El Granjero

Jueves, 2 de diciembre de 2010

Se estacionó en El Granjero, que seguía siendo una de sus areperas favoritas de Caracas. Hacía poco alguien –¿Cristóbal?– le había contado una historia de un crimen horrible. Al mejor amigo de Marcos Castillo, un amigo suyo que vivía en Nueva York desde 2006 (tomó la decisión de mudarse cuando Chávez ganó la reelección), lo habían asesinado en una arepera de La Trinidad, un sábado en la madrugada. Lo más espeluznante de la historia era el motivo del crimen. El amigo de Castillo le había reclamado a un joven que respetara su turno en la cola para pagar. Al joven no le gustó el tono del reclamo y le pegó dos tiros en el pecho, obviamente borracho o drogado (o las dos). Este asesinato lo había impactado y desde su llegada había tratado de averiguar más detalles sobre el caso. Lo sorprendía que, aunque no había dado con nadie que supiese detalles, a ninguna persona la había sorprendido la historia. Nadie había dudado su veracidad, ni manifestado la más mínima sorpresa. “Las areperas se han puesto peligrosísimas,” le decían. “Sobre todo tarde en la noche, cuando la gente sale de las discotecas.”

Afortunadamente, ahora no era tarde. Más bien era temprano: las ocho en punto. Estaba seguro, además, que en las areperas estaba tan expuesto al crimen como en cualquier otro lugar. Ya había escuchado historias de secuestros y asaltos en restaurantes de lujo, en gasolineras, en panaderías, farmacias, carritos de perro calientes, a cualquier hora, cualquier día de la semana. Si trataba de evitar los lugares donde habían ocurrido cosas, no podría salir. Tenía que aceptar que Caracas se había convertido en una selva. Salir en la noche era como jugar a la ruleta rusa.

Se sentó al fondo, en el patio, donde siempre estaba más fresco. Un mesonero, un señor ya mayor, se acercó para preguntarle qué quería comer. Pidió una arepa de pernil, un jugo de patilla y un vaso de agua. El mesonero regresó enseguida con cubiertos, mantequilla y una servilleta.

Sonó el celular. Era su esposa, llamando desde Miami. Estuvo a punto de atenderla, pero no lo hizo. Siempre llamaba en los peores momentos, cuando estaba en una reunión o a punto de comer. Además, esas llamadas se habían vuelto cada vez más inútiles porque no tenían nada de qué hablar. O, mejor dicho, a ninguno le interesaba lo que decía el otro. A ella no le interesaba la política, ni mucho menos la situación política de su país (aunque era venezolana, decía que podía fácilmente no pisar más nunca el país). Y a él no le interesaban sus frívolas rutinas, el gimnasio, el yoga, el tenis, el automercado, la peluquería. “No le había hecho nada bien dejar de trabajar tan joven,” pensó. Ella decía ser más feliz, pero él pensaba que nadie podía ser feliz llevando tan joven esa vida tan vacía. ¿Debía divorciarse de ella, como le aconsejaba Cristobal? El tema del divorcio lo abrumaba, al punto que había desarrollado un talento para espantarlo apenas surgía en su mente. Por un lado, ya no veía sentido en seguir con ella. Por el otro, no quería lidiar con el drama y las complicaciones legales que resultarían de un divorcio. Ahora, que iniciaba este gran proyecto sobre su país, era mejor preservar su tranquilidad. Por un tiempo, al menos.

