Crítica de “El ruido de las cosas al caer”

Lunes, 17 de octubre de 2011

El suceso alrededor del cual gira El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez es el asesinato de Ricardo Laverde, presenciado por su amigo y narrador de la novela, Antonio Yammara. Yammara y Laverde caminan juntos por la calle cuando un motorizado pasa cerca de ellos y les dispara. A diferencia de su amigo, Yammara sobrevive el atentado, pero su roce con la muerte lo deja traumatizado. Durante meses vive atormentado por la ansiedad y el miedo. No duerme bien, ni tolera la oscuridad. Rechaza la compañía de sus padres y su relación con su esposa Aura se deteriora. Ni el nacimiento de su primera hija lo ayuda a recuperarse.

Más que un amigo, Laverde es un conocido. Yammara cuenta que lo conoció en un billar de la calle 14 en Bogotá el año 1992, cerca de la universidad donde da clases de derecho. Laverde tiene casi cincuenta años, veinte más que Yammara, pero se ve mucho más viejo. Es un hombre alto y delgado, sucio y descuidado, que parece siempre cansado. Un amigo común del billar le cuenta a Yammara que su cansancio se debe a la cárcel. Laverde estuvo veinte años presos y recién salió en libertad.

Un día Laverde le dice a Yammara que su esposa Elena Fritts lo viene a visitar de Estados Unidos después de más de dos décadas de separación. Se toman juntos unos tragos y Laverde, desinhibido por el alcohol, le habla vagamente de graves errores que ha cometido durante su vida y explican la larga separación entre su esposa y él. No le da detalles sobre su pasado, ni le revela qué errores cometió, pero Antonio Yammara sospecha que la historia está relacionada al motivo de su encarcelación.

Después de esa conversación Yammara y Laverde no se vuelven a ver por mucho tiempo. Una tarde, en el billar, se vuelven a encontrar, poco después de que se estrellara en Colombia un avión comercial proveniente de Miami con ciento cincuenta pasajeros. Laverde le muestra un casete y le dice que necesita escucharlo con urgencia. Yammara lo lleva a un centro cultural y lo ve llorar como un niño mientras escucha la cinta. Unos minutos después, en la calle, Ricardo le dice que Elena iba en el avión que se estrelló. En ese instante pasa la moto con los dos sicarios.

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Turbocomemierda

Viernes, 23 de septiembre de 2011

Dos temas que me apasionan: el jazz y el poder de las ideologías para aniquilar las capacidad de razonamiento de los seres humanos.

En su último artículo, Ibsen Martínez conecta estos dos temas mediante la figura de T. W. Adorno, que a mí siempre me ha producido el mismo desagrado que a él -aunque nunca he expresado este desagrado con tanto humor y elocuencia:

Hubo un tiempo en el que muchos intelectuales, en el trance de comentar –de hacer trizas, mejor dicho–una película de Hollywood en cualquier revista cultural subsidada por el estado burgués, neocolonial y lacayo, citaban invariablemente a un filósofo de lengua alemana llamado T.W. Adorno (1903-1969) , fundador –entre otros pensadores dedicados a la observación de los fenómenos culturales en la era de la masificación–, de una legendaria “Escuela de Frankfurt”. La “T” era inicial de Theodor; la “W”, de Wiesengrund.

Para irnos entendiendo y avanzar con buen ritmo, evocaré que, siendo yo apenas un prometedor y brillante mozalbete, ya acudía en mi auxilio una prodigiosa inteligencia analítica y , así, me bastó una lectura somera de un par de libros de Theodoro W. Adorno ( quien ha ingresado la posteridad, entre otras cosas, como un filósofo de la “musikología”, con “k”) para concluir que el tipo era un perfecto “comemierda” y me perdonan.

¿Porqué digo yo que T.W. Adorno fue un comemierda? Pues simplemente porque a T.W: Adorno no le gustaba el jazz.

Dicho así suena a pecado venial–“a T.W. Adorno no le gustaba el jazz”–; total nadie está obligado a que le guste el jazz. Pero hay que leer la ringlera de sofismas y simplezas de inspiración marxista que, para descalificar al jazz como una operación de apropiación mercantilista blanca de la cultura negra, hilvanó desmañadamente T.W. Adorno. Termina uno por mover la cabeza y deshauciarlo como eso que he dicho: un turbocomemierda.

Y más adelante:

Recuerdo que leí “Dissonanzen; Musik in der verwalteten Welt ”, seguido de su “Enleitung in die Musiksoziologie zwölf theoretische Vorlesungen” –las leí en castellano, está claro, ¡faltaría más! – durante una breve vacación en Mochima y que cuando hube terminado de leerlo(s), me serví un ron doble en las rocas – en esa época todavía bebía ron– y me puse a oir “A Love Supreme”, de John Coltrane y, la verdad, es que vacilando junto al mar los solos de Coltrane, de Elvin Jones, de Jimmy Garrison y del formidable pianista que fue McCoy Tyner, sentí una lástima infinita por el tal T.W.Adorno que se perdió un mundo de sonoridades por razones ideológicas.

