Una lección de realidad

Martes, 7 de junio de 2011

Autora: Mirtha Rivero

Almudena Grandes

Almudena Grandes, haciendo honor a su apellido, es grande, alta y usa tacones y leggings, lo que la hace ver más larga. Lleva el cabello cortado en capas, y su cara –delgada, de rasgos definidos- es idéntica a las fotos de las solapas de sus libros. La voz es también igual a la que deja destilar en sus novelas: segura, directa, clara.

-Yo soy narradora, y la narración es un solo género que tiene mucho más de dos formatos, es mucho más que novela y cuento.

Lo dijo de entrada cuando le tocó intervenir en un foro sobre los géneros literarios que se realizó en la Feria del Libro en Guadalajara, en diciembre pasado. Además de la novelista española, conformaron el panel una periodista y un poeta. La periodista dijo que era cronista y desde esa ventana veía al mundo, que la ficción nada le añadía a su trabajo; le bastaba la realidad. El poeta, para no meterse en honduras, exclamó “somos la lengua que amamos” y se fajó a leer poemas y más poemas, que la audiencia le pedía como le piden canciones a un cantante.

Cuando le tocó el turno a Almudena Grandes, ella, con un dominio y un aplomo que daba envidia –sin un papel en frente, aleccionó:

-Para mí, la narración es un solo género… Cada narrador, igual que los atletas, se especializan en una, dos o tres distancias. Yo soy narradora de fondo. Cuando escribo cuentos, escribo cuentos largos o novelas cortas; y cuando escribo novelas, escribo novelas largas. Y escribo novelas porque me duran más. Lo mío es contar, lo mío es inventar… Hoy en día parece que la ficción está desprestigiada. Dicen que es un género desfasado, que lo que hay que leer son análisis sesudos. No estoy de acuerdo. La ficción es buena para reflexionar sobre el mundo.

En ese instante, yo, que estaba entre el público, pensé que aún siendo periodista y no sabiendo escribir sino periodismo, no podría vivir sin la ficción: siempre tengo una novela en mi mesa de noche, y hay novelas que me han explicado la realidad muchísimo mejor que una crónica o un ensayo. Algunas están inspiradas en hechos, es verdad, pero sus personajes y tramas son, en mucho, inventados: “Boves, el Urogallo”, de Francisco Herrera Luque; “Las uvas de la ira” de John Steinbeck; “El bailarín del piso de arriba”, de Nicholas Shakespeare; “Sombras nada más”, de Sergio Ramírez; “Los informantes”, de Juan Gabriel Vásquez; “La voz dormida”, de Dulce Chacón; “Cartas Cruzadas”, de Darío Jaramillo Agudelo; “Inés y la alegría”, de Almudena Grandes.

La novela me envuelve, me abraza y me explica, me dije y salí del foro con esa reflexión olvidándome por completo de la primera idea que la escritora había expuesto:

-La narración es un solo género.

Y lo olvidé hasta hace una semana cuando una amiga mexicana me hizo llegar un texto que no es novela, ni ensayo, ni crónica pero me cuenta, me explica y me cubre con una cobija de realidad que pesa. Es un poema del venezolano Alberto Barrera Tyszka, se llama “Lección de costura”:

Toma una aguja con la punta de tus dedos. / Apriétala. / Una aguja puede ser el dedo de un erizo. / Calcula la distancia. / Observa el resplandor de su punta. / Una aguja es incendio vertical. / Tómala y súbela. / Llévala hasta tus labios. / Húndela. / Pincha. / Jala. / Empuja. / Estira. / Enreda. / Entierra. / Hasta que ya no queda nada. / Hasta que la sangre moje las palabras. / Vivo en un país donde / los presos se cosen la boca. /para que alguien los escuche. / Una aguja también es / un silencio / donde aúllan todos los metales.

Publicado el pasado domingo en el sumplemento Día D de 2001.

Próximamente:

  • Ganadores y perdedores de las elecciones en Perú.

El Regalo de Pandora

Viernes, 3 de junio de 2011

¿Por qué todos hemos fantaseado con tener un affaire con la hermana mayor de un buen amigo? ¿O las mujeres fantasean con su profesor de gimnasia o el papá de su vecina? ¿Por qué algunos hombres y mujeres disfrutan el sexo en lugares públicos? ¿Por qué el amante tiene poderosas ventajas sobre el esposo o la esposa y por qué Vladimir Nabokov logró que “Lolita” se convirtiera en un adjetivo?