Pensar en su esposa lo hizo, repentinamente, sentir un profundo cansancio en el cuerpo. Había tenido un día largo y agitado. Ese día no había caminado mucho. El cansancio se debía al caos del metro. En los dos viajes que hizo le había costado montarse en el vagón, porque las estaciones estaban abarrotadas. Dentro del vagón había sentido claustrofobia. El tren estaba tan lleno que costaba mover los brazos y los pasajeros, con razón, se quejaban de la falta de oxígeno. Había tenido que soportar esas condiciones –tufo, sudor, empujones, insultos– durante un trayecto de siete estaciones. Y él, al menos, podía darse el lujo de bajarse en Chacaíto, caminar estacionamiento del Lido, montarse en su Audi alquilado, encender el aire acondicionado y luego refugiarse en su cómoda habitación del hotel Tamanaco, donde podía descargar tensiones en una bañera con agua hirviendo. La mayoría de los venezolanos no tenía tanta suerte. Después del metro se montaban en un carrito por puesto –que un amigo suyo llamaba “cápsulas andantes de contaminación”– para luego montarse en unos de esos incómodos jeeps que subían los cerros donde estaban las populosas barriadas marginales de la capital. Ya en el hogar –si a esos ranchos donde vivían los pobres se les podía llamar “hogar”– no podían relajarse viendo televisión o metiéndose en la bañera. Al contrario: cada vez que estallaba una balacera debían acostarse en el piso o meterse debajo de la cama para que no los matara una bala perdida. A esos extremos había llegado su país.

El mesonero le trajo el vaso de agua y el batido de patilla. Se tomó medio vaso de agua, de un solo trago. A su cachapa, notó, le faltaban al menos unos minutos. Lo supo porque el mesonero no se fue a la cocina, sino se recostó en una columna, a ver un juego de béisbol en un pequeño televisor que colgaba de una pared. No parecía muy interesado en el juego. Más bien parecía ver el televisor casi por inercia, porque en sus descansos no encontraba otra cosa qué hacer. ¿Tendría él también que lidiar con la pesadilla del transporte público para desplazarse de su trabajo a su hogar? En las ojeras violetas, en los ojos caídos, se le notaba el cansancio. Todo en su pose, en su mirada, revelaba derrota y humildad. Era difícil ver a ese hombre mayor, probablemente de la generación de su padre, sin sentir cierta empatía, si no lástima. Era uno de esos hombres que, como decía Vallejos, vivía esperando. ¿Esperando qué? No que sus sueños se hicieran realidad. Ni que se le diera un negocio ni que llegara a su vida una mujer cuyo amor lo renovara, lo rejuveneciera, inspirara a idear alguna manera de escapar su mísera existencia. Su vida sacrificada, sus ilusiones y planes nunca concretados, lo habían vacunado contra esos sueños de adolescente. Ahora, ya con sesenta o setenta años, había tomado la decisión vivir resignado, sobreviviendo con sus magros ingresos, dejándose llevar por los días, las semanas, los años. Esperar y esperar, hasta un día morirse. Un filosofía quizá pesimista, pero en el fondo realista.

Hacía como cuatro años, en otro viaje a Caracas, había entrevistado a un mesonero en una pollera, también en Las Mercedes, cerca de dónde estaba ahora. En ese entonces, gracias a los altos precios del petróleo, el gobierno estaba en uno de sus mejores momentos. Chávez acababa de ganar la reelección y su popularidad estaba por lo cielos. La economía crecía más que cualquier otra en la región. El consumo de los venezolanos también había subido a niveles récord. Pese a la retórica socialista de Chávez, los venezolanos consumían cada vez más. Había viajado a Venezuela para escribir un reportaje sobre estas contradicciones.

El mesonero, al principio, reaccionó con sorpresa a su pregunta sobre la situación política venezolana. Nunca antes un cliente debía haberle hecho esa pregunta así, de esa manera tan directa. Pero luego, reponiéndose, su mirada se avivó, tornándose casi desafiante:

–Yo apoyo a Chávez.

–¿Votaste por él en diciembre? –repuso.

–Claro.

–¿Cómo así? ¿No ve que está acabando con la democracia en Venezuela?

