Diario de Tailandia (parte III)

Viernes, 17 de agosto de 2007

Las camisas amarillas

Mi esposa es la primera en notarlo. Esta mañana de un lunes, en la avenida Phaya Thai, caminando hacia la estación del tren para acercarnos al río, me pregunta porque la avenida está repleta de gente con camisas amarillas. Apenas echo un vistazo a mí alrededor, me doy cuenta de que no exagera: a lo sumo el ochenta por ciento de la gente que circula en la avenida lleva camisas amarillas, la mayoría de ellas tipo Polo, pero también de otros modelos. Al principio pienso que quizá es el uniforme de un ministerio o una entidad pública, pero cuando antes de montarme en el tren veo camisas amarillas por doquier, que se montan y se bajan de trenes que van en direcciones opuestas, pienso que ésa no puede ser la explicación.

Inmediatamente busco en el vagón del tren un rostro occidental, alguien que hable español o inglés, para preguntarle porque la ciudad entera, niños, jóvenes, viejos, llevan camisas amarillas. Al otro lado del vagón atisbo a una joven con cara de inglesa o australiana que además no tiene pinta de turista, sino parece vivir aquí. Abriéndome paso con los hombros entre el tumulto amarillo me acerco a ella e indago sobre la razón de las camisas. Sonriendo, me dice que el motivo es el rey Bhumibol, que nació un lunes, y que en su honor los tailandeses, todos los lunes, se visten de amarillo. Luego en Internet esa noche me enteraría de otros detalles: este año y el pasado se celebra aquí el sexagésimo aniversario de la ascensión del rey y su octogésimo cumpleaños. También me entero que esta tradición de los lunes sólo lleva un año y que en ese ínterin ha habido por breves períodos escasez de camisas amarillas que ha empujado a precios ridículos estas camisas.

Mentiría si digo que no había notado antes de este episodio el respeto reverencial que inspira aquí el rey Bhumibol. Lo advertí por primera vez leyendo sobre el reciente golpe de Estado en el avión. La aprobación tácita del rey al derrocamiento de Thaksin Shinawatra invistió de legitimidad el golpe. Luego lo noté en las calles de esta ciudad, donde a cada rato, en cualquiera de los cinco distritos, uno se topa con una imagen del monarca. Y lo volví a advertir esta mañana, cuando leí un viejo artículo sobre un pobre diablo que fue condenado a diez años de prisión por desfigurar un retrato de Bhumibol.

Pero, así y todo, no dejan de impactarme estas camisas amarillas. No comprendo como, de un año a otro, puede surgir esta tradición tan extraña. ¿Es este profundo respeto por el rey lo que explica estas camisas? No lo sé. Me pregunto si el “peer-pressure” será un factor o si hay algo de moda, de ese querer ser parte del colectivo, detrás de este fenómeno. Me pregunto si hay una confluencia accidental de factores o si hay un elemento cultural o religioso que estoy seriamente subestimando. ¿No son los asiáticos menos individualistas que los occidentales? ¿No erosiona el individualismo esa humildad necesaria para rendir honores al que se lo merece? ¿No somos demasiado orgullosos, desconfiados y celosos para encontrar y reconocer virtud que no sea la nuestra? Sí, debe haber algo de eso, pero aún siento que se me escapa algo.

Más tarde conozco a un viejo gruñón inglés en el bar de la piscina del hotel. Tiene la mirada cansada y la piel hinchada, como si aún no se acostumbrara al calor de Bangkok. Cuando le comento lo de las camisas, el viejo hace un gesto de disgusto y me pregunta si no revela esa “moda” cierto grado de sumisión del pueblo tailandés. Adivino por dónde va su pregunta. ¿No serán estas camisas símbolos de una ciega, y acaso injustificada, admiración al rey Bhumibol? ¿Pasará aquí lo que pasa en muchos países del mundo con las máximas autoridades de la Iglesia, a quienes muchos católicos admiran ciegamente sin siquiera reparar en sus muy cuestionables posiciones respecto al uso de anticonceptivos y la homosexualidad, por sólo dar dos ejemplos? ¿No debemos ser, por default, escépticos y desconfiados del poder y la autoridad?

Sí: reconozco que la duda del inglés es justificada. Pero debo admitir que, en el transcurso del día, viendo a los habitantes de esta ciudad con sus camisas amarillas, viendo al obrero barrigón, la colegiala, la señora con las bolsas del mercado, el vendedor de frutas, el conductor de tuk-tuk, la joven pareja tomada de manos, el anciano, el cocinero, el vigilante, todos con camisas amarillas, todos unidos en su respeto al rey, siento algo cercano a la ternura. Hay algo bonito en todo esto.

