El Centro

Lunes, 16 de enero de 2012

Llevo ya un tiempo trabajando en un novela que ocurre en Venezuela, bajo Chávez. Comparto con ustedes las primeras cuatro páginas del primer capítulo. No comparto más no por pichirre, sino para que las lean.

Cuando salió de la estación del metro la distrajo una pequeña estatua de un prócer que no conocía y se tropezó con alguien. El muchacho le reclamó su distracción, su rostro contorsionado por la amargura. Ella le pidió disculpas, pero hubiese sido lo mismo que no lo hiciera. El muchacho se alejó moviendo la cabeza de un lado a otro como si le costara creer que en la ciudad hubiese tanta gente ruda y desconsiderada.

Volvió a sacar de su cartera el papelito con la dirección del Teatro Ayacucho. La mano le temblaba. El tropezón le había provocado un susto; pensó que la estaban asaltando. La noche anterior, cenando en casa de su mamá, su hermano le había advertido que el Centro estaba peligrosísimo.

-Y el metro está igualito, Rosi. Los ladrones se meten en los vagones en una estación, asaltan a la gente y luego se bajan en la siguiente estación.

Rosario lo sabía mejor que él (ella iba más al Centro). Ahora robaban a cualquiera, en cualquier lugar, a cualquier hora. A cada rato escuchaba historias, un primo que lo habían asaltado en una panadería a las diez de la mañana; unos malandros que irrumpieron en un cine y robaron a todo el mundo; una viejita de ochenta años víctima de un secuestro express. A Tibisay misma la habían robado la semana anterior, a pocas cuadras de allí, en el Centro Comercial Metrocenter. Dos malandros la habían encañonado en el estacionamente para quitarle la cartera. Pero ¿qué iba a hacer? ¿No salir? ¿No ir al Centro más nunca ni montarse en el metro? Life goes on, se decía. Quedarse encerrado en la casa sencillamente no era una opción.

El Centro estaba caótico como siempre. Demasiado ruido, gente, contaminación. Llegó al semáforo y miró a su alrededor para ubicarse; vio allá lejos la otra salida de la estación cerca del TSJ, por donde había debido salir. Comenzó a caminar hacia el tribunal, cruzando la calle cuando una construcción la obligó a cambiar de acera. Pasó una venta de lotería, donde unos hombres la miraron como animalitos hambrientos. En los Estados Unidos, durante su corta estadía, nadie nunca la miró así, ni en la calle ni en el Wilson Center. En los tres meses que estuvo allá ningún gringo se la comió de esa manera con los ojos. Pero en el Centro, en Chacaíto, en Sabana Grande, los hombres la invadían desfachatadamente, deslizando sus ojitos ávidos por las curvas de su cuerpo, a veces deteniéndose en su escote, entre sus piernas, casi violándosela con la mirada. Era como si trataran de adivinar sus formas a través de la ropa. Y, si no tenía suerte, le hacían gestos obcenos con la boca o le susurraban piropos con un tono bajito, íntimo. “Mamita qué rica estás. Estás podrida de buena. Quiero casarme y tener un hijo contigo. Dame tu teléfono, plis, te lo suplico.” A Tibisay le gustaban que la miraran así. “Me sube el ego, Rosi. Así sean lo más vulgar del mundo, me crean la ilusión de que estoy buena.” A ella le gustaba menos, pero no podía negar que de vez en cuando también la confortaba, necesitaba, que la piropearan; y más ahora, que había cumplido cuarenta años.

Llegó a la esquina donde estaba la sede del Tribunal Supremo de Justicia, y enfrente del tribunal, el antiguo Congreso, la ahora Asamblea Nacional bolivariana. Se paró a esperar que el semáforo cambiara. Ya sudaba. Cinco minutos caminando y ya estaba un poco abrumada con el gentío, las bocanadas tóxicas de los autobuses, las bocinas impacientes. Podía sentir como el aire le ensuciaba la piel, le rizaba el pelo, la afeaba. Reconoció a lo lejos ese grito que ya casi se había convertido en parte del paisaje urbano del Centro; un grito que todos los vendedores, como de común acuerdo, pronunciaban igual, prolongando el inicio y acortando el final, con entonación ascendente:

-¡Ooooro, plata, dólares! ¡Ooooro, plata, dólares!