En ese instante el mesonero se tensó un poco, delatando cierta impaciencia con ese razonamiento que él debía ver como un lugar común, un trillado argumento de la oposición. Se notaba que ya había tenido esta discusión con otras personas, que no era primera vez que decía lo que le iba a decir:

–Todos los políticos son la misma cosa, hijo. La misma cosa, todos. ¿Qué edad tienes tú? ¿25? ¿Ya 30? Yo ya tengo 70 años y sé que toditos buscan la misma cosa: dinero y poder. Chávez es lo mismo, no se diferencia en nada, pero al menos ayuda al pueblo. ¿Que quiere quedarse en el poder toda la vida? Claro. ¿Me importa eso? Para nada. ¿Por qué me va a importar? Todos los políticos quieren la misma cosa. Pero él al menos ayuda al pueblo. Mi sobrina hace poco recibió un crédito para abrir un negocio. Otra sobrina obtuvo un préstamo para una casa. La oposición cree que Chávez no ayuda al pueblo, pero eso es porqué jamás se han metido en un barrio. Están desconectados del país.

El mesonero estaba equivocado y discutió un rato con él. Pero los días siguientes, reflexionando sobre ese incidente, llegó a la conclusión de que la manera de pensar del mesonero, aunque equivocada y basada en falsas premisas, no era irracional. Si uno aceptaba sus premisas, el razonamiento era lógico. Un tipo como él, con 70 años, y que había pasado buena parte de ese tiempo jodido, en un país cada vez más jodido, tenía ya cero confianza en la clase política. Para él Venezuela estaba gobernada por una sucesión infinita de líderes obsesionados con el poder, interesados mucho más en su propio bien que en el bien del país. Por eso tenía cierta lógica apoyar al líder que al menos le diera algo. Y rápido. El tiempo era un aspecto clave de este razonamiento. Ya a esa edad el mesonero no podía darse el lujo de perder el tiempo apostando a líderes que prometieran mejoras en el largo plazo, mejoras que, muy probablemente, no se iban a concretar, y que si se concretaban, no lo beneficiarían a él. Para él las políticas de corto plazo de Chávez, correctas o no, eran la mejor opción. La única manera de obtener un beneficio de una clase política que no había hecho sino joderlo toda la vida.

Cuando el mesonero por fin le trajo la arepa, se la comió en pocos minutos. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no disfrutó la comida, a pesar del hambre que tenía. No había siquiera registrado si la arepa estaba buena o mala. El mesonero le preguntó si quería otra. Dijo que no. Quería llegar rápido al Tamanaco, ordenar sus apuntes y luego bajar al gimnasio del hotel. Nada mejor que trotar un cuarto de hora y luego meterse en el sauna para sudar las tensiones acumuladas durante el día. Así se acostaría relajado y se levantaría fresco el día siguiente, listo para la larga jornada. Saliendo de la arepera, el mesonero lo interceptó antes de llegar a su carro. Casi se le detiene el corazón, pensando que alguien lo estaba asaltando. Pero el mesonero quería simplemente darle su celular, que había dejado en la mesa.

El chavismo y Blanca Nieves

Jueves, 25 de noviembre de 2010

Abril de 2002, el caso de Danilo Anderson, el arresto de Chávez Abarca, en todos estos casos el chavismo ha fabricado una historia simple, fácil de digerir, donde los hechos tienen una secuencia coherente (demasiado coherente) y las líneas entre el bien y el mal están claramente definidas. La simpleza moral de estas fabricaciones es casi infantil, al punto que, al lado de ellas, Star Wars y Blanca Nieves parecen historias escritas por William Faulkner.

¿Danilo Anderson? Líderes de la oposición venezolana, paramilitares colombianos y funcionarios de inteligencia norteamericanos se reunen para planificar el magnicidio de Chávez, pero luego, convencidos por Patricia Poleo (¡nada menos!), deciden que quizá lo mejor es comenzar asesinando al fiscal Anderson.

¿Chávez Abarca? Actuando por órdenes de Posada Carriles (el Dark Vader del universo chavista) y el exilio cubano en Florida, y en alianza con líderes opositores venezolanos como Alejandro Peña Esclusa, este peligroso terrorista aterriza en Caracas con la intención de desestabilizar el país mediante actos terroristas. Afortunadamente, las autoridades logran capturarlo a tiempo.

