Viernes, 2 de enero de 2009
La trama de La señora del perrito, el famoso cuento de Antón Chéjov, no es muy original. El personaje principal, Dmitri Dmítrievich Gúrov, es de Moscú, tiene poco menos de cuarenta años y está casado con una mujer que lo aburre. En una estadía en Yalta, una ciudad a orillas del Mar Negro, conoce a Anna Serguéyevna, una mujer también casada con la que tiene una breve aventura amorosa. La relación no dura mucho porque Anna, confundida, deja Yalta cuando recibe una carta de su esposo pidiéndole que regrese a casa. A Gúrov no lo traumatiza el final de la relación, que no considera distinta a las aventuras que ha tenido con otras mujeres. Pero, de vuelta a Moscú, Gúrov se sorprende al ver que, pese al paso del tiempo, no puede dejar de pensar en Anna. Decide entonces irla a ver a su pueblo, donde provoca un emotivo encuentro en un teatro. A partir de ese momento, Gúrov y Anna Serguéyevna comienzan a verse otra vez a escondidas. En esta segunda fase de la relación Gúrov se enamora de ella.
El cuento tiene un elemento de suspenso, pues el lector desea saber cómo termina la relación. Pero lo especial de esta ficción (y de Chéjov) no es el manejo habilidoso de la trama. Son las perceptivas observaciones, el equilibrio y ritmo de la prosa, la selección de detalles, la caracterización y las inquietudes existenciales que laten en cada página. Un denominador común de los cuentos de Chéjov es la proclividad del narrador o de los personajes a la reflexión metafísica. Chéjov no puede evitar insertar a cada rato reflexiones sobre la vida, la muerte, el paso del tiempo, etc. Estos instantes son los que revelan más la mano del autor, y en los que Chéjov más se acerca al precipicio del sentimentalismo. Pero también son los que nos acercan más a él. Esta propensión natural de su prosa es a la vez un defecto y una virtud.