Finnegan’s take

Miércoles, 20 de enero de 2010

new-yorkerExplicación que ofrece un reportero de The New Yorker, William Finnegan, a la decisión de Estados Unidos de aceptar los resultados de las elecciones presidenciales en Honduras (traducción mía):

¿Qué pasó?…En esencia, pareciera ser que la administración [Obama] fue manipulada por la derecha Republicana. Una de las trabas impuestas por el senador DeMint fue en el nombramiento de Thomas Shannon como embajador de Brasil. Al parecer, Shannon y DeMint se habían estado reuniendo para hablar de Honduras, y ya habían, según DeMint, alcanzado un acuerdo sobre las elecciones en Honduras antes de que Shannon viajara al sur [Tegucigalpa] con su delegación. Dos días después de que Shannon hiciera el anuncio clave de que Estados Unidos reconocería las elecciones -socavando el “acuerdo histórico”- DeMint decidió desbloquear la confirmación de Shannon. DeMint dijo que Hillary Clinton le había asegurado que Estados Unidos reconocería las elecciones en Honduras “independientemente de si Zelaya es restituido.”

La narrativa de Finnegan parece sacada de un cuento de hadas: el “bueno” Obama tiene las mejores intenciones y trata de hacer lo correcto, pero los “malvados” Republicanos se valen de sucias triquiñuelas para secuestrar la política de la administración y obligarlos a aceptar las elecciones en Honduras. Si no fuese por los Republicanos -pareciera decirnos Finnegan- la administración Obama hubiese hecho lo correcto.

En primer lugar, debo decir que comparto la crítica de Finnegan al senador DeMint y otros Republicanos, cuyo comportamiento después del golpe -bloqueando los nombramientos de Shannon y Valenzuela- fue partidista, infantil y contraproducente.

Lo que sí no comparto es su interpretación de la crisis, que busca reducir una compleja realidad a una simplista narrativa que parece sacada de un libro de Galeano. (Recomiendo leer el artículo entero para comprender mejor mi punto).

Primero que nada, la administración Obama nunca cerró completamente las puertas a una posible aceptación de las elecciones en Honduras. Esto es algo que casi nadie pareciera recordar, pero es así. El comunicado del Departamento de Estado en el que por primera vez asomaron la posibilidad de no aceptar los comicios fue muy ambiguo. Yo mismo lo señalé el día que lo publicaron y recuerdo claramente que, en una de esas conferencias de prensa telefónicas con la Casa Blanca, el asesor de Obama, Dan Restrepo, hizo lo imposible por preservar la ambiguedad del comunicado. Cuando una colega le preguntó varias veces si Estados Unidos podría, bajo determinadas circunstancias, aceptar el resultado de las elecciones, él fue esquivo y básicamente leyó lo que decía el comunicado, claramente para no cerrar puertas a esa posibilidad.

Critiqué entonces la estrategia del equipo de Obama. Dije que esta lograda ambiguedad del mensaje se iba a perder en los titulares (como efectivamente ocurrió), y que, asomando la posibilidad de no aceptar lo comicios, a Estados Unidos se le haría difícil aceptarlos si Micheletti no cedía (como también ocurrió). En todo caso, el error de Obama no fue un brusco cambio de opinión, sino pensar que podía hacer dos cosas al mismo tiempo: presionar a Micheletti sugiriendo que podría no aceptar los comicios; y no ser criticado por aceptar las elecciones si no se lograba restituir a Zelaya.

Como especula Finnegan, es probable que Clinton haya pactado con DeMint. Pero esto no quiere decir que, sin la presión de DeMint, Estados Unidos no hubiese avalado las elecciones. Mi impresión es que esa fue siempre la intención si no se lograba restituir a Zelaya. Es decir: probablemente fue Clinton la que manipuló a DeMint (negociando un punto en el que ella de todos modos iba a ceder).

En segundo lugar, Finnegan no acepta que uno puede al mismo tiempo rechazar el golpe de Estado y pensar que las elecciones son una salida -no necesariamente la mejor- al impasse en Honduras. Decir que aceptar el resultado de los comicios es ratificar el golpe es incurrir en el tipo de lógica binaria que caracteriza no a una revista del calibre de The New Yorker, sino a George W. Bush. No voy a esgrimir los argumentos a favor de la aceptación de los comicios, porque ya los abordé en otro artículo. Pero me gustaría añadir un punto. Muchos líderes e intelectuales con impecables credenciales democráticas -entre ellos dos premios Nobel de la Paz- piensan que es ridículo no avalar las elecciones. ¿Es justo decir que todos ellos ratifican el golpe?

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