Otro hombre antes

Martes, 28 de junio de 2011

Hace un tiempo trabajé con un señor ya mayor, colombiano, que era muy bajito, responsable y bondadoso. Siempre andaba de buen humor y era muy religioso, un miembro muy activo de su Iglesia. Una vez hasta me regaló una Biblia. Por mucho tiempo pensé que ese colombianito anacrónico y sesentón, que se llamaba Héctor y tenía un ligero parecido con Chespirito, jamás había hecho una mala acción en su vida.

Luego, un día, conocí por casualidad a un viejo amigo suyo que me contó que Héctor había estado preso un año por “problemas relacionados al alcohol.” Y poco después, un día que llevé a Héctor a su casa, él mismo me contó muy arrepentido que, durante su juventud, había sido muy temperamental. Su esposa lo había dejado (“con razón”) por no poder controlar sus calenteras. No me lo dijo, pero entendí que más de una vez le había pegado a su mujer.

Me enteré de otras cosas raras sobre su pasado. Ahora no las recuerdo, pero sé que lo que ya conté no fue lo único. Lo que sí recuerdo es que en algún momento sentí algo extraño que entonces no me preocupé por definir, pero que ayer, leyendo la última novela (un poco somnífera) de Juan Gabriel Vásquez, reconocí resumido en dos oraciones:

Este hombre no ha sido siempre este hombre. Este hombre era otro hombre antes.

Antes de mudarse de trabajo Héctor me pidió prestados 300 dólares “para una emergencia.” No se los presté. No porque no tuviese el dinero, sino porque el tamaño del favor, combinado con los datos sospechosos que tenía sobre su pasado, me hicieron desconfiar de él. Héctor nunca hizo nada -más que pedirme ese raro favor- que me hiciera desconfiar de él. Al contrario: a cada rato me daba muestras de su infinita bondad. Pero igual desconfié.

Ahora me arrepiento de no haberlo ayudado porque estoy casi seguro de que me hubiese pagado. También siento que hice lo contrario a lo que he debido hacer para fortalecer la identidad de ese nuevo hombre que, seguramente con mucho esfuerzo, él había logrado superponer al viejo y agresivo borrachín.

¿Y si se muere?

Lunes, 27 de junio de 2011

En un reporte reciente el Instituto Internacional de las Finanzas auguró que la economía de Egipto se contraerá 2,5 por ciento este año.

Y un instituto de estadísticas egipcio calculó las pérdidas de la revolución egipcia en 1700 millones de dólares.

Algunos estiman que la fuga de capitales del país desde el comienzo de la Primavera Árabe asciende a los 30 mil millones de dólares. La inflación está por encima del 12 por ciento; el desempleo ha subido.

En resumen, la economía de Egipto está ahora mucho peor que antes de la revolución.

Como nos recuerda el historiador Niall Ferguson, nada de esto sorprende. Este es el ciclo normal de las revoluciones o los terremotos políticos. La euforia y el optimismo es seguido por la parálisis económica.

Ocurrió después de la revolución francesa en 1789 y después de la rusa en 1917.

Y podría ocurrir en Venezuela si, como dicen algunos rumores, Hugo Chávez tiene una grave enfermedad que acabe sacándolo del juego político.

Es cierto que la economía venezolana ya es un desastre y que, a primera vista, las cosas difícilmente pueden ponerse peor. Pero las cosas siempre pueden ponerse peor.

La muerte de Chávez podría destapar divisiones, odios y pugnas dentro del chavismo que provoquen un deterioro en la gobernabilidad del país, con todo y los actuales niveles de disfunción. La falta de legitimidad del sucesor (¿Jaua? ¿Cabello?) podría radicalizar al régimen y desestabilizar aún más la economía.

Incluso si un opositor toma el poder después de las elecciones, los ajustes que debe efectuar pueden provocar descontento e inestabilidad política.

Este descontento podría ser perversamente reforzado por la nostalgia por Chávez, cuya muerte seguramente llevaría a mucha gente a olvidar sus defectos y mitificar sus virtudes.

La primavera llegaría, pero este invierno de ya casi doce años podría terminar con una tempestad.

Última hora:

  • Estas declaraciones de Adán Chávez son un anticipo de lo que podría venir. H/T: Miguel Octavio.

Periodista

Domingo, 26 de junio de 2011

Autora: Mirtha Rivero.

Hace algunos meses, en Caracas, una reportera de televisión buscó mi opinión sobre el ejercicio del periodismo en Venezuela. Quería saber qué pensaba de los juicios que le habían abierto a varios periodistas; qué, de las presiones, persecuciones, intimidaciones, ataques verbales –a veces físicos-; qué opinaba de la información manipulada, de los obstáculos que se levantan para dificultar el trabajo en algunas fuentes, y la prohibición a la cobertura de ciertos actos. Me preguntaba si no veía una diferencia entre los tiempos en que yo trabajaba en un diario –hace casi veinte años- y los actuales, porque, a su juicio, cada vez era –es- más difícil y riesgoso nuestro oficio.

Sin querer meterme a comparar tiempos porque –le dije- cada época tiene su reto, le conté un episodio que había sacudido a México; fue el asesinato, por parte del narcotráfico, de un reportero gráfico en el norteño estado de Chihuahua. El crimen ocurrió en septiembre de 2010, y era el segundo que en un lapso de dos años afectaba directamente a la redacción de El Diario, de Ciudad Juárez.

