Retrato del joven artista

Lunes, 2 de febrero de 2009

Youth1Por más rigurosa que sea, una biografía siempre coquetea con la ficción. Así el biógrafo haya hecho una investigación exhaustiva y verificado rigurosamente cada dato, siempre habrá cierto grado de arbitrariedad en la organización de la información recopilada y el equilibrio que se logra a partir del peso que se le asigna a cada información. Por eso algunos dicen que la novela es la más alta forma de biografía; porque el novelista cuenta con mejores herramientas que el biógrafo para seleccionar, organizar, sintetizar y calibrar información para capturar la textura de una vida.

Un caso que arroja luz sobre este punto es Juventud (Vintage, 2002), la segunda parte de las memorias noveladas de J.M. Coetzee. Con este libro el autor pareciera querer demostrar que sólo a través de la novela puede pintarnos un retrato de su juventud. ¿Lo logra? Quizá en el futuro sus biógrafos señalen muchas cosas de la novela que no corresponden a su vida y descubran una miríada de datos que el autor no incluye en su libro. Pero dudo que nos ayuden a ver y comprender mejor la vida y consciencia del joven Coetzee.

El protagonista de Juventud es un estudiante de matemáticas sudafricano de aproximadamente veinte años de edad que lleva tiempo planificando un escape de su país. Su sueño es ser poeta, pero piensa que Sudáfrica es incompatible con este sueño. Necesita irse a una gran ciudad como Londres, Viena o París, donde haya una tradición artística, y el amor y la inspiración estén siempre a la vuelta de la esquina. Después de graduarse se muda a Londres con la esperanza de encontrar esa vida intensa que busca. Pero en Londres, en vez de encontrar romance y poesía, John sucumbe a una vida monótona y triste trabajando como programador de IBM. Ese trabajo pronto lo vacía de energías para escribir y su vida se convierte en una gris sucesión de jornadas laborales, affaires sin amor y fines de semana solitarios visitando librerías y salas de cine. Contrario a sus expectativas, Londres refuerza la inclinación natural de su personalidad hacia la miseria.

Coetzee explora acuciosamente la conciencia del joven artista, pero la novela es mucho más que un estudio de la personalidad John. También es una exploración de la juventud, de algunos de los motivos que la caracterizan como el choque inevitable entre expectativas y realidad; la torpe y tragicómica búsqueda de amor; la visión del amor como panacea; y la imitación y sacralización de ídolos. John es un personaje memorable porque es muy particular y a la vez universal; porque, por más diferentes que seamos de él, por más que nos irriten sus actitudes, nos reconocemos en muchas de sus experiencias, problemas e ilusiones.

Uno de los fuertes del libro es su composición, muy apropiada para describir la vida de John. Las escenas nunca son muy largas; el pulso de la prosa es estable, monótono, como el de las vidas rutinarias; y la trama es casi inexistente. Episodios y monólogos interiores del protagonista podrían ser movidos de capítulos sin mayor efecto. Sutilmente Coetzee nos demuestra que la trama en la ficción muchas veces simplifica los verdaderos ritmos de la vida; que buena parte de nuestras actividades diarias, nuestros encuentros, nuestras aventuras amorosas, no son hitos que determinan nuevos rumbos, sino eventos aislados que pueden ser movidos en el tiempo sin causar mayores consecuencias.

Una estructura como ésta presenta un enorme desafío al autor. Es difícil escribir una novela donde la trama no sirve para organizar y cohesionar la historia. ¿Cómo resuelve Coetzee este problema? ¿Cómo se las ingenia para darle a su obra su indudable unidad y solidez? A través de la personalidad del protagonista. Las características y preocupaciones que definen a John –su vocación artística, la búsqueda de amor, la espera pasiva de su destino– son las columnas que sostienen la novela.

Esta centralidad del arte y el amor en la vida de John le da al libro una calidez que no tienen las otras novelas del autor. Coetzee nos muestra hábilmente cómo John sufre con estoicismo, racionalizando su estilo de vida con argumentos juveniles. John ve su difícil situación como una suerte de purgatorio al que todo artista debe someterse. Después de todo, ¿no ha sido ésta la suerte de muchos de sus héroes? ¿No han trabajado en la oscuridad durante mucho tiempo antes de alcanzar la gloria? ¿No fue T.S. Elliot un oscuro y anónimo banquero? ¿Y qué del trabajo tedioso y burocrático de Kafka?

Coetzee también nos muestra como John ve el amor como la píldora mágica que va a acabar con todos sus problemas. John no cree en Dios, pero cree en el amor y los poderes del amor. Con una bella amante a su lado, John está seguro de que va a ser transformado. El amor lo llevará a experimentar niveles de éxtasis y felicidad que hasta ahora no ha sentido; y destapará las arterias por donde fluyen los jugos creativos; esos jugos sin los que es difícil crear grandes obras. En estos instantes, en los que el narrador despliega convincentemente la fe religiosa en el amor del joven John, uno percibe al mismo tiempo la mirada irónica y algo nostálgica del viejo John.

Todo esto está narrado con una prosa limpia y afilada como un cuchillo. Las oraciones de Coetzee parecen analizadas con un microscopio antes de ser aprobadas. Cada palabra está en su lugar preciso, cumpliendo una función precisa, como colocada allí por una máquina. Rara vez sobra un adjetivo o un adverbio; rara vez se sacrifica el significado por la musicalidad o el ritmo. Coetzee privilegia la claridad y transparencia sobre la emotividad y la fuerza.

Sin embargo, pese a esta admirable limpieza de la prosa, el narrador tiene un hábito que a veces se vuelve engorroso. En la novela Coetzee utiliza esa vieja y efectiva herramienta narrativa que consiste en hacer preguntas para disolver al narrador en la voz interna del personaje. Estas preguntas del protagonista son importantes, esenciales para alcanzar ese delicado equilibrio entre el mundo interior y el exterior; pero son también un defecto. Porque lo que al principio uno percibe como una técnica invisible, termina convirtiéndose en un tic estilístico al que el narrador recurre de una manera automática, a veces sin justificación. En muchas ocasiones las preguntas no parecen surgir de una inquietud interna del personaje, sino para aplacar el hábito crecientemente obsesivo del narrador de hacer preguntas.

Pero esta falla es un rasguño que no debe cegarnos a las virtudes de esta novela. Juventud opera dentro de un marco limitado, en el que hay espacio para poco más que la consciencia del protagonista. La historia con mayúscula –Sharpeville, Vietnam, la crisis de los misiles en Cuba– hace sólo algunas tímidas apariciones. Sin embargo, dentro de este pequeño marco, Coetzee pinta un autorretrato maestro.

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