Miércoles, 1 de abril de 2009
El pasado diciembre Cuba fue admitida formalmente al Grupo de Río, un organismo internacional que realiza reuniones anuales entre los jefes de Estado y cancilleres de los países firmantes de América Latina y el Caribe. Para la ceremonia de admisión Raúl Castro viajó a Brasil, donde pudo escuchar a varios presidentes de la región despotricar contra Estados Unidos y pedir el levantamiento inmediato del embargo. Cristina Fernández, Evo Morales, Felipe Calderón, Hugo Chávez, Rafael Correa –todos dieron latigazos al embargo. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, manifestó su esperanza de que el nuevo presidente de Estados Unidos levantara el bloqueo y dijo que Cuba “lo único que había hecho de malo era conquistar su libertad.” Al final de la cumbre, Raúl Castro declaró que salía de Brasil muy contento por el apoyo que había recibido Cuba por parte de todos los mandatarios.
La incorporación de Cuba al Grupo de Río fue seguida por una oleada de visitas de alto nivel a la isla, que incluyó a los presidentes de República Dominicana, Honduras, Panamá, Argentina y Chile. Al igual que en la cumbre de Brasil, ninguno de ellos asomó el tema de la falta de libertades políticas en Cuba, ni siquiera la presidenta chilena Michelle Bachelet, que fue torturada durante la brutal dictadura de Augusto Pinochet. Bachelet hizo durante su visita la protocolar crítica al embargo, que calificó –con razón– como una práctica comercial discriminatoria. Pero no tocó el tema de las políticas discriminatorias que impone el gobierno cubano dentro de la isla y se negó a reunirse con la disidencia por razones de “protocolo.” Más aún, el entonces canciller chileno Alejandro Foxley emitió un comunicado en el que expresó que la política exterior de su país se caracteriza por el respeto a la “diversidad política” y los “diferentes caminos del desarrollo.”
Que existen razones de peso para levantar el embargo es una verdad que ya pocos intelectuales niegan. La más obvia es que, después de casi cinco décadas, esta política no ha logrado todavía su objetivo de impulsar reformas democráticas en Cuba. Uno de los ejes de la estrategia de Fidel Castro para unificar al pueblo cubano detrás de la revolución, es el constante envilecimiento de la imagen de Estados Unidos. A través de su control monopólico de los medios, Castro ha construido y promovido incesantemente una imagen ilusoria –aunque con cierto soporte histórico– de un imperio yanqui agresivo, hostil e inmoral que amenaza la independencia de Cuba, y es en gran medida culpable de los problemas económicos de la isla. Es verdad que la abrogación del embargo no acabaría con este irracional y manipulador discurso, pero al menos lo debilitaría un poco, y le impediría al régimen desviar tan fácilmente la mirada crítica internacional de su propia negativa a implementar reformas políticas y económicas en Cuba.
Otro argumento poderoso para levantar el embargo es que éste ha perjudicado más al pueblo cubano que a la elite de gobierno. El embargo erosiona la independencia financiera que facilita la labor de la disidencia de exigir e impulsar reformas democráticas. Por ejemplo, el endurecimiento del embargo en 2004 –vía las restricciones para remesas y visas– afectaron menos al régimen que a los dueños de pequeños negocios y empresas que surgieron gracias a la limitada flexibilización del bloqueo a finales de los 90 y a las limitadas reformas de apertura económica que Castro se vio obligado a implementar durante el llamado “período especial.” Muchas de las firmas del Proyecto Varela de Oswaldo Payá pertenecían a esta clase de pequeños empresarios. Claro está que una apertura económica no siempre se traduce en una apertura política, como lo han demostrado Vietnam y China. Pero nada se pierde con probar un nuevo enfoque, más aún si la actual estrategia no ha dado resultados, viola leyes internacionales, es hipócrita y ha erosionado el capital político de Estados Unidos para aumentar la presión internacional sobre la dictadura cubana.
Ahora bien, una cosa es argumentar que el embargo ha sido contraproducente y otra cosa es incorporar a Cuba al Grupo de Río violando preceptos fundamentales del grupo de defensa de la democracia representativa y los derechos humanos. Una cosa es que los países latinoamericanos por fin se organicen para presionar a Estados Unidos para que acabe con el embargo y otra cosa es que estas críticas al bloqueo levanten una polvareda que ofusque el tema de la falta de libertades políticas y económicas dentro de la isla. Lula y Bachelet están en todo su derecho de hablar del respeto a la “diversidad política” y los “diferentes camino al desarrollo” cuando hablan de su relación con Cuba, pero sería bueno que dijeran las cosas como son, sin nublar sus ideas en vagas declaraciones y bonitos eufemismos.