Porque, como han dicho y demostrado tantos artistas y pensadores (George Bataille, Ingres y Luis Buñuel entre ellos), el erotismo requiere de la preservación de ciertas reglas y tabúes que frenen, limiten o embriden el instinto sexual, intensificando de ese modo nuestros deseos. Porque el deseo, cuando no tiene barreras ni límites, se empaña y empobrece, diluyéndose en la opacidad del mero ejercicio físico y la rutina. Porque el placer sexual se enriquece enormemente con la transgresión y la transgresión sólo puede existir en un mundo donde hay reglas, costumbres, principios y tabúes que transgredir.

Por eso la mamá de nuestro amigo nos inspira a fantasear como no lo hace la prostituta accesible de la esquina, así sean igual de simpáticas y atractivas. Por eso algunos gozan tanto metiéndose con la colega en el clóset de limpieza de la oficina y por eso estremece tanto ver a la recta y honesta Madame Marie de Tourvel cediendo ante sus deseos y rindiéndose ante el virtuosismo seductor de Valmont en la película Dangerous Liaisons, basada en la pésima novela francesa del mismo nombre.

La transgresión, pues, es un poderoso aliado del erotismo.

En uno de los cuentos de El Regalo de Pandora, el venezolano Héctor Torres ilustra este principio universal.

La trama de “El alimento de los mirmidones” (título que despista) es bastante simple: Un hombre conoce a una mujer casada en el bus, logra que ella lo invite a un café en su apartamento, donde él luego la besa. El relato no sería muy especial si no fuera porque, cuando el hombre está desnudando a la mujer, el narrador deja caer este dato:

Apenas llegamos a la habitación iba a comenzar a desnudarla cuando ella, sujetando por un instante mis muñecas, pareció experimentar un momento de duda, pero luego las soltó y ella misma se quitó el pantalón y lo dejó a un lado de la cama. Luego cerró los ojos para entregarme la humedad de un beso largo y ligeramente triste. Cuando le quite la blusa, me sorprendió una incipiente curvatura en su abdomen que no correspondía con la general delgadez de su cuerpo…Cinco meses, me precisaría un par de horas después, conversando ya vestidos y sosegados como si nunca nos hubiésemos ausentado de la sala.

Santa Frida

Martes, 31 de mayo de 2011

Vista de Central Park

Autora: Mirtha Rivero

A propósito de la astronómica suma por la que se quiso subastar en Nueva York un autorretrato en miniatura –cinco centímetros- de la pintora mexicana, recordé la vez que fui a una exposición de su obra:

El Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey –el Marco- estaba a reventar, era el último día de la muestra. Nadie quería quedarse afuera. Una cadena humana rodeaba al edificio cual gigantesca cinta que envolviese una gigantesca caja. Era una trenza infinita de personas que comenzó a tejerse a las nueve (y el museo abre a las diez). 108.332 fue el número de mi ticket. Mi recompensa después de permanecer cuarenta y cinco minutos tejiendo mi parte de la trenza.

Pero la hilera de gente no acababa en la taquilla. Reaparecía robusta al salir del ascensor. “Ni para ver a la Mona Lisa”, escuché. Así tuve que hacer todo el recorrido. En fila india. Como en procesión para adorar a un santo. O santa. Santa Frida Kahlo. La mártir que vivió y retrató su martirio. La pintora atormentada que se expuso ante el mundo, rota. Escindida por el dolor y el despecho. Santa Frida. A los cien años de su natalicio, los regiomontanos le montaron un altar.

El desfile era variopinto. Adolescentes de alfileres en la cara. Ancianos con bastón. Familias enteras. Parejas empujando coches. Tipos con aire intelectual. Señoras luciendo carteras de firma. “Todo el mundo vino bien arregladito, vestido con su mejor ropa –susurró un hombre a su mujer-. El único idiota que vino con pants (ropa de ejercicios) es el que me saludó a mí… ¡Hijo de su ch…!”

Sonriendo por el comentario, traspasé el umbral para encontrarme de frente con fotografías inmensas de Frida en blanco y negro, ribeteadas con grandes trazos a color, a manera de brochazos. Las imágenes hicieron que me apartara de mi columna y, dando vueltas mirando al techo, gozara la puesta en escena. El montaje –de Jorge Contreras, curador del Marco- era en sí mismo una obra de arte. Se lucía y dejaba lucir.

