Hiperrealismo

Martes, 26 de julio de 2011

Autora: Mirtha Rivero

Había estado demorando mi visita a la exposición del escultor australiano Ron Mueck en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey –la primera en América Latina-. No quería hacer maromas para apreciar las obras. Más de cien mil personas habían visto la muestra, y nada más saber que hubo siete mil ciento noventa visitantes en un día era suficiente para enfriarme las ganas. Por muy vanguardista y polémico que fuera el artista.

Había leído sobre él. En la Bienal de Venecia en 2001, su Boy –en cuclillas- de más de cinco metros de altura acaparó la atención; pero años antes, en 1997, su Dead Dad ya había conmocionado. La pieza era una réplica reducida del cuerpo de un hombre desnudo muerto: su propio padre. La escultura era –es- de un realismo estremecedor; por la textura lograda, la fidelidad en los detalles, y por el asombro de ver al “muerto”, que uno imagina frío: ausente, indefenso, expuesto.

En fin, que a Mueck había que verlo. Y fui.

Para mi extrañeza no encontré el gentío que esperaba. Mi marido y yo pudimos recorrer los salones a nuestras anchas. Sin filas, niños correteando o estudiantes de arte tapando con gigantescas libretas los mejores ángulos. Hasta hice el recorrido dos veces para cerciorarme de que solo once piezas conformaban la exhibición y “llenaban” todo un piso. Once esculturas, color en algunas paredes e iluminación. Más nada.

Desde la entrada, la “realidad” golpeó. Máscara, la careta inmensa de un hombre dormido ¿o muerto?, nos recibía con una barba de dos días, las arrugas y la sombra alrededor de los ojos cerrados, las cejas y las pestañas tupidas, la mejilla derecha constreñida contra la superficie, los labios -carnosos- apenas abiertos, el ceño un tanto fruncido congelado en medio ¿del sueño? Ese primer trabajo dio idea del dominio del escultor que, manipulando a escala y utilizando fibra de vidrio, silicona, resinas, a veces cabello natural crea piezas en donde la verosimilitud está en los detalles. Sea un bebé diminuto –Bebé-, una mujer de seis metros y medio –En la cama– o un pollo, un pavo o una gallina horrible –Naturaleza muerta– colgando en el medio de una sala. La maestría está en los rasgos que logra crear más que reproducir: pliegues en palmas de manos y plantas de pies, piel erizada o traslúcida, arrugas, uñas recrecidas, venas, vellos, la mirada perdida en una mujer gigante; la respiración que se adivina débil en una anciana durmiendo sus últimos días –Mujer vieja durmiendo-; el asombro en la boca de un muchacho que acaba de descubrirse un navajazo en el costillar –Juventud-; los músculos extendidos en el cuello de un hombre que, desnudo y cruzado de brazos, ladea la cabeza hurgando sin ganas en el horizonte, como para confirmar que no hay nada más allá de la embarcación en la que navega en un mar de aire –Hombre en bote-.

-A este como que le falta bronceador, se va a quemar – comentó un señor al plantarse frente A la deriva: un tipo que se asolea con los brazos extendidos hacia los lados sobre un colchón inflable en un imaginario mar azul, que es una pared.

Una mujer le dio un codazo al señor:

-Dicen que esa escultura representa la crucifixión.
-¡N’ombre! –ripostó el aludido- eso es intelectualizar demasiado, ya quisiera yo ese martirio.
-A esta escuela artística –ilustró un muchacho a otro- se le llama hiperrealismo.

Hiperrealismo –pensé- significa realismo exacerbado… Y se me escapó en voz alta:

-Hiperrealismo es lo que se hay en Venezuela, y no precisamente artístico.
-…¿?
-¡Perdón! –me excusé, tapándome la boca con la mano.

Cortesía del suplemento Día D del diario 2001.

Curiosidades

Lunes, 11 de julio de 2011

Autora: Mirtha Rivero

En días tan raros como estos, cuando en Venezuela se desbaratan todos los escenarios, siento más la falta de los libros que dejé en mi casa de Caracas. A esta hora, mi marido aún no llega de su trabajo, y no me bastan los periódicos ni los blogs que devoro por Internet. En este preciso instante, en que la ansiedad me abruma, me hubiera parado enfrente de la biblioteca y recorrido con un dedo los tramos hasta detenerme –por instinto- en un ejemplar y revisar las líneas subrayadas. Ese libro me hubiera llevado a otro y ese a otro… Y así hasta hallar la frase precisa, el párrafo que describa exactamente lo que quiero expresar en este momento, la sensación que no soy capaz de manifestar con la claridad o la maestría que me gustaría.

