Inventando al Chivo

Jueves, 27 de agosto de 2009

mario_vargas_llosaLa primera mitad de La Fiesta del Chivo, la novela de Mario Vargas Llosa sobre la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, tiene tres líneas narrativas. Una de estas líneas sigue a Trujillo el día que lo matan, desde que se despierta en la madrugada hasta que en la noche un grupo de conspiradores lo asesina.

En la mañana Trujillo se reúne con varios de sus asesores y ministros. El capítulo VIII gira alrededor de una reunión con Henry Chirinos, hombre de confianza de Trujillo que controla los ministerios de Agricultura, Comercio y Finanzas:

El pelo que le faltaba en la cabeza le sobresalía de las orejas, cuyas matas de vellos negrísimos irrumpían, agresivas, como grotesca compensación a la calvicie del Constitucionalista Beodo. ¿También él le había puesto ese apodo, antes de rebautizarlo, en su fuero íntimo, la Inmundicia Viviente? El Benefactor no lo recordaba. Probablemente, sí. Era bueno poniendo apodos, desde su juventud. Muchos de esos sobrenombres feroces que estampillaba sobre la gente se hacían carne de sus víctimas y llegaban a reemplazar sus nombres. Así había ocurrido con el senador Henry Chirinos, a quien nadie en la República Dominicana, fuera de los periódicos, conocía ya por su nombre, sólo por su devastador apelativo: el Constitucionalista Beodo. Tenía la costumbre de acariciar las sebosas cerdas que anidaban en sus orejas y, aunque el Generalísimo, con su manía obsesiva por la limpieza, se le había prohibido delante de él, ahora lo estaba haciendo, y, para colmo, alternaba esta asquerosidad con otra: atusarse los pelos de la nariz. Estaba nervioso, muy nervioso. Él sabía por qué: le traía un informe negativo sobre el estado de los negocios. Pero el culpable de que las cosas fueran mal no era Chirinos sino las sanciones impuestas por la OEA, que estaban asfixiando al país.

–Si te sigues escarbando la nariz y las orejas, llamo a los ayudantes y te tranco –dijo, malhumorado–. Te he prohibido esas porquerías aquí. ¿Estás borracho?

El Constitucionalista Beodo dio un bote en su asiento, frente al escritorio del Benefactor. Apartó sus manos de la cara.

–No he bebido ni una gota de alcohol –se excusó, confundido–. Usted sabe que no soy bebedor diurno, Jefe. Sólo crepuscular y nocturno.

Lo ingenioso de este extracto es cómo Vargas Llosa ilumina la personalidad de Trujillo a través de la dinámica entre lo que piensa y lo que dice. Esta técnica no es accidental. Unos capítulos antes, mientras conversa con Johnny Abbes (su jefe de seguridad), Trujillo se pregunta mentalmente si serán ciertos los rumores de que Abbes es homosexual para luego revelar sus pensamientos con el mismo desparpajo y la misma falta de consideración (“¿y es verdad eso de que usted es maricón?”).

El extracto de Chirinos también revela la inteligencia estrátegica de Vargas Llosa. El Constitucionalista Beodo le permite al autor seguir enfatizando otro aspecto importante de la personalidad de Trujillo: su manía por el orden y la limpieza. También le permite aligerar con un chispazo de humor la densidad del tema principal de la novela (los horrores de la dictadura de Trujillo).

Y, no menos importante, Chirinos es un instrumento que le permite a Vargas Llosa explayarse sobre el tema del difícil panorama económico del país y los negocios corruptos del dictador y su familia.

Esto es utilizar el espacio de la página con inteligencia y economía.

Más sobre este tema:

La muerte en Venecia

Martes, 30 de junio de 2009

Una metáfora de Platón compara el intelecto con el conductor de una carroza llevada por varios caballos, uno de lo cuales es una bestia salvaje. Este caballo representa los instintos, apetitos, pasiones y deseos humanos, y la labor del conductor es embridar a la bestia para que no descarrile la carroza. Si la bestia no es controlada, el conductor corre el riesgo de ser arrastrado a un precipicio.