Dos días después del asesinato, cuando todavía trataban de sobreponerse al dolor, el periódico abrió a todo lo que daba su primera plana con un editorial –un grito de impotencia- cuyo título era una interrogante: ¿Qué quieren de nosotros?, le preguntaban a los narcos. Estaban dolidos por la muerte del fotógrafo Luis Carlos Santiago, y por la del periodista Armando Rodríguez –también acribillado- ocurrida en noviembre de 2008. Y, de seguro, lloraban las bajas de otros más, porque Juárez, dicho sea, es uno de los lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo: en nueve años más de diez periodistas han caído, víctimas de atentados.

En su editorial, El Diario señalaba: “somos comunicadores no adivinos,” y preguntaban directamente a los asesinos qué querían que se publicara o dejara de publicar; necesitaban saber a qué atenerse. El artículo generó distintas reacciones; hubo quienes, horrorizados, le pidieron cuentas al gobierno porque en su guerra contra la delincuencia organizada se olvidaba de proteger a los civiles, pero hubo los que, desde la trinchera periodística, llamaron la atención: no se podía capitular ante la delincuencia –alertaron-, el periodista –aun con riesgos- tiene que hacer su trabajo y no se le podía pedir línea a los malandros.

Con esa historia le respondí a mi compatriota. Por encima de los obstáculos y del miedo, hay que seguir haciendo lo que sabemos hacer con las herramientas que contamos y de la mejor manera posible. No queda otro camino que ejercer la profesión que escogimos. No podemos rendirnos.

Cuando conté ese cuento no sabía lo que hoy sé sobre los periodistas que siguen trabajando en El Diario de Juárez. Del equipo de dieciséis personas que integra la redacción, diez son mujeres y son ellas las que se encargan de las fuentes más duras: sucesos y política. Algunas no firman sus notas, pero eso no significa que no sigan informando, que no sigan señalando con nombre y apellidos a los delincuentes, sean corruptos o narcotraficantes:

-Aquí, nosotros hemos publicado los nombres de todos –especificó una reportera juarense a la revista Milenio Semanal-. No nos hemos quedado callados… aquí no hay silencio.

Hace más de medio siglo ya lo dejó bien claro Carlos Fuentes en su novela La región más transparente…

“…Hay cuatro profesiones que nunca se pueden abandonar: diplomático, periodista, cómico y puta.”

Cortesía del suplemento Día D de 2001.

Héroes silenciosos

Viernes, 24 de junio de 2011

Theresly Malavé

En Venezuela hay personas que fuera de la luz pública, sin ninguna ambición política ni sed de fama o reconocimiento público, hacen un trabajo de hormiguita que, aunque muy valioso, es pesado, frustrante y muchas veces no remunerado.

Son los activistas y abogados que van a las cortes para ver si, por una combinación de constante presión y algo de suerte, logran filtrar pequeñas dosis de justicia a través de un aparato judicial totalmente politizado.

O los que se reunen con los familiares de los presos de El Rodeo, los escuchan, documentan sus historias y publican informes con la esperanza de que, poco a poco, su trabajo, unido al de muchos otros, resulte en al menos pequeñas reformas.

O los que no se olvidan de los presos políticos, y el sufrimiento de su familias, y siguen luchando empecinadamente para que salgan en libertad o al menos para que se respeten sus derechos dentro de la cárcel.

Son los personajes relativamente anónimos que, con su labor organizativa, ayudan a explicar las victorias más importantes de la oposición de los últimos cuatro años, desde el referendo de 2007 a las regionales de 2008 a las legislativas de 2010.

Yo me he cruzado con varios, Theresly Malavé, Humberto Prado, Claudia Mujica, Karla y el señor Iwai, Carlos Nieto.

E, inspirándome en la tradición de Twitter, les mandó un #FF de admiración a todos ellos.

El Coliseo sigue

Jueves, 23 de junio de 2011

Muchas cosas ocurren en las cárceles venezolanas, pero la práctica de “El Coliseo” en la cárcel de Uribana en el estado Lara es quizá la más espeluznante.

Consiste en un combate que pretende evocar las antiguas luchas de gladiadores romanos.

Los reclusos se reunen en el patio de la cárcel en un círculo. En el centro los elegidos por la máxima autoridad penitenciaria (un preso) pelean con chuzos, mientras los otros observan, aplauden o esperan su turno para combatir y quizá morir.

El juego tiene reglas claras: no están permitidas las armas de fuego; las cuchilladas en la cara están prohibidas; sólo se puede atacar en los brazos, las piernas y el pecho.

“El ambiente es como el de una corrida de toro,” me dice Carlos Nieto, director de la ONG “Una Ventana para la Libertad,” quien han visto videos de esta práctica primitiva. “Solían ser los lunes o los miércoles en la madrugada, pero ahora creo que no tienen horario.”

Estas peleas, que se iniciaron en 2008, comenzaron como “entretenimiento,” pero luego se convirtieron en un mecanismo salvaje para ganar poder y dirimir conflictos (incluyendo meras deudas económicas). La participación no es opcional. Si el líder decide que un recluso debe pelear, a ese recluso no le queda sino obedecer.

Como la autoridades llevan años sin hacer nada, Carlos Nieto llevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que en noviembre de 2010 condenó la práctica e instó al gobierno venezolano a que tomara acción para que cesara.

Más de seis meses después, la práctica continua.

Más sobre este tema: