Podrido arte

Miércoles, 28 de mayo de 2008

aliza 2Para cerrar con broche de oro sus estudios de arte en la universidad Yale en Estados Unidos, Aliza Shvarts planificó una gran obra. Decidió que se inseminaría artificialmente para luego inducirse a sí misma varios abortos que capturaría en video. Luego, construiría un enorme cubo transparente que envolvería con varias capas de plástico y, entre cada capa, vertería sangre de los abortos mezclada con vaselina. Para finalizar, colgaría el cubo en el salón de exhibición y proyectaría en sus cuatro lados visibles videos de los abortos.

Esta descripción, lo sé, suena como una broma, pero no lo es. Leí sobre Shvarts hace unas semanas en The Washington Post, en un artículo de opinión titulado “El arte de la locura en Yale.” Tan risible como la obra, sin embargo, es la intención detrás de ella. En un artículo en el Yale Daily News, Shvarts escribió que el objetivo de la pieza es “cuestionar la relación entre forma y función como ellas convergen en el cuerpo” y dejar claro que frecuentemente “entendimientos formativos de la función biológica son una mitología impuesta a la forma.” Shvarts añade que “es esta mitología la que crea una perspectiva sexista, racista, discriminatoria y nacionalista que pretende distinguir lo que se supone que deben hacer las partes del cuerpo de su capacidad física.”

¿Qué tal? Tengo que confesar que, después de leer semejante disparate, me provocó conocer a Shvarts y conversar un rato con ella. No porque piense que, haciéndole preguntas, quizá logre desentrañar y entender las ideas que expone en su artículo, sino porque siempre he sentido curiosidad por esas personas que prueban que la alta educación y la idiotez pueden coexistir plácidamente. También me gustaría conversar con su profesor de Yale que autorizó el proyecto. ¿Lo hizo porque le pareció que el proyecto tenía potencial artístico? ¿O por la muy noble convicción de que las obras de arte, por más cruentas que ellas sean, jamás se deben censurar?

Previsiblemente, la obra de Shvarts provocó un escándalo. Altos funcionarios de Yale se vieron obligados a excusarse diciendo que la obra nunca debió ser autorizada y que se habían tomado medidas para castigar a los responsables. También dijeron que los abortos habían sido fingidos y que sacarían la obra de Shvarts de la exhibición a menos que ella admitiera por escrito que los abortos eran apócrifos. ¿Aceptó Shvarts la condición? Por supuesto que no. Después de todo, una verdadera “artista” no acepta esa clase de compromisos. En vez de disculparse, Shvarts reafirmó que los abortos habían sido reales y mostró a periodistas videos para probarlo.

Este escándalo, debo decir, no causó en mí gran impresión, pues ya había advertido desde hace tiempo ese cáncer que amenaza con erosionar totalmente la credibilidad de los departamentos de arte de las universidades de Estados Unidos. En Boston, a finales de los noventa, viví en un estudio cerca del Massachussets College of Art y tuve la oportunidad de cruzarme con varios artistas de la estirpe de Shvarts. Por más que me esforzara, no le veía ningún valor estético o artesanal al trabajo que hacían. Detrás de sus obras más bien creía reconocer una enfermiza obsesión con el experimento y un afán infantil por impactar y llamar la atención. Cuando les hacía preguntas sobre su trabajo, estos artistas siempre se enzarzaban en explicaciones que, como la de Shvarts, develaban una vocación panfletaria y una obsesión politizada con la sexualidad, la raza y el género. “Lo que quiero denunciar con mi obra es….” O “mi obra pretende concienciar al público sobre…”

Lo peor del caso de Shvarts es que es bastante probable que el incidente en Yale la ponga en el mapa como artista. Ocurre a cada rato: jóvenes con obras quizá no tan grotescas, pero sí tan huecas, que penetran el mercado gracias a la controversia y el buzz que generan. Y como en buena parte del mundo del arte se han desmoronado todos los criterios objetivos que permiten calificar y descalificar una obra, y situarla dentro de una jerarquía, algunos de estos artistas no sólo logran vender sus obras a precios ridículamente altos, también logran ganar credibilidad y respeto. El mercado, pues, se encarga de determinar su valor artístico.

