Viernes, 8 de abril de 2011
Juan es un pintor venezolano que lleva ya años viviendo en Madrid. Hace poco visitó Venezuela y le pedí que apuntara sus impresiones de expatriado.
Aquí los dejo con algunos extractos (editados un poco por mí):
Sobre Caracas:
La ciudad está fea y desmejorada. Pareciera que todos los edificios están abandonados y sucios, como esperando ser demolidos. Las Mercedes es un claro ejemplo. Hay algunos edificios que han sido demolidos por dentro y han dejado el cascarón. La avenida principal está como en construcción. Hay zonas cerradas completamente porque están haciendo una boca de una nueva línea del metro. El edificio ACO, al lado de Paseo Las Mercedes, ha sido expropiado y pareciera que la estructura, visible desde tantos lados de la zona, se estuviera desconchando cada día. Dicen que ahí hay ahora un centro de inteligencia de cubanos.
Hay partes de la ciudad que dan la sensación de haber padecido una guerra o un terremoto. Las calles están destrozadas y hay que manejar con cuidado. Las leyes de tránsito no se siguen y reina la anarquía. A veces me da la sensación de estar en algún pueblo fronterizo entre dos países tercermundistas, donde se mezcla el relajo y la ansiedad y donde reina el caos. Esa sensación se incrementa mucho en las noches. En grandes trozos de avenidas y autopistas a veces no hay luz. La sensación de peligro aumenta cuando uno ve que todo el mundo maneja como y por donde le dé la gana, a cualquier velocidad, por avenidas iluminadas solamente por las luces de esos mismos carros que van y vienen…
Sobre la amargura de venezolanos:
Comprando unos cachitos en una panadería, la muchacha que me atendió andaba amargada y me atendió con desprecio. No le gustó que cambiara de parecer una vez que había introducido el precio en la máquina. Sacándome la cédula y el pasaporte también tuve otro de esos encuentros con funcionarios públicos, gente antipática en muchos países, pero que aquí no tienen ni la delicadeza de dejar pasar primero a las personas de tercera edad, a quienes también trataban con desprecio ante la indignación de la mayoría. Quienes me prepararon los golfiados en una panadería me exigieron rapidez en mi elección de bebida de muy mala gana. También los mesoneros de la arepera a la que he ido varias veces me han tratado muy mal. Eso no me había pasado antes. Es una apreciación que he corroborado con gente aquí. Todos me dicen que el ambiente está agresivo y la gente amargada. Varios amigos me han contado que se han visto casos de gente que se cae a tiros en una cola por un reclamo estúpido…
Sobre la desesperación:
Aparte de amargura pareciera haber también desesperación. Nadie ve arreglo a esto y por ende sienten que no hay futuro. Ya lo había notado en un buen amigo, cuando lo vi en Londres hace unos meses. Él ya me había comentado que siente que en Venezuela no hay futuro, que viven en una especie de estado de desamparo existencial producto de la desesperanza. No hay arreglo en un país absolutamente destruido en todos los ámbitos. Él al menos trata de ver algo positivo dentro de todo lo negativo; considera que vivir semejante situación es interesante para una mente curiosa y observadora, que si bien ha sufrido económicamente, tiene recursos suficientes para aislarse un poco de la crisis. Otra gente, sin embargo, canaliza esa desesperación y frustración a través de ideas delirantes, como la del linchamiento al malandro. Un día escuché en un restaurante lujoso a unos sifrinitos diciendo que no verían con malos ojos la creación de una especie de grupo de élite que entrara en los barrios a matar gente…a ajusticiar al malandro. Evidentemente la idea me parece demente, pero es necesario mencionarla para ilustrar el nivel de frustración al que se ha llegado.
Sobre el clasismo y la desigualdad:
Vivir en Europa, además de tantas otras cosas positivas, ofrece la tranquilidad de no tener que lidiar tan crudamente con la desigualdad y las clases. Es muy fácil en Europa sentirse igual y semejante a todos, o a la mayoría. Ahí tener amigos que no sean universitarios es común. También lo es que sean hijos de obreros, o que sean obreros ellos mismos. Se puede salir y compartir con gente que no sea profesional o “como uno.” En un mismo restaurante hay todo tipo de gente cualquier mediodía. Aquí, en cambio, la clase social tiene límites muy marcados y es bastante homogénea dentro de su estrato. No hay cruces entre una clase y otra. Son ellos y somos nosotros. ¿Saldría yo a tomar una cerveza con quien me limpia la casa? Ni yo quiero ni él quiere.
La normalidad de nuestra clase social es de describir a los otros como “monos” o “niches.” No pareciera ser posible referirse a ellos de una manera que no sea despectiva. Hace unos días escuché cómo unos amigos comparaban dos centros comerciales nuevos. Al Millenium ya no se puede ir “por la cantidad de monos.” El problema es “que está demasiado cerca del metro”…Pero el otro centro comercial todavía está bien. ¿Por qué? Uno deduce que la razón es que los “monos” no lo han tomado. Leyendo esto, quizá el lector imagina automáticamente a una señora soberbia llena de joyas hablando con su mejor amiga en el Country. Pero no. Se escuchan cosas así de gente decente, buena, clase media, que simplemente ha somatizado estos términos, esta desigualdad. Para ellos estas clasificaciones son normales, tan normales como separar a la gente por edad o por el color de pelo.
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