La religión del embargo

Martes, 15 de junio de 2010

En un ensayo reciente sobre Cuba publicado en The New York Review of Books, Nik Steinberg y Daniel Wilkinson de Human Rights Watch se plantean varias preguntas importantes: ¿Cómo se explica que Fidel y Raúl Castro, después de cincuenta años en el poder, sigan contando con gente que los apoya y los defiende? ¿Cómo se explica que la comunidad internacional no condene con mayor vehemencia los terribles abusos a los derechos humanos de la dictadura? ¿Qué explica la falta de solidaridad mundial hacia las víctimas de un régimen policial que niega las libertades más fundamentales, incluyendo el acceso a Internet, la libertad de viajar fuera del país o el derecho a expresar opiniones críticas del gobierno? ¿Qué explica la simpatía por un régimen que considera un crimen con pena de cárcel leer un diario como The New York Times o repartir copias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos?

Para responder estas preguntas Steinberg y Wilkinson tienen un argumento interesante. En primer lugar comienzan describiendo la manera como reaccionó la dictadura cubana a un reporte de Human Rights Watch sobre la violaciones a los derechos humanos en la isla. El reporte, cuya elaboración tomó varios años y documenta rigurosamente, y con lujo de detalles, los abusos del régimen, fue declarado “ilegal” por las autoridades cubanas y descrito como parte de una campaña para “socavar” el derecho a la “libre autodeterminación y la igualdad soberana” de Cuba. La reacción, dicen los autores, no fue sorpresiva. Invocar el argumento de la soberanía o el de la agresión externa es lo que normalmente hacen los regímenes autoritarios para justificar sus actos represivos. En la primavera negra de 2003, en la que fueron detenidos (y luego sentenciados a un promedio de 19 años de cárcel) 75 disidentes cubanos, la dictadura acusó a los activistas de haber sido parte de una estrategia de subversión contra Cuba concebida, financiada y dirigida desde el exterior con la activa participación de la Sección Consular de Estados Unidos en La Habana. Es decir: con los arrestos el gobierno cubano dijo estar simplemente defendiendo su soberanía.

Steinberg y Wilkinson dicen que el pretexto, claro, es una farsa. Una farsa utilizada por muchas dictaduras para usurparle el rol de víctima a los que padecen sus políticas represivas. Pero en el caso de Cuba esta farsa es efectiva. ¿Por qué? Porque la soberanía cubana, a diferencia de la de otros países autoritarios, sí ha estado bajo amenaza durante las últimas cinco décadas -un amenaza militar y económica proveniente de una superpotencia a 150 kilómetros de sus costas. La amenaza militar, es cierto, ya no es inminente, pero Steinberg y Wilkinson recuerdan que la económica continua a través de un embargo que fue establecido en los sesenta y codificado en ley en los noventa. Esta ley (conocida como Helms-Burton) prohíbe al presidente estadounidense levantar las restricciones comerciales a la isla hasta que Fidel y Raúl Castro entreguen el poder. En otras palabras, la ley busca que los cubanos tengan la libertad de escoger a sus líderes, pero al mismo tiempo les impide elegir a los hermanos Castro.

Para Steinberg y Wilkinson este embargo ha sido totalmente contraproducente. No sólo porque perjudica al pueblo cubano más que a sus líderes y porque ha fracasado en su objetivo de promover un cambio de régimen. También porque le permite a los Castro culpar a Estados Unidos de los fracasos económicos de la dictadura y, más aún, los ayuda a desviar la mirada internacional de sus políticas represivas. Steinberg y Wilkinson sostienen que el embargo le permite al régimen reformular la narrativa internacional sobre Cuba, transformando la represión dictatorial en una historia de una pequeña nación (David) defendiéndose de una agresiva superpotencia (Goliat) y camuflando el hecho de que el poder de los hermanos Castro sobre los cubanos es mucho más brutal, criminal y arbitrario que el que ejerce Estados Unidos sobre Cuba. Para muchos, dicen los autores, la indignación que sienten por el embargo les deja “poco espacio” para el rechazo que, de no existir el embargo, sentirían por los abusos de la dictadura.

Para tratar de corregir esta situación Steinberg y Wilkinson hacen una propuesta muy concreta: el presidente de Estados Unidos debe acercarse a sus aliados de Europa y América Latina y ofrecer un levantamiento del embargo a cambio de la formación de una coalición de países para presionar a Cuba para que libere a los presos políticos. Los autores explican que algunos gobiernos seguramente se van a negar, pero para otros la posibilidad de levantar el embargo eliminará la traba principal que hasta ahora les ha impedido condenar los abusos a los derechos humanos en la isla. La nueva coalición confrontaría a Cuba con la siguiente opción: o liberan los presos políticos o confrontarán sanciones. Pero no sanciones como las del actual embargo, sino sanciones teledirigidas a la cúpula dictatorial (negación de visas, congelamiento de activos en el exterior, etc). Así Cuba no ceda ante esta amenaza, la movida cambiaría la dinámica internacional que le ha facilitado a los Castro reprimir al pueblo cubano.

Ciertamente, Steinberg y Wilkinson tienen razón en criticar el embargo y pedir su levantamiento. El embargo es discriminatorio, hipócrita, contraproducente y, como dicen los autores, fortalece el discurso de los Castro de dos maneras: ayudándolos a culpar a Estados Unidos de sus propios fracasos económicos y desviando la atención internacional de la represión en la isla. El embargo, además, erosiona la independencia financiera que podría facilitar la labor de la disidencia de exigir e impulsar reformas democráticas. Con todo esto estoy muy de acuerdo.