¿El golpe de abril de 2002? La oposición, aliada con el imperio yanqui y algunos militares traidores, derroca al presidente Chávez. El plan premeditado fracasa porque el pueblo sale a las calles y salva al presidente.

Por supuesto, la realidad detrás de estos episodios no es tan simple, sonsa y aburrida. Cualquier que haya leído sobre los sucesos de abril, por ejemplo, sabe que, a diferencia de esa versión idílica y excesivamente coherente del chavismo, la realidad fue una mezcla de planes, azares, intrigas, accidentes, coincidencias, intereses múltiples que chocaron o se fundieron provocando cambios inesperados y sorprendentes respecto a lo que fue anticipado por los protagonistas.

La realidad, pues, es mucho más interesantes que las fantasías de Walt Disney fabricadas por el chavismo.

El bautizo

Lunes, 22 de noviembre de 2010

Cuando entró, Vásquez lo llamó a la sala para que lo ayudara a abrir una botella de vino, que tenía una bella etiqueta que parecía una obra de arte. Ya había llegado mucha gente a la celebración del bautizo. Vio alrededor a viejos y jóvenes, pero sobre todo viejos, seguramente amigos de Vásquez. También vio a un enjambre de niños que correteaban por el comedor, amenazando con tumbar un vaso o un adorno.

Néstor tenía mucha hambre y le costó no robarse un bocadillo después de destapar la botella. La mesa de la sala estaba llena de platos con comida, bolitas de mozarella, jamón serrano con melón, empanada gallega, aceitunas, tequeños, tortilla de papa. El lunes Néstor había suspendido temporalmente los almuerzos, como solía hacer cuando surgían gastos imprevistos que desequilibraban su presupuesto. Hasta ese día la suspensión no le había pegado, porque era bueno ignorando o despistando el hambre con trucos mentales. Pero ahora le pegó. Era difícil ignorar el estómago rodeado de bandejas llenas comida. Quizá un poquito más tarde, le pedía a Celia un platito de comida, al menos un par de tequeñitos.

Se sentó en la mesita de la cocina, donde casi siempre se sentaba a esperar. Además de Celia, tres mesoneros trabajaban en la cocina. Preparaban tragos y llevaban y traían bandejas de comida. La hija de Vásquez entró a la cocina a buscar hielo. Tenía cara de querer huir de la celebración. Trataba de disimularlo, pero se le notaba en el rostro. La hija de Celia, en cambio, espiaba con envidia a los invitados. Desde la pequeña habitación donde dormían su madre y ella, la negrita se asomaba a la sala con su miradita de búho mientras arrugaba con el puño la falda de su vestidito blanco, de primera comunión. Cada vez que pasaba con una bandeja, su mamá la arrimaba hacia la habitación con una pierna, como si fuera un mueble. “Anda vete al cuarto,” le decía. “Que aquí estás estorbando.”

Desde la mesita de la cocina, Néstor podía ver a los viejos Winfree en la sala, instalados en el lujoso sofá de cuero. Parecían perdidos, desubicados, sin saber cómo comportarse en una fiesta donde todo el mundo hablaba un idioma desconocido. La señora Winfree a veces se acercaba a ellos, pero no mucho, porque estaba muy ocupada atendiendo a los invitados y dirigiendo las labores de los mesoneros. Estaba muy linda, con su cola de caballo y su elegante vestido negro. Como a todas las rubias gringas, el negro le quedaba muy bien. Contrastaba maravillosamente con su cabello y con sus pulseras, anillos y zarcillos de oro. Las joyas eran un lujo capitalista burgués que Néstor desaprobaba. Lo indignaba que, con tanta pobreza y hambre en el mundo, las mujeres se gastaran miles de bolívares en artículos de lujo. Pero debía admitir que a la gringa provocaba perdonarle esas extravagancias. En ella las joyas tenían un raro efecto seductor. Quizá era algo estético, porque las pulseras y los zarcillos enaltecían su elegancia y su belleza. O quizá algo social. Quizá aún no lograba deshacerse de sus complejos de pobre.