La idea de la civilización tiene que ver con esta metáfora. La civilización no se alcanza sin que los instintos y deseos individuales sean embridados y hasta cierto punto sometidos por el intelecto. Mientras más se deje dominar el intelecto por los instintos animales, más difícil será lograr la convivencia entre los miembros de un colectivo y mayores serán las posibilidades de violencia, conflicto y autodestrucción. La civilización depende de la capacidad del conductor de mantener la bestia salvaje bajo su control.

Pero civilización no es nunca una victoria absoluta de la razón sobre los deseos, sino el alcance de un equilibrio en el que aquélla prevalece sobre éstos. El ser humano no puede vivir sin rendirse ocasionalmente ante sus deseos, porque estos son una parte integral de él; una profundad necesidad del ser. Tan importante como controlarlos es abrirle espacios de acción dentro de un marco delimitado donde, al final del día, impere el orden y la razón. Esta tensión interna que define la condición humana y el efecto destructivo que puede acarrear el sometimiento de la razón a los deseos, es el tema central de la obra maestra de Thomas Mann, La muerte en Venecia.

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Borges y el violento pavo real

Miércoles, 20 de mayo de 2009

craft_of_verse_lgDe tanto en tanto me cruzo con una canción vulgar o melodramática que me eriza la piel como un buen verso. A pesar de que reconozco los clichés o advierto la grotesca cursilería de la canción, ésta logra tocarme algunas fibras íntimas que me hacen querer escucharla una y otra vez. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cómo explicar esta contradicción? La respuesta a esta pregunta me la dio ya hace un tiempo Jorge Luis Borges en This Craft of Verse, un librito que reúne las conferencias Norton que dio en Harvard a finales de los sesenta. Poniendo como ejemplo una metáfora de Lugones, Borges explica cuán delicada y misteriosa puede ser nuestra percepción del arte y la belleza.

Siendo estas las reputadas conferencias Norton de Harvard, lo primero que me llamó la atención de este librito es el tono casual, casi improvisado, con que Borges se dirige a su audiencia. Da la impresión de que Borges no pasó mucho tiempo escribiendo y editando estas conferencias. En algunos escritores esta falta de preparación puede ser catastrófica, pero no en el autor de El Aleph. En estas conferencias Borges combina su exótica erudición y su refinada sensibilidad con un genio pedagógico para comunicar e ilustrar sus ideas. Como el buen profesor (y el buen crítico), ilumina en los textos que cita significados, texturas y matices no vistos por miradas menos entrenadas que la suya. Borges es capaz de hacer percibir a su público el tenue hálito de ternura que emana un verso o el pulso ligeramente fúnebre de una estrofa. En la segunda conferencia, por ejemplo, nos ayuda a apreciar mejor el famoso verso She walks in beauty, like the night de Lord Byron, señalándonos que para apreciar de lleno esta línea no sólo debemos comparar a la mujer con la noche, sino también pensar en la noche como una mujer.

En estas conferencias hay varias ideas (y autores) que resurgen con frecuencia. Uno recuerda la observación de George Steiner de que, pese a su amplia erudición, Borges siempre cita y habla de los mismos autores e ideas. Una de estas ideas es la de cómo los significados no son inamovibles; cómo una palabra, un verso o un poema pueden cambiar con el tiempo o variar de acorde al lector. Un adjetivo, por ejemplo, puede caer en desuso o mutar de significado con los años, añadiéndole al verso un matiz exótico que el poeta originalmente no calculó. De igual forma, hay versos de Dante o de Shakespeare que, leídos hoy, después del impacto del psicoanálisis y de la revolución visual del cine, adquieren nuevas e interesantes resonancias.

