El motorizado

Jueves, 26 de mayo de 2011

Sacó su teléfono para revisar su correo electrónico. Ningún mensaje de Morela. Le habían llegado como diez mensajes, pero todos basura o de gente que no le interesaba. ¿Le iría a escribir? No, no lo haría. Estaba seguro. Ya conocía sus silencios. Si no le había respondido ya, no le escribiría.

Saber que no lo haría lo enfurecía. Se arrepentía de haberle escrito, para más esa carta tan personal. Le había abierto una puerta para que lo humillara, sabiendo que era perfectamente capaz. ¡Y ni siquiera era tan bonita! Quizá por eso estaba tan molesto y revisaba a cada rato sus mensajes. Porque, como no le gustaba mucho, la sensación de humillación era doble.

Abrió el vidrio del carro para respirar aire fresco. A menos que hubiese mucho calor le desagradaba el aire postizo del aire acondicionado. Peña inmediatamente captó la señal y lo apagó. “Percibe tu mal humor,” se dijo Rodríguez. “Sabe que estás a toque y le da miedo que la pagues con él.”

Respiró hondo y se dejó envolver por el calorcito del mediodía, sintiéndose mal por el miedo de Peña, que parecía estar presintiendo un regaño. No era justo pagar sus malos humores con la gente que no los había causado, se dijo. Ese había sido un defecto suyo, desde que era niño. Esa reacción de miedo del chofer se la había visto muchas veces a su hermano menor, a algunos amigos, a varias ex novias.

-¿Cómo está tu esposa, Peña?

-Bien, doctor. Con náuseas. Pero bien. Ya le faltan tres meses.

Rodríguez había olvidado que estaba embarazada, pero, por suerte, su pregunta no delató su olvido, sino lo corrigió.

-¿Y cuánto llevas ya de casado, Peña?

-Tres años.

-Que bueno. Me alegra, Peña.

-Gracias, doctor.

-Te he dicho que no me llames doctor, Peña. Así llamarías a tus pasados jefes. Pero a mí esas formalidades no me importan. Más bien me haces sentir viejo. Dime con sinceridad, Peña: ¿prefieres el matrimonio a la soltería?

Peña sonrió, no sabiendo si la pregunta era seria o una broma. Quiso responderle, pero no pudo. En el desvío para entrar a la autopista vieron como un Audi nuevecito cambio de canal violentamente, tumbando a un motorizado con la parte de atrás del carro. El motorizado cayó en el rayado, pegando la cabeza contra el piso. Rodríguez pensó que se había matado y le ordenó a Peña que se parara. El chofer lo hizo, pero le costó retroceder para llegar al rayado porque tenía que hacerlo en la dirección contraria al tráfico. Pasaron como cuatro minutos esperando que bajara el tráfico para poder retroceder.

Rodríguez se bajó del carro inmediatamente, se acercó al motorizado y vio que otros tres motorizados ya estaban asistiéndolo, ayudándolo a caminar. Tenía una herida en la frente, con poca sangre. Estaba mucho mejor de lo que había imaginado. Mareado y sangrando un poco, pero consciente.

Un motorizado le puso un pañito en la frente. Enseguida se pararon otros dos motorizados, formando un enjambre de motos alrededor de la víctima. A Rodríguez lo sorprendió la solidaridad de los otros motorizados, la rapidez con que estaban lidiando con el problema, como si cosas así les ocurrieran a cada rato.

-¿Alguien anotó la placa del Audi? -preguntó.

Nadie le respondió. Escuchó a un motorizado que estaba al lado de él hablando por teléfono, ya solucionando:

-Tráetela pues, la pico. Así nos llevamos la moto del pana ahí.

Rodríguez no entendía si los motorizados eran amigos o si todo eso era solidaridad gremial. La interacción entre ellos era confusa. Por la manera como lo ayudaban parecían ser amigos. Pero entre ellos el trato era distante, como si no se conocieran o no se conocieran bien.

-Hay que llevarlo al hospital -dijo, alzando la voz con autoridad por encima de las demás conversaciones-. No es grave, pero tienen que curarle esa herida.

El motorizado que hablaba por teléfono le preguntó a su interlocutor si había un modulo médico ahí cerca, quizá en reacción a lo que había sugerido él.  Luego se apartó de la bocina y le dijo a otro motorizado:

-Metemos la moto en la picó y otro lo lleva al módulo.

La víctima escuchaba todo esto con irritación. Más que la herida, parecía irritarlo la interrupción a su rutina y el daño que podría haber sufrido su moto. Su salud y condición física eran claramente lo que menos le preocupaba.

Rodríguez se dio cuenta de que todo estaba bien. El motorizado estaba bien y sus amigos se iban a ocupar de él. Ya no tenía nada que hacer ahí. Ya no lo necesitaban. Antes de irse se acercó a la víctima, sacó su cartera y le entregó quinientos dólares, que le habían sobrado de un viaje reciente.

-Trabajo con el gobierno revolucionario -le dijo-. Consíderalo una ayuda del Estado.

Todos los motorizados lo miraron, asombrados. Por primera vez sintió que existía en el grupo. La víctima del accidente le dio las gracias, pero él no respondió. Se volteó, caminó hacia la camioneta, se montó en el asiento de adelante (nunca lo hacía en el de atrás), y le dijo a Peña que arrancara.

-Oligarca escuálido coño e madre -dijo-. Tumbó al motorizado y ni siquiera se paró. Se ha podido matar.

-Creo que ni se dio cuenta, doctor -dijo Peña, enseguida dándose cuenta de que quizá no había dicho lo correcto.

-Peor entonces -lo interrumpió Rodríguez, revisando su correo en el Blackberry.

No había mensajes de Morela.

 

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