Rosario sonrió, amarrándose la melena en una cola para combatir el calor. El fiscal de tránsito le hizo una seña para que cruzara, con un pitazo innecesariamente chocante y agresivo. “Oro, plata, dólares,” repitió pensando que había algo anacrónico, casi primitivo, en ese grito; algo que la hacía sentir en un mercado público hace tres siglos. Recordó otra vez la conferencia en Santiago, a la que había asisitido a principios de año. Muchas veces le había echado ese cuento a sus colegas y amigos. En un coctel de despedida el anfitrión la sentó al lado de un académico gringo y su esposa. El gringo tenía como treinta y cinco años y era muy buenmoso. Su esposa también era muy atractiva pero a diferencia del marido no había logrado sacudirse el tonto de su belleza. Tratando de explicarles a ambos qué era CADIVI, cómo funcionaba el sistema de control de cambio de divisas en Venezuela, porqué existía un mercado donde el dólar se vendía a más del doble de la tasa oficial, la esposa del gringo, que hacía un esfuerzo para participar en la conversación, la interrumpió para preguntarle:

-Dices “mercado negro” y me cuesta imaginarme cómo es. ¿Hay un lugar específico para ese mercado?

Su colega enrojeció, avergonzado por la pregunta, pero antes de que dijera algo ella rescató a la pobre gringa respondiéndole como si nada, como si tuviese todo el derecho del mundo a no entender esas cosas. Le hubiese gustado que la gringa estuviese con ella ahora, allí, en pleno Centro de Caracas, viendo en carne propia el mercado negro corpoerizado en ese grito que los vendedores utilizaban para ofrecer sus servicios en plena avenida, enfrente de la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia.

King Lear

Viernes, 13 de enero de 2012

La cuarta escena del tercer acto de King Lear es una de la mejores de la obra.

Traicionado y humillado por sus dos hijas Regan y Goneril, ya sin su reinato y sin un lugar donde vivir, Lear deambula con su bufón bajo una fuerte tormenta y se encuentra con un mendigo loco.

(El mendigo es Edgar disfrazado, pero Lear no lo sabe).

La difícil situación de Lear comienza a desestabilizarlo psicológicamente y no ve nada raro en las locuras que dice el mendigo. Más bien se compadece de él.

Y, además de claras señales de inestabilidad mental (que coexisten con destellos de lucidez -parte de su mente todavía funciona bien), Lear comienza a mostrar una mayor sensibilidad y empatía por los demás, producto de su mísera condición. Fíjense cómo lamenta Lear el estado del mendigo, llegando al extremo de la autocrítica (cursivas mías):

Poor naked wretches, wheresoe’er you are,
That bide the pelting of this pitiless storm,
How shall your houseless heads and unfed sides,
Your loop’d and window’d raggedness, defend you
From seasons such as these? O! I have ta’en
Too little care of this. Take physic, pomp;
Expose thyself to feel what wretches feel,
That thou mayst shake the superflux to them,
And show the heavens more just.

Su cercanía con la crueldad y la miseria lo hacen más sensible al sufrimiento de los demás, reafirmando esa conexión que hacía Virgina Woolf entre la empatía y imaginación.

En un rapto de simultánea locura y empatía, Lear amenaza con desnudarse para solidarizarse con el mendigo y su falta de ropa.

Unaccommodated man is no more but such a poor, bare, forked
animal as thou art. Off, off, you lendings! Come, unbutton
here.

[Tears at his clothes.]

Sin embargo, Shakespeare no se olvida del chiste del alacrán. Nadie se transforma de un día a otro. Lear todavía es Lear y por eso le pregunta al mendigo si su problema es que sus hijas también lo traicionaron:

Hast thou given all to thy two daughters?
And art thou come to this?

Y luego:

What, have his daughters brought him to this pass?
Couldst thou save nothing? Didst thou give them all?

Su capacidad de empatía (o su imaginación) es todavía tan limitada que sólo puede encontrar una explicación al dolor de otra persona en su propia situación. Como cuando era rey, el mundo sigue girando a su alrededor.

La escena es increíblemente delicada, rica, ambigua. El intento de desnudarse da risa por la desternillante locura, pero también conmueve porque revela el lado más noble de la personalidad de Lear; cómo su sufrimiento lo humaniza. Su inclinación a creer que los problemas del mendigo se deben a que también lo traicionaron sus hijas es una prueba de supremo egoísmo, pero es cómico en el contexto de su actual condición, deambulando como un vagabundo bajo una tormenta. Y, aunque no cabe duda de que el sufrimiento vuelve a Lear más sensible, nunca sabemos hasta que punto su empatía es magnificada por la locura.

Shakespeare logra combinar el humor con su sutil conocimiento de la condición humana, siendo aquél siempre el resultado de éste (y no separados como en la mala comedia).

Finalmente, esos brotes de empatía producto del sufrimiento coexistiendo con corrientes más profundas de la personalidad, ¿no les recuerda a alguien?

Venezolanos errantes

Domingo, 8 de enero de 2012

Roberto Bolaño

Roberto Bolaño es el que mejor los ha retratado.

Latinoamericanos de clases media que las circunstancias los llevan a migrar de sus países y luego pasan años y quizá décadas de una ciudad a otra, de un país a otro, desempeñando oficios menores
para sobrevivir y absueltos o aliviados del fracaso y la mediocridad por el relativo anonimato del que gozan como inmigrantes.