Porque lo cierto es que este “respeto a la diversidad política” al que se refieren Lula y Bachelet –¿hasta cuándo hay que seguir recordándolo?– incluye a un régimen que tiene más de doscientos presos políticos, muchas de los cuales están encerrados en celdas con criminales comunes. Esta “diversidad política” abarca a un Estado policial que espía e intimida constantemente a los miembros de la disidencia, y que ordena a cada rato detenciones arbitrarias que a veces desembocan en juicios también arbitrarios en los que se castiga con varios años de prisión a cubanos por el mero hecho de disentir con el régimen.
Esta “diversidad política” abarca a un gobierno que controla todos los medios de comunicación, y restringe fuertemente los viajes al exterior de los cubanos, así como la migración interna de zonas rurales a la capital. Abarca a un régimen que prohíbe la lectura de un extenso catálogo de libros, restringe el acceso a Internet, considera un crimen difundir informes de derechos humanos y periódicos extranjeros, y que el año pasado, recordando sin querer su carácter bárbaro y retrógrado, decidió permitir ¡por primera vez! que los cubanos compren teléfonos celulares, hornos microondas y computadoras personales. El respeto a un régimen de esta naturaleza se entiende cuando viene de un Chávez, un Morales o un Ortega, pero no cuando viene de esa izquierda democrática y moderna, alabada en todo el mundo, que gobierna actualmente en Brasil y Chile.
Todo esto, claro, es parte de ese pernicioso virus antiestadounidense que ha penetrado incluso a la izquierda más avanzada de Europa, Estados Unidos y América Latina. Esa sensibilidad extrema que les permite a muchos detectar y condenar cualquier violación a la soberanía de un país del tercer mundo, pero que se convierte en ceguera a la hora de reconocer las violaciones a los derechos humanos que, los portadores de esa misma soberanía, infligen a su propia gente. Esa manía por ponerse del lado de los más pobres y débiles en el ámbito internacional (más si está Estados Unidos de por medio) y de aliarse, en el proceso, con el poder tiránico que, dentro de estos países débiles, ejercen unos cuantos hombres fuertes sobre una mayoría débil. Es ese doble estándar que explica que una misma persona reaccione con virulencia ante aberraciones legales como el Acta Patriota y Guantánamo, y al mismo tiempo justifique y defienda regímenes como el cubano.
Hace unos meses el intelectual y ex canciller mexicano Jorge Castañeda divulgó una interesante propuesta para el nuevo presidente de Estados Unidos en la formulación de su política hacia Cuba. Castañeda propone que, a cambio del levantamiento unilateral del embargo, Estados Unidos pida a varios actores clave de América Latina –Brasil, México y Chile– que se comprometan a apoyar y buscar activamente un proceso de normalización en la relaciones entre Washington y La Habana que incluya, eventualmente, el establecimiento de una democracia representativa en Cuba. El ex canciller aduce que, si los latinoamericanos no aceptan, difícilmente podrán seguir insistiendo en el levantamiento del embargo si lo único que pide Washington a cambio es un simple compromiso para presionar al régimen cubano a que impulse reformas democráticas dentro de la isla.
Creo que esta propuesta es un poco ingenua y me parece difícil que las diferentes partes se sientan atraídas por ella. Pero también pienso que, con extrema sutileza e inteligencia, Castañeda ilumina con su idea lo que está al fondo de este debate. Porque, si de verdad a los líderes latinoamericanos les importa tanto los efectos que tiene el embargo sobre el pueblo cubano, ¿estarían entonces dispuestos a poner su granito de arena para acabar con esta política? Si tanto les indigna lo “inhumano” y “discriminatorio” del bloqueo, ¿estarían dispuestos a invertir un ápice de su capital político presionando a Cuba para que elimine esas prácticas autoritarias que ellos jamás aceptarían en sus propios países? Sería bueno que, en vez de Estados Unidos, fueran Brasil, Chile y México los que hicieran la propuesta de Castañeda en la próxima Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago. Así demostrarían que el tema de la democracia y los derechos humanos en Cuba les preocupa tanto como los efectos del bloqueo comercial.
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