El espectáculo de los espectadores

Domingo, 26 de febrero de 2012

A veces, en un cine o una obra de teatro, o incluso en la propia sala de mi casa, viendo los rostros felices o conmovidos de familiares o amigos enfrente de un televisor, me conmueve lo que veo en el público tanto como lo que veo en la pantalla o el escenario.

Una vez más Vargas Llosa, en un artículo sobre “El enfermo imaginario” de Molière, verbaliza lo que hasta ahora era en mi cabeza una vaga y disforme percepción:

Paso dos horas y media magníficas [viendo “El enfermo imaginario”] y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la vitalidad y belleza de su lengua.

Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí misma.

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