Y si los significados pueden cambiar con el tiempo o variar con cada lector, también se pueden transformar con las traducciones. Borges nos enseña cómo una traducción puede casi liberarse del texto original, alcanzando un nivel de soberanía que le permite proyectar su propia belleza; es decir, una belleza que nace no en la creación del texto original, sino en el proceso de traducción. Un ejemplo es la frase “the song of songs” (la canción de canciones) de la traducción literal inglesa de la Biblia. Borges nos informa que los hebreos, como no tenían superlativos, no podían decir “la mejor canción,” razón por lo cual expresaban lo mismo diciendo la canción de canciones o la noche de noches o el rey de reyes. Un traductor moderno probablemente hubiese traducido la frase como “la mejor canción,” pues “canción de canciones” en inglés tiene una entonación lírica que no tiene el original. Pero Borges señala que, independientemente de nuestra opinión sobre las traducciones literales, “the song of songs” es una manera bonita de decir en inglés “la mejor canción.” Y es bonita en parte porque la frase no es común en inglés. Las traducciones, pues, pueden ser vistas también como actos conscientes o inconscientes de creación.

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Retrato del joven artista

Lunes, 2 de febrero de 2009

Youth1Por más rigurosa que sea, una biografía siempre coquetea con la ficción. Así el biógrafo haya hecho una investigación exhaustiva y verificado rigurosamente cada dato, siempre habrá cierto grado de arbitrariedad en la organización de la información recopilada y el equilibrio que se logra a partir del peso que se le asigna a cada información. Por eso algunos dicen que la novela es la más alta forma de biografía; porque el novelista cuenta con mejores herramientas que el biógrafo para seleccionar, organizar, sintetizar y calibrar información para capturar la textura de una vida.

Un caso que arroja luz sobre este punto es Juventud (Vintage, 2002), la segunda parte de las memorias noveladas de J.M. Coetzee. Con este libro el autor pareciera querer demostrar que sólo a través de la novela puede pintarnos un retrato de su juventud. ¿Lo logra? Quizá en el futuro sus biógrafos señalen muchas cosas de la novela que no corresponden a su vida y descubran una miríada de datos que el autor no incluye en su libro. Pero dudo que nos ayuden a ver y comprender mejor la vida y consciencia del joven Coetzee.

El protagonista de Juventud es un estudiante de matemáticas sudafricano de aproximadamente veinte años de edad que lleva tiempo planificando un escape de su país. Su sueño es ser poeta, pero piensa que Sudáfrica es incompatible con este sueño. Necesita irse a una gran ciudad como Londres, Viena o París, donde haya una tradición artística, y el amor y la inspiración estén siempre a la vuelta de la esquina. Después de graduarse se muda a Londres con la esperanza de encontrar esa vida intensa que busca. Pero en Londres, en vez de encontrar romance y poesía, John sucumbe a una vida monótona y triste trabajando como programador de IBM. Ese trabajo pronto lo vacía de energías para escribir y su vida se convierte en una gris sucesión de jornadas laborales, affaires sin amor y fines de semana solitarios visitando librerías y salas de cine. Contrario a sus expectativas, Londres refuerza la inclinación natural de su personalidad hacia la miseria.

Coetzee explora acuciosamente la conciencia del joven artista, pero la novela es mucho más que un estudio de la personalidad John. También es una exploración de la juventud, de algunos de los motivos que la caracterizan como el choque inevitable entre expectativas y realidad; la torpe y tragicómica búsqueda de amor; la visión del amor como panacea; y la imitación y sacralización de ídolos. John es un personaje memorable porque es muy particular y a la vez universal; porque, por más diferentes que seamos de él, por más que nos irriten sus actitudes, nos reconocemos en muchas de sus experiencias, problemas e ilusiones.

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La ficción según James Wood

Lunes, 19 de marzo de 2009

27404146En el prólogo de Los mecanismos de la ficción (Farrar, Straus & Giroux, 2008) James Wood anuncia que su libro busca responder algunas de las preguntas esenciales sobre el arte de la ficción. ¿Qué tan real es el realismo? ¿Cómo definir una buena metáfora? ¿Qué es un personaje? ¿Cómo reconocemos un uso brillante del detalle en la ficción? ¿Qué es el punto de vista y cómo funciona? ¿Por qué la ficción nos conmueve? Wood dice que su intención es dar respuestas prácticas a estas preguntas; es decir, hacer preguntas de crítico y ofrecer respuestas de escritor. Su tono es humilde y autodespectivo, pero se trata meramente de buenos modales. El libro entraña una clara ambición de competir con los clásicos sobre el tema.

