Socialismo del siglo XXI

Lunes, 1 de febrero de 2010

800px-Bachelet-Frei-Lagos-AylwinLas elecciones presidenciales en Chile del pasado 17 de enero, en las que ganó el empresario, y candidato de centro derecha, Sebastián Piñera, son un hito en la historia reciente del país. Sin bulliciosas protestas callejeras, y sin anuncios grandilocuentes de convocar una Asamblea Constituyente, Chile avanzó un paso más en el camino de la democracia y el pluralismo, terminando de sepultar su pasado autoritario y desviando la mirada de los paradigmas de Salvador Allende y Augusto Pinochet. En efecto, con el triunfo de Piñera un porcentaje significativo de chilenos envió un mensaje importante: votar por la derecha no es votar por Pinochet, ni tampoco expresar nostalgia por los tiempos de la dictadura militar. Más bien es reafirmar el principio de la alternancia en el poder, elemento renovador de la democracia.

¿Cómo se explica la derrota de la Concertación, coalición de socialistas y demócrata cristianos que tan exitosamente ha gobernado a Chile en los últimos veinte años? Una explicación común a la derrota es que, después de cuatro gobiernos de la Concertación, el pueblo chileno estaba ya cansado de las mismas caras, del mismo discurso, de los mismos funcionarios rotándose en los escaños del Congreso y los cargos de gabinete, cerrándole el paso a una nueva generación de líderes. Nadie niega que el balance de la gestión de la coalición ha sido positivo, pero los chilenos estaban ansiosos de cambio y este deseo de cambio benefició a la derecha.

Ciertamente, hay mucho de verdad en esta explicación. En cualquier democracia es normal que el electorado se canse del partido de gobierno, independientemente de sus logros. Sin embargo, es bastante probable que, de haber podido aspirar a la reelección, la popular Michelle Bachelet  hubiese llevado a la Concertación a su quinta victoria consecutiva, lo cual indica que la fatiga, aunque un factor de peso, no fue determinante. Al cansancio con la Concertación se sumó una combinación de factores más concretos e inmediatos, sin los cuales es posible imaginar otra derrota de la derecha, que, no hay que olvidar, sólo ganó por unos cuantos puntos porcentuales.

¿Cuáles fueron estos factores? En primer lugar, Sebastián Piñera, que se desplazó hábilmente hacia el centro adoptando posiciones liberales (como aceptar la legalización del divorcio, las uniones civiles entre personas del mismo sexo y la píldora del día después), llevó a cabo una muy buena campaña electoral. En segundo lugar, el candidato oficialista, el ex presidente Eduardo Frei, era el perfecto blanco para explotar la fatiga con la Concertación, pues, además de ser un viejo rostro de la política chilena, no es un hombre carismático, capaz de sacudirse el lastre de los veinte años de gobierno concertacionista. En tercer lugar, la imagen de Frei como el soporífero candidato del establishment fue reforzada por Marco Enríquez-Ominami, un diputado joven y apuesto de apenas 36 años que decidió lanzarse como candidato independiente cuando la Concertación, en lo que quizá fue su principal error electoral, se negó a hacer primarias para elegir a su candidato. Marco, que obtuvo un impresionante 20 por ciento en la primera vuelta, resquebrajó la unidad del voto de la izquierda y ayudó a fortalecer la idea de que Chile necesitaba un cambio.

Otro factor menos inmediato, pero también importante, fue la confianza que ha ido ganando la derecha en Chile, producto natural de los años que han transcurrido desde el final de la dictadura de Pinochet. Durante muchos años la Concertación atrajo votos con el argumento de que un triunfo de la derecha podría significar un retorno a la dictadura. Pero, con Pinochet muerto, y con ya veinte años de gradual consolidación de la democracia, este argumento ha ido perdiendo peso. Sebastían Piñera, además, goza de sólidas credenciales democráticas por no haber apoyado la Constitución impuesta por el régimen de Pinochet en 1980 y por participar activamente en la campaña del “No” durante el plebiscito de 1988 que marcó el fin de la dictadura.

¿Fueron positivos los veinte años de gobierno de la Concertación? Decir que el balance de la gestión fue sólo “positivo” es injusto, porque pocas fuerzas políticas en la historia de América Latina han sido tan exitosas, tanto en lo político como en lo económico. En lo político la Concertación presidió una suave transición hacia la democracia, evitando giros bruscos para reducir el riesgo de una involución autoritaria e implementando reformas democráticas para desmontar las leyes de excepción de la dictadura, iniciar procesos de reparación a las víctimas, descentralizar el poder, y aumentar la autonomía de las instituciones del Estado. Chile es hoy, gracias a la Concertación, una de las sociedades más libres del hemisferio, sino del mundo.

En lo económico los logros son igualmente impresionantes. Gracias a una mezcla de férrea disciplina fiscal, crecimiento económico sostenido e inversión pública eficiente en infraestructura y programas sociales, la pobreza en Chile ha bajado de un 45 a casi un 10 por ciento de la población desde 1990. Chile además se ha globalizado, firmando tratados de libre comercio con Europa y Estados Unidos, y atrayendo inversiones de medio mundo. La desigualdad sigue siendo alta, pero las oportunidades se han ido ampliando. Por ejemplo, de los cuatro de diez chilenos que van a la universidad, más del 70 por ciento son los primeros en ir de sus familias. Mucho más que México, Chile mereció su reciente admisión a la OCDE, club de naciones ricas.

A grandes rasgos, Sebastián Piñera ha dicho que mantendrá los lineamientos básicos de la política económica de los últimos veinte años. También ha dicho que continuará los programas sociales de Michelle Bachelet, los cuales han contribuido a que la mandataria, al igual que su antecesor Ricardo Lagos, deje el poder con una popularidad que supera el 70 por ciento. Esta promesa de continuidad es una prueba de que, debajo de las divisiones de estilo y de énfasis de las principales fuerzas políticas, en Chile existe una soterrada unidad sobre la dirección que debe seguir el país. También es una prueba de cuán arbitrarias pueden ser la etiquetas ideológicas en América Latina. Pronto quedará claro que entre la derecha chilena y la izquierda chilena, brasilera o uruguaya, hay menos diferencias que entre estas izquierdas y el populismo autoritario y demagógico de países como Venezuela, Bolivia y Nicaragua. Después de todo, la estabilidad macroeconómica, la promoción de la inversión, el gasto público eficiente y el reconocimiento de las potenciales ventajas de la globalización, son cosas que, cada vez más, unen a los gobiernos competentes de izquierda y derecha.

En todo caso, la salida del poder de la Concertación debe ser aprovechada para rendirle tributo a sus cuatro presidentes, los demócrata cristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei, y los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. Estos gobiernos demostraron que también en América Latina puede existir una izquierda moderna y democrática como la española o la inglesa. Y que el verdadero socialismo del siglo XXI no lo representa la autocracia monárquica, incompetente y gangsteril de Hugo Chávez, sino los gobiernos pragmáticos y eficientes de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet.

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