Nacional de Elecciones y a la flor y nata de la institucionalidad recibiendo órdenes de Montesinos?” “Nunca más”. “¿No volverán ustedes a falsificar un millón de firmas para inscribir la candidatura de Fujimori para los comicios del año 2005, como hicieron en esta elección?”. “Semejante desperfecto involuntario, achacable al mero subdesarrollo, no se repetirá”. “¿Devolverán ustedes los canales de televisión y las estaciones de radio que les robaron a los señores Baruch Ivcher y Delgado Parker porque criticaban al régimen”. “El asunto está en manos del Poder Judicial, cuya independencia es para el régimen principio sacrosanto”. “¿Permitirán ustedes que los canales de señal abierta difundan, por lo menos de tiempo en tiempo, alguna información relativa a la oposición, y no exclusivamente las que convienen a la propaganda del régimen?”. “Respetamos demasiado la libertad de prensa para inmiscuirnos en la política de los canales, cuyo amor al régimen es tan grande que les impide amparar los infundios de sus enemigos. Pero, en señal de buena voluntad, les rogaremos que tengan en cuenta su solicitud”. “¿Se comprometen ustedes a no apoderarse también del diario El Comercio, al que vienen amenazando de distintas formas desde que dejó de apoyar al régimen y comenzó a dar espacio a la crítica?”. “Respetamos la discrepancia alturada. Eso sí, nada podríamos hacer si el Poder Judicial acoge favorablemente las múltiples demandas entabladas contra él, o la SUNAT (oficina de impuestos) envía a la quiebra al Canal N, de cable, (perteneciente a aquel diario), el único medio televisivo en el país que emite una información independiente, no dictada por Montesinos”. “Que los comandos del SIN que asesinaron a los estudiantes y al profesor de La Cantuta, que masacraron a los vecinos de los Barrios Altos confundiéndolos con senderistas, que descuartizaron a Mariella Barreto, que torturaron y violaron a Leonor La Rosa hasta convertirla en el guiñapo humano que es ahora, anden sueltos por las calles de Lima, causa muy mala impresión en el extranjero. Y, más todavía, que, cuando la justicia internacional echa mano a uno de esos criminales, como ocurrió con el torturador y violador Mayor Ricardo Anderson Kohatsu, el gobierno lo salve concediéndole estatuto diplomático. ¿No se podría hacer algo en esta materia?”. “Es difícil, teniendo en cuenta que aquellas personas ya se han beneficiado de una ley de amnistía, dada en aras de la fraternidad que debería reinar siempre entre peruanos. Pero, están bajo observación, y, al próximo asesinato, tortura, secuestro o violación que cometan, la justicia fujimorista caerá sobre ellos y será implacable. ¡Palabra de honor!”.

Todavía recuerdo, por allá en el año 2000, como esa última exclamación repicó en mi cabeza.

Bolaño y el estilo

Viernes, 8 de junio de 2012

Con largas interrupciones (para leer otras novelas, escribir otras cosas), llevo meses dedicado a Roberto Bolaño, sobre todo a sus cuentos. Y voy a ir soltando de vez en cuando algunas observaciones, calentando para un ensayo que me gustaría escribir.

La primera:

En sus intereses Bolaño era un literato puro. A diferencia de Vargas Llosa, Fuentes o García Márquez, no fue muy ambicioso como ensayista, articulista o periodista. No tenía segundas carreras. Su vida era la literatura. Su curiosidad rara vez se desviaba de los cuentos, las novelas, la poesía.

Por eso, y por su vocación de poeta, es curioso que el estilo de su prosa sea tan poco literario. Y con poco literario me refiero a su total falta de interés en impresionar con el lenguaje, sorprender con una metáfora o una frase fosforescente, jactarse de su vocabulario o innovar con las sonoridades y ritmos de sus oraciones. Frente a Bolaño el estilo de las agencias de noticia puede parecer barroco.

¿Es esto una virtud?

No. Ni tampoco un defecto. Simplemente una elección.

