Domingo, 7 de diciembre de 2008
A finales de agosto la periodista Tania Díaz, conductora del programa Dando y Dando del canal estatal Venezolana de Televisión (VTV), dio un pase a un acto del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En la pantalla apareció Jesse Chacón, candidato oficialista a la alcaldía de Sucre, sosteniendo un micrófono de VTV sin ningún periodista del canal a la vista. Chacón habló un rato y luego le pasó el micrófono a Aristóbulo Istúriz, otro candidato chavista que entonces, junto a Díaz, era moderador de Dando y Dando. Durante los comentarios de Chacón e Istúriz las personas presentes en el acto estaban pendientes de lo que decían los candidatos, y poco después de las declaraciones, el acto finalizó. Todo parecía indicar que el acto se había hecho sólo para ser transmitido por VTV. Fuera de la transmisión, el acto no existía.
El episodio es una pequeña muestra de cómo en Venezuela se han borrado los límites entre partido, gobierno y Estado. VTV funciona no como lo establece la ley, es decir, un canal de interés “público”, sino como un brazo mediático del PSUV. La metáfora no es exagerada. Durante la campaña electoral, la programación regular de VTV era frecuentemente interrumpida para transmitir los actos del Presidente con los candidatos del PSUV, lo cual jamás ocurrió con los actos electorales de la oposición. En los noticieros, las campañas de los chavistas figuraban mucho más que las de los opositores, y cuando se mencionaba a los opositores, por lo general era para atacarlos. En algunos casos los ataques alcanzaron extremos delictuosos. En el programa Los papeles de Mandinga el moderador transmitió ilegalmente varias grabaciones hechas –también de manera ilegal– a líderes de la oposición por los organismos de inteligencia del Estado. Algunas de estas grabaciones habían sido obviamente manipuladas.
Con El paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2005), la novela de Mario Vargas Llosa sobre las vidas de Paul Gauguin y Flora Tristán, me pasó algo que no me había pasado con ninguna otra novela. La parte de Flora Tristán la leí una vez y desde entonces no la he vuelto a leer. La otra mitad de la novela, la parte del pintor Paul Gauguin –Vargas Llosa alterna capítulos entre estas dos historias que casi no se tocan–, la he leído a lo sumo media docena de veces, siempre con la misma admiración. Los capítulos de Gauguin están entre mis páginas favoritas de la obra de Vargas Llosa, mientras que los de Flora Tristán están entre mis páginas menos favoritas.
Viendo el documental El ojo apasionado (Arthouse Films, 2003), del director Heinz Bütler, uno se da cuenta del inmenso amor que sentía por la pintura Henri Cartier-Bresson. Uno ve a un Cartier-Bresson ya viejito dedicando sus días exclusivamente a pintar y dibujar. Uno lo ve visitando el Louvre para ver sus obras favoritas. Uno lo ve hablando de la fotografía casi como una subcategoría de la pintura (“para mí la fotografía siempre fue una manera de pintar”). Y uno lo ve hablando con más ánimo y con mayor frecuencia de pintores que de fotógrafos.