Lunes, 4 de mayo de 2009
El 13 de abril, en vísperas de la V Cumbre de las Américas, Estados Unidos dio un primer paso en lo que podría representar un giro importante en su política hacia Cuba. Cumpliendo una de sus promesas de campaña, el presidente Barack Obama ordenó el levantamiento de algunas restricciones a los viajes familiares de cubanoamericanos a la isla, así como la eliminación de las restricciones a las remesas. Obama también autorizó a las compañías de telecomunicaciones estadounidenses a trabajar con el gobierno cubano para ampliar las redes de cobertura en la isla. Según la Casa Blanca, la intención detrás de las medidas es no sólo restablecerle a los cubanoamericanos derechos fundamentales, también –y éste es un punto clave– fortalecer y brindarle apoyo a las corrientes democráticas dentro de la isla.
Durante la cumbre, unos días después, Obama hizo una segunda movida, cortésmente enfatizando que, después de las medidas tomadas por él, la pelota estaba en la cancha de Cuba. Mientras Obama participaba en reuniones con los otros mandatarios, varios altos funcionarios de su administración declararon a los medios que ahora le tocaba a Cuba hacer un gesto. Este punto fue subrayado por varios disidentes cubanos, incluyendo Elizardo Sánchez, que sensiblemente propuso que, en un gesto análogo, La Habana aplicara el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y permitiera a los cubanos entrar y salir libremente de la isla. También fue enfatizado por la fundadora de las Damas de Blanco, Miriam Leiva, que pidió al gobierno cubano que retribuyera un gesto como muestra de buena voluntad.
Quienes sí no le siguieron el juego a Estados Unidos fueron los mandatarios latinoamericanos. Obama quizá llegó a la Cumbre pensando que sus vecinos del sur reconocerían como un paso importante sus medidas de apertura hacia Cuba, y les pedirían un gesto a los hermanos Castro. Pero, si esa era su esperanza, Obama se quedó esperando. Porque ningún mandatario latinoamericano, sin excepción, dio una declaración pública pidiéndole un gesto a Cuba. Más aún, ninguno siquiera asomó el tema de las libertades políticas en la isla. Eso sí: casi todos le pidieron a Obama en público y en privado el levantamiento del embargo.
¿A qué se debe esta actitud? ¿Por qué nadie se atreve a asomar el tema de la democracia en Cuba con la misma libertad y sano espíritu de debate con que piden el levantamiento del embargo y recuerdan la historia de abusos de Estados Unidos en América Latina? En lo que a mí se refiere, pienso que en algunos casos –como los de Chávez, Morales y Ortega– se debe al más rabioso e irracional antiamericanismo, esa religión que junta a muchas Iglesias “neoprogresistas” del mundo en la que el problema con Estados Unidos no es meramente lo que hace o deja de hacer, sino su esencia: esa suerte de espacio conceptual ficticio que le permite a muchos, ya sea por conveniencia o incapacidad mental, reducir la complejidad y ambigüedad de la realidad internacional a un cuento de hadas donde buena parte de los males del planeta se deben al oscuro y perverso Goliat del norte. En otros casos –como los de Lula, Bachelet y Calderón– pienso que la reticencia a criticar a Cuba se debe a una mezcla de cobardía, pusilanimidad, pragmatismo, falta de liderazgo y un deseo de no querer ser visto como apoyando demasiado a Estados Unidos –deseo, por supuesto, que en algunos casos está sazonado con un toque de infatuación adolescente por la revolución cubana.
Pero hay quienes dicen que en el caso de Brasil y Chile esta interpretación es injusta. Aseguran que gente como Lula y Bachelet han sufrido en carne propia dictaduras, y, aunque no lo expresan públicamente, están muy en contra de las prácticas totalitarias del régimen castrista. Sólo que, a su modo de ver, el acercamiento, la diplomacia y el diálogo –y no las estridentes críticas públicas– representan la manera más efectiva de conseguir “concesiones” de la dictadura. Prueba de este compromiso con la defensa de la democracia son las actuaciones de estos países en foros y organizaciones internacionales. Por ejemplo, en una reciente reunión del Consejo de Derechos Humanos en Ginebra, Brasil, Chile y México pidieron a Cuba que respetara los derechos de la disidencia y diera una “garantía efectiva” de respeto a la libertad de expresión y al derecho a viajar.
¿Hay algo de verdad en este argumento? A mí me parece que todo esto despide un tufillo a Poncio Pilatos, pues dentro de este razonamiento no encajan algunos vergonzosos –y sobretodo innecesarios– gestos y declaraciones que han hecho Lula y Bachelet. No es fácil cuadrar esta estrategia silenciosa de defensa de la democracia con la declaración de Lula de que Cuba “lo único que ha hecho de malo es conquistar su libertad,” ni tampoco con el comunicado que emitió la cancillería chilena poco después de la visita de Bachelet a la isla en el que se aclara que la política exterior chilena siempre ha consistido en el respeto a la “diversidad política” y los “diferentes caminos al desarrollo.”
Pero, así dejemos a un lado estas declaraciones, pienso que este argumento entraña una debilidad mayor: crea una falsa disyuntiva. ¿Por qué Brasil y Chile asumen que una estrategia de búsqueda de diálogo y forjadura de vínculos con Cuba es incompatible con cualquier sugerencia o asomo de crítica de alto nivel a la dictadura cubana? ¿No es esto precisamente lo que han hecho Canadá y algunos países europeos? Más aún, ¿cuánto gana Lula no haciendo públicamente las críticas a Cuba que, por debajo de la mesa, hacen los diplomáticos brasileños en foros internacionales? Y, si gana mucho, ¿dónde están estas ganancias? ¿Dónde están los resultados de esta subrepticia diplomacia brasileña? ¿Justifican estos logros el darle la espalda a los valientes disidentes cubanos que se sienten decepcionados con el silencio de los gobiernos más democráticos, civilizados y modernos de la región?
El presidente Obama cometió un error de novato en Puerto España: enfatizar que, después del levantamiento unilateral de las restricciones a viajes y remesas, la pelota se encuentra en la cancha de Cuba. Obama y su equipo no previeron que, entre los mandatarios latinoamericanos, sus medidas no resultarían siquiera en una ligera presión a Cuba para que, por ejemplo, levantara sus propias restricciones para viajar o redujeran los impuestos a las remesas. Para los latinoamericanos la pelota sigue en la cancha de Estados Unidos y seguirá allí hasta el levantamiento unilateral del embargo.
Ante esta situación Obama tiene dos opciones: dejar que los hermanos Castro –con la anuencia de la mayoría de los presidentes latinoamericanos– vuelvan a trancar el juego; o comerse sus palabras y seguir tomando medidas unilaterales para dar un verdadero giro en la política de su país hacia Cuba. Si toma el primer camino, su política hacia la isla no será muy distinta a la de sus diez antecesores. En el mejor de los casos, será como la de Bill Clinton. Si toma el segundo camino, quizá no tenga éxito promoviendo la democracia en la isla, pero al menos habrá modificado una estrategia de aislamiento que no ha dado resultados. También les habrá quitado una excusa a los mandatarios latinoamericanos para llenar con ruidosos reclamos y críticas a su país el cobarde silencio que guardan respecto al tema de las libertades políticas y los derechos humanos en Cuba.
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