Hombres cuya existencia transcurre en la periferia, en una suerte de limbo existencial porque nunca terminan de echar raíces donde viven y porque van perdiendo poco a poco los vínculos con los lugares de donde provienen.

Personas que atraviesan parte de la juventud sintiéndose como en medio de una transición, como en una larga espera para que todo vuelva a una normalidad cada vez más elusiva.

Bolaño los llamaba latinoamericanos errantes: “Entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erran por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre es el peor.”

En todos los lugares que he vivido, Washington, Londres, Boston, he conocido a varios venezolanos errantes cuya razón de salida es siempre la misma: “Huir del loco.” Ingenieros, abogados y médicos que se conforman ejerciendo cualquier oficio -mesonero, taxista, cajero- porque en Venezuela, dicen, “ya no se puede vivir.”

Y, como en los cuentos de Bolaño, hay un trasfondo triste en sus historias de desarraigo. Muchos inmigrantes se mimetizan con la cultura de sus nuevos hogares, integrándose exitosamente a la sociedades adonde les tocó huir. Pero otros -los errantes- son como peces fuera del agua y a uno le da la impresión de que nunca lograrán escapar ese limbo en el que transcurren sus vidas.

 

Debris

Viernes, 23 de diciembre de 2011

Extracto de La Montaña Mágica de Thoman Mann:

Leaving the building by this exit, you did not approach the garden, but came out facing directly onto an open slope of mountains meadows, dotted with a few tallish firs and several low mountains that hugged the ground. The path they took -actually it was the only one available other than the main road that descended to the valley- led them gently up the rise to their left, past the rear of the sanatorium, where the kitchens and offices were located and steel garbage cans lined the railing beside the cellar stairs, and held to that direction for a good distance, then made a sharp hairpin to the right and began a steeper ascent up to the sparsely wooded hill.

Mann es el creador de Muerte en Venecia, obra maestra que he releído varias veces, cada vez con mayor admiración.

Por eso sorprende que en La Montaña Mágica, una y otra vez, incurra en el mismo error: desviar la narrativas hacia descripciones tan tediosas como innecesarias. (Y digo esto sin querer desvirtuar las virtudes de la novela).

El párrafo citado no ilumina nada sobre la trama, ni tiene ningún otra función aparte de la descripción misma. Reducir el párrafo a dos oraciones no afectaría para nada el engranaje de la novela. Y, sin embargo, la descripción es tediosa, redundante y hasta marea. Está llena de información gris e inútil que además es difícil de procesar y retener. Nos recuerda al amigo que trata de explicarnos con lujo de detalles dónde queda un lugar insignificante en una cuidad que no conocemos.

Inconscientemente, dejamos de prestarle atención porque no tenemos la capacidad de seguir el hilo de lo que dice, ni -peor aún- el interés.

Un poquito más de Krugman

Martes, 20 de diciembre de 2011

Por alguna razón, mi mente relacionó estos dos textos.

1) Enrique Krauze sobre el deplorable estado de la crítica literaria en español (énfasis mío):

La crítica en los periódicos independientes y la mayoría de las revistas de habla hispana deja mucho que desear. Por lo general, las reseñas son meros resúmenes de las obras, elogios indiscriminados o acercamientos teóricos. Falta casi todo: compromiso, penetración, discernimiento, profundidad, horizonte, pero sobre todo valentía. Atreverse a opinar con fundamento si una obra es buena o mala y por qué. La crítica de cine o la deportiva es mejor. ¿Por qué no tenemos la crítica literaria que necesitamos? Intervienen varios factores: compromisos editoriales, institucionales y hasta amistosos.

2) Jonathan Chait sobre Paul Krugman:

The most remarkable attribute Krugman has brought to the Times is rudeness. The social niceties that accompany his exalted position are utterly lost on him…He understands that you can’t arrive at truth without explaining why mistaken beliefs are wrong.

Krugman makes a mockery of the prohibition against arguing with his fellow columnists, larding his columns with rebuttals to unnamed subjects who happen to believe things that were advocated on the Times op-ed page earlier in the week…Krugman’s favorite in-house target is David Brooks, a vessel for the respectable and generally mushy-headed conventional wisdom Krugman loathes. Last spring, Brooks wrote a column bemoaning the lack of civility in Washington, citing President Obama’s failure to invite arch-nemesis Paul Ryan for lunch. Krugman wrote mockingly in response, “The president, we were told, was being too partisan; he needs to treat his opponents with respect; he should have lunch with them, and work out a consensus.” The headline of Krugman’s column—“Let’s Not Be Civil”—neatly summarized his ethos. He is the man who was invited into the club and refused to be clubby.