En los libros siempre hay alguien que ha visto todo antes, y mejor.

Pienso en Libro del desasosiego, el diario que el portugués Fernando Pessoa llevó durante sus últimos años de vida: a lo mejor allí hubiera encontrado la respuesta que busco ante el asombro o el pasmo que me rodea. O tal vez en Cisnes salvajes, de Jung Chang, la novela que narra el siglo XX chino a través de la vida de tres generaciones de una misma familia: la abuela –concubina de un señorón de la dinastía manchú-, la madre –revolucionaria comunista que cae en desgracia con la Revolución Cultural de Mao-, y la nieta –quien cuenta la historia-, que a finales de la década de los setenta abandona China. O a lo mejor en el Ogro filantrópico de Octavio Paz o quizá en Confesiones de un burgués o La mujer justa del nunca bien leído Sandor Marai.

Si tuviera todos mis libros aquí, en México –me digo-, estoy segura de que encontraría lo que quiero.

Pero no los tengo, solo cuento con la colección que he ido armando a lo largo de los últimos años. Ayudada por los recuerdos de lo leído, hurgo en los estantes. Leo lo resaltado en El regreso del húligan, el texto autobiográfico del rumano Norman Manea, que narra su visita al país del que había huido diez años antes. Como por corazonada me detengo en Leonardo Padura Fuentes y escojo La novela de mi vida –la historia de un desterrado cubano que después de dieciocho años regresa a la isla con la excusa de hallar la autobiografía perdida de un poeta- y La neblina del ayer –en donde vuelve a sus andanzas Mario Conde, el detective empeñado en esclarecer delitos en medio del desencanto y la burocrática vida cubana-. Acaricio El dictador, el demonio y otras crónicas del norteamericano Jon Lee Anderson; Prisión perpetua, del argentino Ricardo Piglia… Y llego hasta Vasili Grossman, el proscrito periodista soviético y el inmenso volumen de Vida y destino, su novela prohibida por el régimen comunista. Encontré:

“Se había acostumbrado asimismo a las decenas, los cientos de rumores que circulaban por el campo: sobre la invención de cierta arma nueva o sobre las discrepancias entre los líderes nacionalsocialistas. Los rumores eran invariablemente hermosos y falsos; el opio de la población de los campos.”

Resuelta, me remito a Leer Lolita en Teherán, escrita por la iraní Azar Nafisi, una profesora de literatura que, acosada por el régimen, se retira de la universidad y durante dos años –una vez por semana- se reúne a escondidas en su casa con siete ex alumnas para leer las novelas occidentales prohibidas por los ayatolás. Y precisamente, cuando ella y sus muchachas, despojadas del velo, repasan Lolita de Vladimir Nabokov, yo paré de buscar:

“…la curiosidad es la insubordinación en su forma más pura.”

Lecciones de Bloomsbury

Martes, 5 de julio de 2011

Esto ya lo he señalado antes en este blog.

En unos de sus diarios la gran novelista Virginia Woolf apuntó: “The reason why it is easy to kill another person must be that one’s imagination is too sluggish to conceive what his life means to him.”

La razón por la cual es fácil matar a otra persona debe ser que la imaginación de uno es demasiado perezosa como para concebir lo que la vida de la víctima significa para él.

Me parece acertada esta equivalencia que hace Woolf entre la empatía y la imaginación.

Aunque yo quizá añadiría algo a la frase. Diría “lo que su vida significa para él, su familia, sus amigos y la sociedad en general,” porque matar afecta no sólo a la víctima.

Recordé esta equivalencia ayer, leyendo sobre las repentinas medidas que ha tomado el Poder Judicial en el caso de Alejandro Peña Esclusa, preso político que, como Hugo Chávez, padece de cáncer.

Todo parece indicar que Peña Esclusa va a poder afrontar su juicio y su tratamiento en libertad, acto que es difícil no relacionar a la enfermedad del presidente.

¿Asistió la enfermedad de Chávez su imaginación, lo cual causó un brote de empatía que lo hizo dar la orden de liberar a Peña Esclusa? ¿Fue saber de primera mano lo que se siente tener cáncer lo que motivó este repentino acto de compasión?

Esa podría ser parte de la explicación.

La otra podría ser superstición. Chávez, que según su propias palabras ha rezado mucho para curarse, podría pensar que su indiferencia frente a las enfermedades de los presos políticos podrían disminuir la eficacia de sus rezos.

