Sobre Paraguay

Martes, 26 de junio de 2012

Un breve comentario sobre la destitución de Fernando Lugo en Paraguay.

Claramente, la destitución no fue inconstitucional. Para sacar a Lugo se siguieron al pie de la letra los procedimientos legales.

Al mismo tiempo, no es justo ni serio ni prudente destituir a un presidente de manera expedita, sin siquiera darle el tiempo o una oportunidad decente para defenderse. Se puede haber respetado la ley y quizá la decisión del Congreso ya era irreversible, pero de igual modo a Lugo se le ha debido dar un espacio adecuado para presentar su caso y tratar de convencer a los legisladores de no destituirlo.

En este sentido se equivocan los que comparan a Paraguay con Venezuela, diciendo que Chávez sigue la letra de la ley pero viola constantemente el espíritu democrático que la Constitución promueve. Chávez a cada rato viola flagrantemente la letra de la Constitución.

Luego está la reacción internacional. Una vez más, los que lideran la condena a la destitución de Lugo son países con escasas credenciales democráticas. Chávez, por ejemplo, criticó la acción del Congreso paraguayo mientras recibía en Caracas a Ahmadineyad (y hoy a Lukashenko). Correa, Kirchner e incluso Rousseff han mostrado más indignación por lo ocurrido ahora en Paraguay que lo que nunca han mostrado por los abusos y la permanencia en el poder de los hermanos Castro.

Como pasó con Honduras, estamos presenciando un grotesco doble estándar.

¿Por qué ocurre esto?

En primer lugar hay un factor estructural. Las remociones de los presidentes son mucho más visibles y dramáticas que los ataques a los poderes judicial y legislativo. Los presidentes, además, son los que llevan las riendas de la política exterior en todos los países. Por eso las agresiones a los presidentes siempre provocan mayor empatía e indignación que los ataques a los otros poderes.

La segunda razón tiene que ver con los beneficios de la estrategia frontal de Chávez y el Alba, y las desventajas de la estrategia esquiva de sus adversarios ideológicos.

Nadie se atreve a condenar a Chávez o Castro con la misma fuerza con que el Alba condenó a Honduras y ahora condena al Congreso paraguayo. Y eso le abre el espacio al Alba para moldear a su conveniencia las condiciones y términos del debate.

Esto deja a los países modernos y democráticos de la región con un difícil dilema. ¿Confrontar a Chávez y dividir a la región, creando un ambiente poco sano de conflictividad y polarización? ¿O dejar que Chávez y sus colegas aprovechen ocasiones como ésta para pontificar sobre la democracia y liderar condenas y represalias contra actos poco democráticos cuando ellos a cada rato irrespetan las prácticas democráticas, y se juntan o defienden a dictadores como Ahmadineyad y Al Assad?

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