“Yo no tendría un cuadro de ella en mi casa”, exclamó una señora arrancándome del embeleso y devolviéndome presurosa a la fila. La mujer examinaba Autorretrato con chango, un óleo pequeño que, seguro, valía muchísimo más que el carro y la casa de la emotiva espectadora que me precedía. Ni que quisiera –pensé-.

Decidí continuar. Miré muy de cerca Las dos Fridas; Retrato doble, Diego y yo; La columna rota. Pasé rasante por La cama volando, y me demoré cejijunta ante Unos cuantos piquetitos. En eso, a mi espalda oí: “A mí me parece que ella no sabía pintar”. Volteé hacia el lapidario crítico, y el hombre –alto, flaco, barba gris- arrancó impertérrito hasta otro cuadro. Yo también seguí. Aún no había detallado Retrato de Alicia Galant, La niña Virginia y –uno que me gustó mucho- Vista de Central Park; tres obras que nunca había visto, tres piezas en donde no existe dolor, pérdida, sufrimiento.

En total, pasé revista a cincuenta y cuatro pinturas. En la mayoría encontré la huella que se repite en afiches, películas y hasta zapatos. Es la Frida de la corona de espinas, los corazones sangrantes, los colores atormentados. Pero no todos los lienzos eran (son) así. Había unos que me revelaron una faceta desconocida: ¡no sólo existió la mártir, hubo días en que la pintora se impuso al martirio! Y con ese pensamiento me despedí del ícono.

Al salir, llegó el último comentario: “Me gustó más el montaje que la propia Frida”. Pero la propia Frida, más allá del bien y del mal –santa al fin- no lo escucha, o no le importa. Le va de madre.

Publicado el domingo en el suplemento Dìa D del diario 2001.

El motorizado

Jueves, 26 de mayo de 2011

Sacó su teléfono para revisar su correo electrónico. Ningún mensaje de Morela. Le habían llegado como diez mensajes, pero todos basura o de gente que no le interesaba. ¿Le iría a escribir? No, no lo haría. Estaba seguro. Ya conocía sus silencios. Si no le había respondido ya, no le escribiría.

Saber que no lo haría lo enfurecía. Se arrepentía de haberle escrito, para más esa carta tan personal. Le había abierto una puerta para que lo humillara, sabiendo que era perfectamente capaz. ¡Y ni siquiera era tan bonita! Quizá por eso estaba tan molesto y revisaba a cada rato sus mensajes. Porque, como no le gustaba mucho, la sensación de humillación era doble.

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Memorias del subsuelo

Viernes, 20 de mayo de 2011

Uno de lo grandes aportes de Dostoyevski a la novela es la complejidad psicológica que introdujo a los personajes ficticios.

En un episiodio famoso de Memorias del subsuelo, el narrador, un paria que se enorgullece de su rebeldía y su condición de outcast, tiene un encuentro en la calle con un oficial de caballería. El narrador sin querer le bloquea el paso al oficial, que tiene una apariencia física muy atractiva e imponente. De un modo casual, no muy agresivo, el oficial lo carga y lo aparta de su camino.

El narrador se siente humillado y en las noches sus fantasías de venganza no lo dejan dormir. Sabe que todos los días el oficial toma la misma ruta a la misma hora y comienza a seguirlo, “admirándolo a la distancia.” Una noche decide caminar en la dirección contraria y en el momento del encuentro no desviarse. Chocar con él si era necesario. Pero ni esa noche ni las dos próximas lo logra. Cada vez que lo intenta se desvía a último momento para no chocar con el oficial. Un día por fin lo logra y el oficial y él rozan hombros. Esa noche se devuelve a su casa alegre, cantando de felicidad y sintiendo que por fin se vengó.

A través de este episodio Dostoyevski nos muestra que el extremo orgullo puede estar muy cerca de la extrema humildad (¿cómo no definir como humildad que el narrador sienta esa felicidad con ese mero roce de hombros?) y que el odio puede estar muy cerca de la admiración (¿no es la admiración que el narrador siente por el oficial el carburante principal de su deseo revanchista?; si el oficial fuese enano, feo y rechoncho, ¿habría el narrador perdido el sueño fraguando planes de venganza?).

Dostoyevski ilumina la inevitable imprecisión e ineficacia de algunas palabras y conceptos. Odio y amor, por ejemplo, son vistos normalmente como antónimos, términos polarizados como “blanco” y “negro.” Pero en la vida real la dinámica entre estos dos conceptos es mucho más compleja.