Wood es un magnífico crítico literario, al que siempre leo con placer, incluso cuando no he leído los libros que reseña. Sus fuertes ya han sido notados por muchos: su elocuencia y manejo del lenguaje (Wood con frecuencia es mejor escritor que los objetos de sus críticas), su inmensa capacidad analítica, su aguda sensibilidad y sus amplias y cuidadosas lecturas. Pero un fuerte menos señalado es como en sus ensayos reina el sentido común. Wood rara vez cae en malabarismos intelectuales o rara vez le achata las esquinas a los textos que reseña para que encajen con ideas preconcebidas.

Los mecanismos de la ficción consiste en diez capítulos, en los que Wood trata los temas planteados en las preguntas del prólogo (punto de vista, caracterización, uso del detalle, diálogo, etc). Cada capítulo está dividido en pequeñas secciones, cuyo largo puede ser un párrafo o varias páginas. Esta división es útil, porque le permite hacer largas digresiones e incluir ejemplos para ilustrar detalladamente sus argumentos. Wood establece esta dinámica desde el primer capítulo, cuando da un ejemplo del uso del estilo indirecto libre en Lo que Maisie sabía, de Henry James. Wood nos muestra cómo dentro de una sección o párrafo, e incluso dentro de una oración, el narrador se puede acercar y alejar de la mente de sus personajes; cómo con una palabra –un simple adjetivo, un adverbio– la voz del narrador se disuelve en la del personaje para luego, casi enseguida, volver a independizarse, mostrándonos de esa manera diferentes perspectivas, puntos de vistas y niveles de realidad.

Durante el resto del libro, Wood utiliza muchos ejemplos de su panteón personal –que incluye a James, Chéjov, Tolstoi, Austen, Bellow y sobretodo Flaubert– para ir poco a poco develando su filosofía de la novela. Los ejemplos muchas veces son positivos: textos que Wood cita con aprobación. Pero también, con frecuencia, Wood fortalece o esclarece una idea con críticas. Estas críticas a veces son pequeñas e incisivas, como cuando critica un mal uso del estilo indirecto libre en Terrorista de John Updike. Y a veces son ambiciosas y provocadoras, como cuando ataca la falsa división de tipos de personajes que hace E.M. Forster en Aspectos de la novela.

Esta sección sobre personajes ficticios y caracterización es una de las más interesantes del libro. Allí Wood nos dice que hay personajes unidimensionales, de los que no sabemos mucho ni tenemos mucha información (flat es el término despectivo que usa Forster), que pueden dejar en el lector una impresión tan viva como la que dejan personajes más “completos” y “redondeados” como Emma Bovary, Raskolnikov o Anna Karenina. Es decir, el personaje “con cuerpo” de las grandes novelas del siglo XIX no es necesariamente el personaje modelo. Más que la solidez del personaje (una solidez que nunca va a ser completa), lo importante para Wood es la sutileza del análisis. Y esta sutileza de análisis se puede lograr con unas cuantas pinceladas, lo que explica que algunos personajes de cuentos cortos, o con apariciones breves, dejen una impresión más viva en la mente del lector que los protagonistas de algunas novelas.

Como ejemplo, Wood menciona al soldado protagonista de El beso de Chéjov, que para él es un personaje más memorable que Becky Sharp de la novela La feria de las vanidades. ¿Por qué? Por la agudeza de la exploración de Chéjov de la conciencia de su soldado, mucho más interesante que lo que Thackeray nos ofrece a través de Becky. El tema de la caracterización es polifacético, con muchas aristas que Wood no se atreve a tocar. También es un tema escurridizo, en el que apenas uno hace una afirmación surgen una docena de excepciones a esa afirmación. Pero Wood contribuye a esclarecer este debate, no sólo aportando ideas, sino también demoliendo algunas de las terribles simplificaciones que se siguen haciendo sobre este tema.