Celia seguramente le vio el hambre en el rostro, porque sin decirle nada le puso enfrente un plato con jamón, tequeños, pan, empanada gallega y una lata helada de pepsicola. Néstor le dio las gracias y enseguida comenzó a comer, haciendo un esfuerzo para no comer demasiado rápido. Llevaba días sin almorzar, y este almuerzo, así fuese tardío, le caía de maravilla. Quizá hasta podía saltarse la cena y así ahorrarse dos comidas ese día. Como gesto de agradecimiento, trató de buscarle conversación a Celia, pero fue difícil, no porque ella fuese maleducada sino porque era tímida. Lo único sustancioso que le sacó fue que esa noche dormiría allí, con los Vásquez, porque en su barrio habían matado a un malandro la noche anterior. “La señora que vende la droga me dijo que esta noche va a haber balacera,” le dijo. Mejor se quedaba allí, tranquilita.

Néstor se comió los tequeños –su pasapalo favorito– de último, enjuagándolos con la pepsicola, que hacía años que no le sabía tan bien. Se preguntó si Celia sería chavista. ¿Apoyaría, como él, al presidente? Sabía que, aunque calladita, Celia era una muchacha muy inteligente. Una tarde la había pescado leyendo nada menos que Padre rico, padre pobre con lápiz en mano, subrayando las partes que más le interesaban. Lamentablemente, había mucha gente inteligente, pensante, divorciada totalmente de la política. Además, Caracas era cada vez más opositora. No sólo en el este, donde vivían los ricos y la oposición siempre había dominado, también, cada vez más, en el oeste. Donde vivía Celia, en Petare, había ganado hacía dos años un alcalde opositor. Un alcalde, por cierto, que cada día era más popular. A él esta tendencia le parecía que era peligrosa. La revolución no podía entregar la capital, donde estaba el palacio presidencial. Si los escuálidos seguían creciendo en Caracas se podría repetir lo ocurrido en abril de 2002, cuando la oposición intentó tumbar a Chávez. Con la diferencia de que esta vez no habría pueblo que lo rescatara.

–Flaco, me sirves un whiskicito.

Un señor alto, elegante, con el cabello plateado, muy bien peinado, le puso la mano en el hombro. Néstor estuvo a punto de decirle que él era el chofer, pero uno de los mesoneros se le adelantó:

–Ya se lo estoy sirviendo, señor. Un segundito.

El señor le dio una palmadita en el hombro, que quizá era de disculpas. Ya llevaba varios tragos encima y se veía feliz, de buen humor. De sólo verlo a Néstor le cayó bien, el viejo. Quiso hacer una broma sobre la confusión, pero no le vino nada a la cabeza. Luego pensaría que hubiese sido bueno decirle: “Siempre me confunden con mesoneros en las fiestas porque siempre ando cerca del bar.” Pero nunca había sido bueno para decir lo indicado, en el momento indicado. Le faltaba la rapidez mental, el encanto.

La hijita de Celia se acercó a él apenas salió el señor. Pensó que era para pedirle un tequeño, pero era para espiar desde más cerca a los invitados de la fiesta. Era bonita, la negrita. Tenía unos ojos muy grandes, despiertos, que tenían un brillo travieso, casi malicioso. Cuando Néstor le ofreció un tequeño, ella no le prestó atención. Estaba concentrada viendo el correteo de los niños, obviamente deseando estar allá, jugando con ellos.

Viendo a la niña, y luego viendo a Celia lavando platos, bostezando ya por el cansancio, Néstor sintió de pronto una ligera tristeza. “Este país sigue mal,” se dijo. La niña todavía estaba muy chiquita para entender porqué ella no podía jugar con los demás niños; porque su madre la encerraba en el cuarto a ver estúpidos programas de televisión. Y lo peor es que, probablemente, nunca nadie le explicaría. Poco a poco iría somatizando esa desigualdad, asumiendo que era como las cosas eran. Punto.