En lo que a mí se refiere, lo que más tristeza me da de “artistas” como Shvarts es la orfandad de su trabajo, o dicho de otro modo, la carencia de cultura artística que confiesan abiertamente a través de sus obras. Me llama la atención la falta de curiosidad, de sensibilidad o la voluntaria incapacidad que les impide apreciar, o los lleva a rechazar, las obras maestras del pasado para, en vez, dedicarse a ese género menor del arte-panfleto, es decir, el arte cuyo máximo valor es la explicación del artista de lo que “se supone” que quiere comunicar con la obra. Pues ¿qué valor tiene ese amasijo movedizo de sangre vaginal y vaselina sin la previa explicación de la señorita Shvarts sobre “los entendimientos formativos de la función biológica” y toda esa palabrería vacía que ni ella misma debe comprender?

A veces sospecho que quizá el problema de fondo es que “artistas” como Shvarts no han tenido un contacto real con grandes creaciones. Y no me refiero simplemente a ver una gran obra, sino a sentirla en las entrañas y captar con la mente su riqueza, ambigüedad, sutilezas y sugerencias de todo orden. Ese contacto real con una obra maestra puede ser una fuerza transformadora y es lo que lleva a los artistas genuinos a querer producir obras de similar profundidad y riqueza, lo que no quiere decir –ya puedo sentir los gruñidos de Shvarts– que, para producir esa obra, los artistas tienen que conformarse con las normas, técnicas y principios estéticos del pasado.

Busco en mi álbum de imágenes la estampa de La gran odalisca, que compré hace ya algunos años en el Louvre, y que tiene las esquinas gastadas de tanto verla. La veo unos segundos, y enseguida, gemido de aprobación. Todavía, después de años de haberla descubierto, después de años observándola y fantaseando con ella, me enturbia esta enigmática mujer-niña, que, dándonos la espalda, recostada en un lujurioso harén, y adornada con exóticos objetos y prendas orientales, se vuelve para mirarnos, o quizá mirar a alguien o algo dentro del cuadro, el pintor, la puerta o –mi opción favorita– el amante que se acerca a ella para hacerle el amor en la posición que, con su pose lánguida, la odalisca pareciera muy sutilmente sugerir.

¿Qué dice esa mirada? A veces creo notar cierta indiferencia y quizá un poco de cansancio. Pero otras veces detecto, como en la Mona Lisa, sexualidad reprimida. La veo como una jovencita ansiosa de descubrir y saborear los dulces manjares del sexo que su corta edad, y quizá la estricta y estúpida moral de su época, le han vedado, prohibido, asfixiando la primera primavera de sus deseos. Su boquita, diría el poeta Cadenas, está llena de besos que no ha dado.

Pero tan especial como su rostro y su mirada es su figura. La curva sinuosa y exquisitamente larga de su columna vertebral, que armoniza casi musicalmente con la línea de su brazo. Sus piecillos perfectos, de bebé, sin uñas feas ni resequedades, que parecieran haber sido imaginados por el novelista/filósofo/fetichista-de-pies del siglo XVIII, Restif de la Bretonne. Y, sobretodo, sus anchas caderas, que son desproporcionadamente grandes para su figura esbelta, y cuya parte más íntima el pintor apenas cubre con una sábana, consciente, quizá, de que de ese modo alborota nuestros más violentos deseos de trasgresión. Críticos obtusos de la época fustigaron la odalisca por tener demasiadas vértebras y distorsionar la anatomía de la mujer. Se trata, claro, de mentes inferiores, insensibles, incapaces de entender que el creador se vio obligado a hacer estas distorsiones no por falta de habilidad o talento, ni mucho menos por querer ser moderno, sino porque sus más profundos instintos e inclinaciones eróticas se lo exigían.

Los cuatro años en Yale le costaron a Aliza Shvarts la astronómica suma de 180 mil dólares. Me pregunto si, en vez de gastar ese dinero en Yale, no hubiese sido mejor invertir esa suma en varios viajes a París, en primera clase, quedándose en uno de esos costosísimos hoteles que quedan muy cerca del Louvre. En el museo podría haber visto en persona varias obras maestras de Jean-Auguste-Dominique Ingres, incluyendo La gran odalisca, así como muchas otras obras de grandes pintores y escultores que quizá hubiesen modificado su bizarra y pervertida visión del arte.

 

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