Lecciones de ayer

Sábado, 5 de marzo de 2011

John Bavicchi

Cuando canto en la ducha, o durante el desayuno, mi esposa siempre me dice “¿tu y no que estudiaste música?”

La pregunta siempre me hace reír, pero en el fondo es una pregunta seria.

¿Aprendí lecciones importantes durante esos fríos años en Boston estudiando armonía, contrapunto, orquestación y composición? ¿Fue en retrospectiva útil pasar horas y horas sumido en partituras de Wagner, Duke Ellington, Debussy y Stravinsky? ¿Que consecuencias tiene para mi vida de hoy haber pasado meses escudriñando con el gruñón y octagenario compositor John Bavicchi los últimos (y casi milagrosos) cuartetos de Beethoven? Más aún, ¿fue útil adentrarme con el errático pero encantador Vuk Kulenovic en el tupido universo teórico de Arnold Schoenberg?

Aunque ya no estudio ni compongo ni toco (seriamente) música, no me queda duda de que aprendí lecciones importantes, lecciones que guían hoy mi quehacer diario. Y no me refiero, por supuesto, a la carpintería pedestre de la música, sino a algo más profundo: a una manera de pensar, analizar, de procesar, sintetizar y cuestionar información. Y quizá -y esto sí podría ser delirante wishful thinking– a desarrollar un tacto para alcanzar de vez en cuando ese difícil equilibrio entre la razón y las emociones que, como dice Thomas Mann, puede insuflar las ideas con una enorme fuerza y poder de persuación.

La música también me enseñó ciertas maneras de ver el trabajo diario que, para bien o para mal, adopté entonces para nunca abandonar.

Vuk Kulenovic

Recuerdo, por ejemplo, cuánto me impresionó leer una entrevista con Igor Stravinsky donde el gran compositor ruso, el rebelde e irreverente creador de PetrushkaLa consagración de la primavera, comparaba su oficio de compositor con el de un zapatero. Cito de memoria: “Me levanto en las mañanas, cumpló un horario estricto de trabajo, luego descanso y me voy a dormir.” ¿Y si la inspiración no llega? “Eso no me importa a mí. Yo cumplí con mi labor haciendo acto de presencia.”

También recuerdo una bella anécdota del compositor John Cage sobre su maestro Arnold Schoenberg, otro radical innovador que revolucionó la música durante el siglo veinte abandonando el sistema tonal (una de esas creencias de Ortega y Gasset) e inventando el sistema dodecafónico.

Cage cuenta (y cito también de memoria) que Schoenberg una vez le preguntó cuántas horas tiene el día. Cage respondió que veinticuatro. Schoenberg negó con la cabeza y le dijo: “No es cierto. El día tiene el número de horas que John Cage -y no otro- decida ponerle.”

Una fase de mi vida que se hace cada vez más brumosa en mi memoria. Pero lecciones que aún están ahí.

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