A diferencia de Ibsen Martínez, nunca he sentido la más mínima necesidad de enfrentar esos textos de Adorno sobre el jazz.

Siempre me digo: “No me importa un pito lo que piense ese pobre infeliz, ni voy a perder el tiempo enfrentándome a sus ‘argumentos.’ Déjenlo cacarear por allá lejos mientras yo disfruto mis discos.”

Ibsen, sin embargo, prefirió emular a Cantinflas y lanzarle un “yo a usted ni lo ignoro.”

Encontrar lo que no está

Martes, 20 de septiembre de 2011

Luis Yslas, comentando en Prodavinci la novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer.

Todo lector presiente una forma peculiar de soledad al recorrer las últimas páginas de un libro que se resiste a abandonar. ¿Cómo salir de un mundo que, por unas horas o días, fue también suyo? ¿De qué tipo de dolor está compuesto ese desprendimiento? ¿Qué se remueve en su interior? ¿Qué mutaciones se producen? Un lector que se haga estas preguntas debe sospechar que ese libro no lo abandonará del todo, al menos, mientras siga resonando en su propia historia. Y aunque esa sensación de soledad que lo invade se viva de muchos modos, y en repetidas ocasiones, y a pesar de que es posible releer el libro más de una vez, el efecto de la primera separación jamás tendrá el mismo impacto. Eso también forma parte del oficio de lector: aprender a vivir con ese fin del mundo que se repite en cada lectura, interminablemente, como el amor o la muerte.

¿Forma peculiar de soledad? ¿Dolor? ¿Aprender a vivir? ¿Cómo salir? ¿Cómo salir de un mundo que, por unas horas o días, fue también suyo? ¡¿Cómo salir?!

¡Por favor!

Pareciera que Yslas hablara no de pasar la última página de un libro que no queremos terminar sino de los traumas que confronta una persona que pierde trágica e inesperadamente a un familiar querido.

Los poetas mienten demasiado, se quejaba Nietzsche.

Y cada vez que leo reflexiones como la de Yslas pienso en esa frase.

Es el error frecuente que todos los escritores cometemos, empeñándonos en buscar significado incluso donde no lo hay.

Exagerar. Encontrar lo que no está. Complicar lo que es simple. Invertir demasiadas energías explorando aguas llanitas.

Estas son trampas de la literatura que debemos esquivar.

Belleza accidental

Martes, 6 de septiembre de 2011

En uno de sus libros, el crítico de arte John Ruskin dice que lo pintoresco en la arquitectura está relacionado a la belleza accidental. Ruskin utiliza la palabra “pintoresco” para describir un paisaje arquitectónico que, con el tiempo, se ha embellecido de una manera no prevista por su creador.

Aceptando el significado de Ruskin, esta carretera nunca terminada sería un buen ejemplo de una construcción pintoresca:

Shadow-Line

Lunes, 5 de septiembre de 2011

Sobre su novela The Shadow-Line, Joseph Conrad escribió: Primarily the aim of this piece of writing was the presentation of certain facts which certainly were associated with the change from youth, care-free and fervent, to the more self-conscious and more poignante period of maturer life.

“El objetivo principal de esta novela es la presentación de ciertos hechos asociados al cambio de la juventud, despreocupada y ferviente, a un período de la vida madura más cohibido y acerbo.”

Fíjense en estas dos obras, ambas en la Frick Collection en Nueva York.

La primera de Ingres, la Comtesse d’Haussonville. La falta de pasado en su expresión, la ausencia de ‘cicatrices del alma,’ la ligereza casi arrogante en la mirada, como si inconscientemente nos echara en cara su belleza y juventud. Esta bella joven todavía preserva intacta esa habilidad juvenil de mirar el futuro como un vasto horizonte donde todo es posible.

Al otro lado del “shadow-line” está el retrato de Sir Thomas More, obra maestra absoluta de Holbein. Su expresión es más compleja, ambigua. Por un lado la mirada fuerte, determinada, que no se arredra ante nada. Por el otro, cierta vulnerabilidad en su expresión, un casi imperceptible rictus de desilusión. Cierta cautela, escepticismo, ‘baggage’ (palabra envidiable del inglés), producto de la edad o los desencantos inextricables del paso del tiempo:

 


Más sobre este tema:

  • Podrido arte. Reflexión sobre La gran odalisca de Ingres.