Otra sección interesante del libro es la crítica de Wood a Roland Barthes, que es a la vez una apasionada defensa al realismo. Wood primero nos explica el argumento de Barthes de que el realismo en la novela no es realista, en el sentido de que su punto de referencia no es la realidad. Para Barthes el realismo es meramente un sistema de códigos y señales convencionales. ¿Qué quiere decir esto? Wood escribe una parodia de Graham Green para ilustrar el punto de Barthes. En esta parodia están presentes una serie de denominadores comunes de muchas novelas realistas –por ejemplo, el uso del estilo indirecto libre, del detalle revelador, de la buena metáfora o símil, de las comillas en los diálogos, las controladas omisiones, las generalizaciones hechas por el narrador, etc. Todo esto, diría Barthes, es lo que conforma ese invisible y ubicuo sistema de códigos que muchos llaman “realismo,” pero que no tiene nada que ver con la realidad.

Wood hace una crítica demoledora a este argumento, señalando que Barthes confunde la supuesta inhabilidad del lenguaje de referirse a la realidad con el uso abusivo de convenciones. El hecho de que el artificio y la convención sean parte de un estilo literario no significa que el realismo, ni cualquier otro estilo, son tan artificiales y convencionales que son incapaces de referirse a la realidad. La narrativa, pues, puede ser convencional sin ser una técnica puramente arbitraria. La ficción es a la vez artificio y verosimilitud, dos cosas que pueden coexistir.

Wood, sin embargo, no es siempre tan lúcido. En ocasiones se acerca tanto al texto, se adentra tanto en su explicación, que pierde la perspectiva y ve significados que a uno le cuesta ver. Por ejemplo, en una sección Wood cita un párrafo de Stephen Crane en el que el narrador describe detalladamente un cadáver, incluyendo las hormiguitas que corren por su rostro. Wood destaca (correctamente) el antisentimentalismo de la prosa, pero luego, en una sentimental reflexión final, nos señala el uso simultáneo de diferentes métricas: el cadáver, muerto para siempre, y las hormigas corriendo por su rostro, “indiferentes a la mortalidad humana.” Cuesta creer que a Wood le hayan llamado la atención las diferentes métricas de ese párrafo antes de ponerse a escribir. Más bien pareciera ser que a Wood se le ocurrió esa idea en el calor de la redacción, sobretodo considerando que unas páginas antes, con ejemplos mucho más claros, estaba discutiendo el uso de diferentes métricas de Flaubert (una reflexión ya de por sí un poco redundante). Más que interpretar el texto Wood pareciera estar atando cabos de esa sección de su libro.

Otras debilidades del libro están relacionadas no a lo que dice, sino a lo que no dice. Por ejemplo, Wood demuestra poco interés por la forma. Puesto en metáfora, Wood hace observaciones sobre las diferentes secciones y habitaciones de la casa, sobre las personas que la habitan, describe acuciosamente los ornamentos y muebles, pero no habla de su arquitectura. Wood tampoco nos dice mucho sobre el manejo del tiempo. Claro está que no tiene por qué discutir todo en doscientas páginas, pero el manejo del tiempo merece al menos una pequeña sección en un libro cuyo título es Los mecanismos de la ficción. (Este desinterés por la forma y el tiempo, creo, explica el evidente desinterés del autor por Faulkner).

Otra debilidad de Wood –y esta es una crítica más personal– es su ignorancia del canon latinoamericano. No es que autores como Borges, Carpentier, Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar u Onetti no figuren en su panteón personal. Es que estos autores parecieran no existir en su mundo. Y lo peor es que Wood a veces dedica páginas laudatorias a autores contemporáneos claramente menores cuando se les compara con un Vargas Llosa o un García Márquez.

Sin embargo, a un crítico no se le puede pedir que lea y comente todo con igual atención. Si algo le falta a Wood, no es ambición o cultura. Pocos críticos o novelistas son capaces de plantearse estas preguntas esenciales sobre el arte de la ficción y luego escribir doscientas páginas respondiéndolas tan bien. Siempre hay que esperar años para tener una idea del potencial que tiene un libro para convertirse en un clásico, pero presiento que Los mecanismos de la ficción va a ser leído y estudiado durante mucho tiempo, como los libros de Forster, Kundera y Barthes que Wood enriquece y critica.