El fin de semana había leído en Ultimas Noticias una entrevista con un profesor venezolano, un viejito, que llevaba varias décadas en Londres, dando clases en la Universidad de Oxford. No le quedó claro si era o no chavista, pero había dicho algo muy interesante que ahora, viendo a la negrita, recordó. El periodista le preguntó qué lo había impactado más del país, a su llegada. La respuesta fue contundente: la desigualdad. En Venezuela la desigualdad “lo abofeteaba a uno en cada esquina.” La desigualdad, y el resentimiento producto de la desigualdad, era parte del aire que se respiraba en el país. Tan ubicua era la desigualdad que terminaba mimetizándose con el paisaje. Ya nadie la notaba, decía. Sólo impactaba a los extranjeros.

El profesor tenía razón en todo, excepto en una cosa: mucha gente sí notaba este fenómeno de la desigualdad. Él, Néstor Rodrigo Mora, la notaba (la estaba notando ahora), así como la notaba un sector importante del pueblo venezolano. Mucha gente estaba consciente de que esa desigualdad no era normal, sino un accidente histórico que se debía revertir. El presidente Chávez era una de esas personas sensibles que, a diferencia de la mayoría de los políticos, reconocía esta realidad. Por eso él siempre lo había apoyado, pese a todos sus desmanes. Chávez era el primer presidente de Venezuela que había captado que la pobreza y la desigualdad no eran parte del paisaje venezolano, como lo eran las selvas de Amazonas o los llanos de Apure. Sino que era una aberración que no debía existir. Que había que abolir a través de una revolución.

Celia se acercó a la niña, la tomó fuertemente del brazo y la encerró en la pequeña habitación, diciéndole “estás estorbando ahí.” Cerca de la niña, a la salida de la cocina, conversaban la hija de Vásquez y su esposo, lo que motivó la reacción de Celia. La hija de Vásquez seguía de mal humor. Su rostro transparentaba infelicidad e incluso amargura. Aunque no era bonita, Néstor pensó quizá podía serlo sin ese innecesario rictus de amargura en el rostro. Sin querer, la escuchó decirle a su esposo que odiaba esas reuniones, que no entendía porqué su papá la organizaba. “Le dije que quería algo pequeño, pero no me escuchó,” dijo, la voz llena de frustración. “El bautizo era una simple excusa para él hacer una fiesta con sus amigos.”

El esposo le dijo que no exagerara. Su papá había organizado la celebración con buenas intenciones. De eso no le quedaba duda. Además, ¿cuál era la tragedia? ¿Qué iba a tener que socializar con su familia tres horas? “En la vida hay peores cosas,” dijo.

En defensa de la embriaguez

Viernes, 5 de noviembre de 2010

Fernando Savater

Llevo ya unas semanas leyendo, un puñadito de páginas cada mañana, “la autografía razonada” del filósofo español Fernando Savater Mira por dónde. Simpático, sincero, lúcido, reflexivo, irreverente, iconoclasta, el libro es una receta para comenzar el día de buen humor.

En particular, gocé su reflexiones sobre el consumo de tabaco y alcohol:

Los seres humanos no sólo somos conscientes, sino que también tenemos consciencia de ser conscientes: el ámbito de lo que experimentamos es resultado de las necesidades pero además campo de juego. Sentimos curiosidad, con una mezcla de temor y placer, por cuanto puede alterarnos, es decir, en el sentido más amplio del término, por todo lo que nos produce embriaguez…Buscar lo que altera la percepción con el fin de exaltar o amortiguar el ánimo consciente es una parte insoslayable de la evolución de la consciencia. Noticia inquietante para los capataces preocupados de nuestra productividad a ultranza y los guardianes del orden público, pero qué le vamos a hacer.