Pero me gustaría, de paso, hacer una reflexión sobre el estilo.

Yo admiro tremendamente a grandes estilistas como Saul Bellow o Flaubert.

Al mismo tiempo, siento que aspirar a ser un gran estilista es un deporte peligroso por tres razones: 1) A veces el deseo de impresionar es demasiado obvio y eso empobrece la prosa (pienso en Nabokov). 2) La inevitable tensión entre la ambiciones estilísticas y el estilo indirecto libre. 3) El estilista a veces tiende a sobrevalorar el estilo sobre lo demás (pienso en El otoño del patriarca).

Bellow jugaba como un mago este deporte peligroso, pocas veces descarrilándose.

Carlos Fuentes

Jueves, 17 de mayo de 2012

Nunca fui un admirador de Carlos Fuentes. Algunas páginas suyas me parecen magistrales. El pequeño escrito que le dedicó a su esposa Silvia en En esto creo, por ejemplo, lo he releído infinidad de veces. Admiraba su enorme curiosidad, algo que, en estos tiempos de creciente especialización, se ha vuelto muy raro. Pero, de los autores del boom, no estaba entre mis favoritos. (Y aclaro esto para no sentirme o sonar falso con este comentario).

Sin embargo, siempre fue una enorme presencia en las letras latinoamericanas y su muerte me entristeció y la sentí como una pérdida. Me recordó que el boom latinoamericano de literatura, de lejos la mejor generación de escritores en la historia de nuestra región, no es eterno (físicamente).

Los dejo con un retrato de Vasco:

El problema con los detalles de McEwan

Domingo, 6 de mayo de 2012

Boris Muñoz se la pasa persiguiendo y entrevistando escritores, como una especie de paparazzo ilustrado. Y, aunque no siempre coincido con sus opiniones, siempre leo y disfruto sus crónicas.

La última que escribió es sobre una conferencia de Ian McEwan, donde el talentoso novelista británico habla sobre la importancia de los detalles como herramienta para hacer verosimil la ficción (corté alguna partes):

McEwan comenzó citando al sabio Arquímedes de Siracusa…autor de la cuadratura de la parábola y quien estableció…los fundamentos de la hidráulica y los principios de la palanca. “Dadme un lugar donde apoyarme y moveré el mundo”.

A partir de la máxima de Arquímedes, McEwan discurrió sobre los apoyos y las palancas de las que se vale el escritor para construir sus mundos ficticios. Pero ese análisis lo hizo del modo menos previsible y quizás más encantador: describiendo los errores y faltas al realismo que él mismo ha cometido en sus novelas y reflexionando sobre lo que le han enseñado.

Por ejemplo, en un pasaje de la novela The Confort of Strangers, el protagonista se asoma al cielo de una noche de verano en una pequeña ciudad en el sur de Europa y contempla el cinturón de Orión…Años después de publicada…McEwan recibió la carta de una astrónoma que…lo reconvenía porque la situación descrita era astronómicamente imposible: la constelación no se puede divisar en el hemisferio norte en esa época del año…

McEwan piensa que la novela se caracteriza por un cruce constate de la imaginación a la realidad. En otra carta un lector lo increpa porque en un pasaje sobre la II Guerra Mundial de la novela Atonment pone a los soldados británicos a usar una expresión propia del inglés estadounidense y, además, coloca mal el nombre de un tipo particular de cañones usados en aquella época. La reflexión que le despiertan estos regaños es que el éxito o fracaso del realismo y la verosimilitud en una ficción depende en gran medida de la solidez de los detalles.