Donde no concuerdo con los autores es en el rol protagónico que le dan al embargo como explicación al apoyo y la solidaridad que todavía recibe Cuba, especialmente en América Latina, pero también en otras partes del mundo. Pensar que los que todavía sienten solidaridad por Cuba van a dejar de sentirla sólo porque Estados Unidos levante el embargo es ingenuo, por decir lo menos. Porque lo que causa este desfase, en el que la confrontación económica entre una superpotencia y un país pequeño anula los brutales crímenes del país pequeño contra su propio pueblo, es producto de algo que va mucho más allá del embargo. Algo que, entre otras cosas, involucra una suerte de vínculo filial y emocional con la revolución cubana y una antipatía natural hacia Estados Unidos que muchas veces no tiene que ver con lo que Washington hace o no hace, sino con lo que es. Es decir: levantar el embargo no va a acabar con el mito romántico de la revolución ni mucho menos con el antiamericanismo.

Para probar este punto sólo hay que echarle un vistazo a la región. En la Cumbre de las Américas en abril de 2009, y luego en la Asamblea General de la OEA ese mismo año -cuando se revocó una restricción que impedía la entrada de Cuba a la OEA-, no recuerdo haber escuchado ni una sola mención por parte de un gobierno latinoamericano que siquiera aludiera a la falta de libertades políticas y económicas en la isla. Quizá la hubo, pero en todas las intervenciones que vi en televisión sólo recuerdo referencias positivas a la “hermana” Cuba y críticas rabiosas a Estados Unidos. Más aún, en esas y otras cumbres muchos gobiernos, incluyendo los de Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Argentina y Venezuela han hablado de Cuba como un modelo a seguir, sin que nadie marque clara distancia de este discurso. Incluso los gobiernos más de centro de los dos gigantes de la región, México y Brasil, han hecho abiertos gestos de apoyo a la dictadura. En el caso de Brasil, el presidente Lula se negó recientemente a criticar a los Castro por la muerte de Orlando Zapata Tamayo después de una huelga de hambre y comparó al disidente con unos de esos bandidos que pueblan las cárceles de Sao Paulo.

Si se quiere ver qué pasaría con el trato preferencial que le dan muchos a Cuba si se levanta el embargo, sólo hay que ver el caso de Venezuela. A diferencia de Cuba, Washington no ha tratado de derrocar a Hugo Chávez mediante una intervención militar. En vez de un embargo, Estados Unidos compra la mayor parte de su petróleo a Venezuela, siendo la principal fuente de sustento del socialismo del siglo XXI en el hemisferio. Desde los últimos años de la administración Bush, Estados Unidos ha tenido una política extremamente prudente con Chávez, evitando a toda costa la confrontación y manteniendo las críticas al mínimo a pesar de la trágica deshiladura de la democracia venezolana. Con Caracas, pues, Estados Unidos ha hecho lo que muchos piden que haga con La Habana.

Sin embargo, esta política de Estados Unidos no se ha traducido en un mayor “espacio” para el repudio a las políticas cada vez menos democráticas de Hugo Chávez. A pesar de los informes críticos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Human Rights Watch, Amnistía Internacional y muchas otras organizaciones defensoras de los derechos humanos, Venezuela no confronta actualmente ningún tipo de presión por parte de sus vecinos. Al contrario: Venezuela cuenta con el apoyo no sólo del ALBA, sino también de Brasil y Argentina, y Hugo Chávez incluso se da el lujo de liderar campañas pro-democracia, como lo hizo el año pasado en Honduras. Venezuela, es verdad, todavía no es un régimen totalitario como el cubano, pero también es cierto que, dentro las elites izquierdistas latinoamericanas, la dictadura cubana tiene absurdamente un aura romántica y heróica que no tiene Hugo Chávez. Pensar que América Latina va a unirse para presionar a Cuba sólo porque Estados Unidos levante el embargo es una completa ilusión que ignora el hecho que ni siquiera ha estado dispuesta a unirse para presionar a Chávez.

Por eso la propuesta de Steinberg y Wilkinson de levantar el embargo a cambio de presionar a Cuba para que libere sus presos políticos es sumamente ingenua. Tiene aspectos positivos, sí, pues creo que ayudaría a resaltar el doble estándar regional y el hecho que muchos gobiernos latinoamericanos, incluyendo el de Brasil, no tienen mayor interés en presionar a la dictadura cubana. Pero no es nada realista pensar que levantando el embargo Estados Unidos va a poder impulsar la creación de una coalición para presionar a los Castro. Con toda seguridad, los países del ALBA rechazarían esta coalición. Y Brasil y México -sin los cuales esta coalición no tendría ningún peso- no van a dividir a la región por Cuba, sobre todo considerando que tanto Lula como el presidente Calderón de México parecieran tener una debilidad por la dictadura cubana.

Siempre he pensado que el Congreso estadounidense debería levantar el embargo, así tenga que hacerlo unilateralmente. Pero con el tiempo he llegado a la conclusión que en el debate sobre la falta de libertad en Cuba el embargo ocupa un puesto demasiado prominente que sobrestima el efecto que tiene éste en la permanencia en el poder de los Castro y subestima seriamente que la dictadura le debe su larga vida sobre todo a su aparato interno represivo. Después de todo, sólo hay que pasear la mirada superficialmente por el mundo para notar que no son pocos los países que hoy día han logrado mantener regímenes autoritarios a pesar de tener sus puertas abiertas de par en par a los mercados internacionales.

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