Su renuencia a atacar e insultar a la oposición desde que se enfermó refuerzan esta hipótesis. No digo que esto vaya a durar, pero en su discurso el odio –por ahora– ha prácticamente desaparecido.

Así como un hilo invisible conecta la imaginación con la empatía, otro conecta el miedo con la superstición.

Otro hombre antes

Martes, 28 de junio de 2011

Hace un tiempo trabajé con un señor ya mayor, colombiano, que era muy bajito, responsable y bondadoso. Siempre andaba de buen humor y era muy religioso, un miembro muy activo de su Iglesia. Una vez hasta me regaló una Biblia. Por mucho tiempo pensé que ese colombianito anacrónico y sesentón, que se llamaba Héctor y tenía un ligero parecido con Chespirito, jamás había hecho una mala acción en su vida.

Luego, un día, conocí por casualidad a un viejo amigo suyo que me contó que Héctor había estado preso un año por “problemas relacionados al alcohol.” Y poco después, un día que llevé a Héctor a su casa, él mismo me contó muy arrepentido que, durante su juventud, había sido muy temperamental. Su esposa lo había dejado (“con razón”) por no poder controlar sus calenteras. No me lo dijo, pero entendí que más de una vez le había pegado a su mujer.

Me enteré de otras cosas raras sobre su pasado. Ahora no las recuerdo, pero sé que lo que ya conté no fue lo único. Lo que sí recuerdo es que en algún momento sentí algo extraño que entonces no me preocupé por definir, pero que ayer, leyendo la última novela (un poco somnífera) de Juan Gabriel Vásquez, reconocí resumido en dos oraciones:

Este hombre no ha sido siempre este hombre. Este hombre era otro hombre antes.

Antes de mudarse de trabajo Héctor me pidió prestados 300 dólares “para una emergencia.” No se los presté. No porque no tuviese el dinero, sino porque el tamaño del favor, combinado con los datos sospechosos que tenía sobre su pasado, me hicieron desconfiar de él. Héctor nunca hizo nada -más que pedirme ese raro favor- que me hiciera desconfiar de él. Al contrario: a cada rato me daba muestras de su infinita bondad. Pero igual desconfié.

Ahora me arrepiento de no haberlo ayudado porque estoy casi seguro de que me hubiese pagado. También siento que hice lo contrario a lo que he debido hacer para fortalecer la identidad de ese nuevo hombre que, seguramente con mucho esfuerzo, él había logrado superponer al viejo y agresivo borrachín.

Complejos coloniales

Miércoles, 15 de junio de 2011

El joven V.S. Naipaul

Ian Buruma y V.S. Naipaul son escritores que admiro mucho y que siempre leo con lápiz en mano. Así que es un lujo leer un ensayo de Buruma sobre Naipaul … enmarcado, además, en la excelente biografia de Naipaul escrita por Patrick French, otro talentoso escritor.

A continuación una pequeña muestra de este viejo ensayo publicado por The New York Review of Books  (traducción mía):

Incluso cuando era un niño, Naipaul quería distinguirse de sus compatriotas como un ser especial. Tenía miedo de ser contenido, atrapado por sus alrededores: la miseria de la vida comunal en una pequeña casa en Puerto España, el adormecido provincialismo de Trinidad….Estaba convencido, desde muy temprano, que para avanzar en el mundo y encontrar su lugar, se tenía que mudar. Una beca para estudiar en Oxford se lo permitió.

Atormentado por sus complejos de insuficiencia sexual, y su temor de ser visto como un inadaptado colonial, Naipaul fue miserable la mayor parte de su tiempo en Oxford. Pero no había vuelta atrás. Un encuentro con un viejo amigo de su escuela en Trinidad lo dejó fúrico: “Nunca me había dado cuenta de que mi amigo era tan feo, tan tosco, tan ordinario -frente pequeñita, cabeza cuadrada y gorda, labios gruesos, pelo ondulado peinado forzosamente hacia atrás.”

Peor aún, su amigo llevaba una chaqueta que Naipaul desaprobaba: “Llevar en Oxford una chaqueta del Caroni Cricket Club de Trinidad. Te pregunto -¿puedes concebir algo más estúpido?”

[Patrick] French, creo, da en el clavo interpretando esta reacción:

“La rabia desproporcionada, sin embargo, fue el resultado tanto de la apariencia de su amigo como de sus propias ideas. La rabia de Naipaul contra su amigo provino en parte de su visión del mundo, y su convicción de que su propio futuro estaba en el centro, no la periferia.”