El problema es que, en su obsesión por los detalles como mecanismo para “apalancar” sus ficciones, McEwan a veces logra el efecto contrario al que busca. Este error es flagrante en su novela Saturday, cuyo protagonista, Henry Perowne, es un exitoso cirujano. Articularía yo la crítica, pero ya lo ha hecho perfectamente James Wood:

Reading McEwan, there are times when one feels that the extreme narrative order — his clean joins and hinges — have been purchased at too high a cost to credibility, and sometimes even to animation and free life. Perowne is convincingly rendered in all his literalism and bland scientific ardor; but McEwan overdoes the extent to which his entire life seems to be saturated by medical language and know-how. Pushkin famously complained that Byron’s conspirators even ordered a drink conspiratorially, and Proust wisely observed the “lack (or seeming lack) of participation by a person’s soul in the virtue of which he or she is the agent.” Proust goes on to say that whenever he has come across, in convents for instance, truly saintly people, they have always had the “cheerful, practical, brusque and unemotioned air of a busy surgeon.” McEwan’s doctor is too completely medical.

With Proustian complexity, Perowne should be more nun-like and less surgical. He watches a drug addict scratching herself and sees “amphetamine-driven formication…. Or an exogenous opioid-induced histamine reaction, common among new users.” He sees that Baxter’s convulsive temper is typical of his disease, and “suggestive of reduced levels of GABA among the appropriate binding sites on striatal neurons.” Perowne’s tendency to supply medical terminology whenever possible violates the delicacy — finely achieved elsewhere in the book — of McEwan’s free indirect style, for if Perowne were thinking to himself, why would he need to remind himself so often of what he already knows anyway?

Siendo McEwan un novelista tan talentoso, este error -un típico caso de no ver el bosque por estar enfocado en las hojas de los árboles- es lamentable. Uno puede imaginarse al diligente y estudioso McEwan sumido durante semanas en libros médicos recolectando información para apalancar sus ficciones. Pero en este proceso olvidó la observación de Proust sobre los conventos, sacrificando la verosimilitud que precisamente buscaba reforzar con la solidez de sus detalles.

El problemas de McEwan no es su admiración por Arquímedes de Siracusa, porque los detalles claro que sirven para apalancar las ficciones. Su problema es que -parafraseando y modificando a Pushkin- olvidó que los cirujanos no piden cervezas en los bares con lenguaje médico.

En defensa de la idiotez juvenil

Sábado, 5 de mayo de 2012

Más que el video mismo de Caracas Ciudad de Despedidas, lo que más me ha impresionado son las reacciones, algunas necias y desmesuradas. Si me hubiesen mostrado el corto, y luego me hubiesen dicho que iba a estremecer hasta el tuétano la twitósfera venezolana y espoleado un debate sobre “la desconexión de la elite” o “la falta de compromiso cívico de nuestra juventud,” jamás me lo hubiese creído.

¿Que el video está mal producido? Sí lo está. ¿Que es una perfecta muestra de kitsch juvenil de clase media alta? Sí lo es.

¿Que los jóvenes, mediante sus gestos, cortes de pelo y comentarios frívolos, parecen a veces competir para ver quién suena, se ve o es más idiota? Indudablemente.

Pero, por favor, los protagonistas rondan los 20 años y yo creo haber visto en en los tres países que he vivido manifestaciones más alarmantes de estupidez juvenil ya sea en persona, en el cine o en la televisión. Sin ir muy lejos, yo no sé cuántas veces he escuchado una conversación de un grupo de teenagers o universitarias en algún café en Bethesda (donde ahora vivo), o visto uno de esos infames reality shows norteamericanos, y luego irrumpido en mi habitación horrorizado anunciándole a mi esposa que “mañana mismo nos mudamos a Venezuela porque allá uno no ve eso” o “mi bebé no va a crecer en un ambiente tan pavorosamente superficial.”

Más aún: estoy seguro que si critico ese video, mañana voy a recibir un mensaje de mi papá preguntándome si acaso no me acuerdo que yo a esa edad, cuando también existían las crisis políticas, la indigencia y la pobreza, utilizaba botas con puntas de metal, anillos de calavera y escuchaba música cuya letra ha podido fácilmente escribir un orangután.

Como decía el gran Bertrand Russell, que se tomaba estas cosas con más humor y sabiduría, youth is wasted on the young.

A esa edad todos tenemos el derecho a ser idiotas.