…No digo que [el alcohol, el tabaco, las drogas] sean beneficiosas para los pulmones o para el hígado, pero los humanos estamos hechos de algo más que órganos: también cuenta el esfuerzo espiritual de que tenga por un momento sentido lo que antes o después revertirá en ceniza. Aliviar o hacer grato el tiempo y estimular la creatividad, en eso consiste la verdadera salud, aunque también se tosa de vez en cuando. Llevo muchos años de complicidad con el tabaco y el alcohol: supongo que me estarán matando, pero les agradezco la parsimonia en el asesinato y que mientras tanto me entretengan. También puedo decir lo mismo de la simpática marihuana, porque un porrito antes de irse a la cama con alguien grato sigue haciendo maravillas incluso a edades provectas como la mía.

Y sobre el arte de emborracharse:

Nunca he ingurgitado de golpe medio litro de matarratas para quedarme k.o. cuanto antes, como ahora me parece que hacen bastantes chicos y chicas (¡qué simpáticas me resultan, a pesar de todo!). Por favor, la meta es el camino y se pierde quién llega demasiado pronto. En el sexo ocurre igual, aunque todos hayamos tenido alguna vez que ser llevados por urgencias.

Pero Savater reconoce que todo tiene sus límites y recomienda “tiento con la cantidad y precaución con la calidad” de lo que se consume.

Lo demas, dice, le parecen monsergas.

¿Jodidos?

Miércoles, 13 de octubre de 2010

“¿En qué momento se había jodido el Perú?”

Probablemente, esta es la oración más famosa de la obra entera de Vargas Llosa. La pregunta se la hace Zavalita, el periodista frustrado que protagoniza Conversación en la Catedral.

Por sí sola la oración no es poderosa. Lo que la hace poderosa es el resto del magistral primer capítulo de la novela. No hay que ser peruano para saber a qué se refiere el narrador con ese “jodido,” que Zavalita no sólo aplica al Perú, también a personas específicas.

Basta una caminata hoy día por el centro o por Sabana Grande; basta con entrar a una fuente de soda y ver las miradas cansadas, soñolientas, “adormecidas por la rutina;” basta con ver la expresión de derrota de un buhonero o de la viejita que, detrás del vidrio sucio de una taquilla, vende boletos de lotería, para saber que ellos, también, están jodidos. Que Venezuela, como el Perú de Odría, está jodida.

La famosa oración de Vargas Llosa tiene, además, otra resonancia especial para los venezolanos, pues ella sugiere que hay un momento específico en que el país pudo quizá no salvarse, pero sí encaminarse hacia un mejor destino. O no hacer un cruce que, definitivamente, lo llevó para peor.

¿En qué momento se jodió Venezuela?

¿El 27 de febrero de 1989? ¿El momento en que Chávez salió por TV y dijo el famoso “por ahora”? ¿El instante en que Caldera decidió indultar al jefe golpista? ¿El día que el pueblo venezolano eligió a nuestro actual presidente? ¿En 2006, cuando lo volvió a elegir? ¿O el instante en que Pedro Carmona decidió disolver los poderes? ¿O el día que la oposición decidió boicotear las elecciones legislativas de 2005?

También es bueno darle la vuelta al asunto e imaginar cómo, en unos años, podríamos hacernos la pregunta en qué momento se jodió Chávez.

¿El día que Manuel Rosales reconoció su derrota, a pesar de haber competido bajo circunstancias electorales tremendamente injustas? ¿O en mayo de 2007, cuando Chávez desató una ola nacional de protestas por el cierre de RCTV? ¿O en diciembre de ese mismo año, cuando perdió el referendo constitucional? ¿O en noviembre de 2008, cuando la oposición ganó varias de las gobernaciones más importantes del país? ¿O el día que se anunció el acuerdo unitario de la MUD? ¿O el 26 de septiembre de 2010?

Sólo el futuro lo dirá.