La casa de Jim Thompson

Tengo que confesar que esta casa-museo, que las guías turísticas resaltan como una de las principales atracciones de Bangkok, algunas incluso dedicándole el mismo espacio que a templos construidos hace siglos como el Gran Palacio o el Wat Arun, no fue incluida entre las “prioridades” en mi itinerario de viaje. Decido venir aquí porque descubrí, hace una hora, que el Museo Nacional cierra los martes, y porque de regreso al hotel me bajo en la estación equivocada, la del Estadio Nacional, que está en este tranquilo vecindario a pocas cuadras de la casa-museo.

Sabía que el norteamericano Jim Thompson fue quien en los años cincuenta y sesenta revivió la industria de la seda en Tailandia, dando a conocer este suntuoso producto en otras partes del mundo a través de la famosa empresa que ahora lleva su nombre. Sabía que Thompson padecía de una suerte de tailofilia, o una afición extrema por la cultura de Tailandia (y por extensión del sureste de Asia), que lo llevó a acumular una colección de antigüedades que abarca nueve siglos y ahora atrae a expertos y académicos de diferentes partes del mundo. Sabía que antes de mudarse a Bangkok para fundar su empresa de seda, Thompson fue arquitecto graduado en Princeton, después soldado en la segunda Guerra Mundial y luego agente de la OSS (órgano precursor de la CIA), trabajo este último que lo llevó por primera vez, cuando ya rondaba los 40 años, a este mosaico abigarrado que es Bangkok, ciudad de la que se enamoró al extremo que renunció a su patria para establecerse aquí el resto de su vida.

Sabía también, porque me lo dijo mi amigo inglés en el hotel, que Thompson fue en vida una suerte de celebridad en la ciudad y que después de su muerte se convirtió en un mito, en gran parte porque nadie sabe cómo murió: desvaneció misteriosamente en una caminata en Malasia, en las tierras altas de Cameron (quizá por obra de la CIA, dicen los amantes de las teorías de conspiración). Todo esto, que ahora, en este tour por la casa, la joven guía nos dice con tono de revelación, yo ya lo sabía. Pero ninguno de estos datos fue suficiente para que me interesara en Thompson ni en su casa, quizá porque no pensé que un gringo de Greenville, Delaware, me podía enseñar sobre este país o quizá porque nunca me han inspirado simpatía los ex agentes de la CIA.
Pero ahora, ya en el interior de estas casas –porque en realidad el hogar de Thompson está conformado por seis casas interconectadas–, comienzo a darme cuenta cuán nocivos pueden ser los prejuicios. Vistas desde afuera, con sus techos rojos arqueados, sus elegantes estructuras de oscura madera teca y sus jardines de vegetación selvática, estas casas son muy hermosas. Pero es el interior, la cocina, la sala, el comedor, el dormitorio, lo que de verdad impacta. ¿Por las bellas imágenes de Buda, las figuras de madera birmanas y las pinturas Jataka que adornan los pasillos y las habitaciones y constituyen una de las más importantes colecciones personales de arte de la región en la ciudad? Al principio, quizá dejándome impresionar por lo que dice la guía, pienso que son esas piezas de museo lo que me cautivan. Luego, poco a poco, comienzo a cambiar de opinión.

Lo que más me llama la atención y me conmueve, decido, no son los objetos, por más valiosos que ellos sean. No es el torso de un Buda del período Dvaravati, considerada una de las imágenes de Buda más antiguas del sureste de Asia, ni tampoco las bellas figuras de madera de espíritus birmanos en los nichos de las paredes. Estoy seguro de haber visto ya piezas como estas en otros museos. Lo que más me llama la atención es el amor por la cultura de Tailandia que rezuma del suelo, el techo y las paredes, un amor que se manifiesta en la manera como, cada figura, cada escultura, cada mueble, casi sin excepción, es considerado un tesoro que debe ser tratado como tal. Estos objetos no fueron simplemente colocados en lugares para que la gente los vea. Con gusto exquisito (así se lo dijo al dueño Somerset Maugham), Jim Thompson les buscó o les construyó a cada uno un lugar ideal, tomando en cuenta su personalidad, su color, su tamaño, como para que no sólo él, sino también los objetos, se sintieran a gusto en su nuevo hogar. Esta no es la primera casa-museo de un próspero comerciante o empresario que he visitado, pero sí es la única en donde el amor por la cultura de una región, el deseo de rodearse de ella, vivir en ella, respirar su aire todos los días, supera con creces el mezquino deseo de mostrar. Aquí el arte no es un mero símbolo de status.

Quizá, porque este es mi primer viaje a esta tierra, no pueda aún sentir una plena identificación con el amor de Thompson por estas porcelanas chinas, estas pinturas Jataka y estos antiguos torsos de Buda. Pero, esto no me impide sentir una hermandad con él, como la siento con algunos escritores o artistas con los que comparto afinidades y obsesiones. Porque lo cierto es que, pese a que carezco de ambición de empresario, pese a no soy coleccionista, pese a que nunca me ha llamado la atención la seda, creo que hay algunas cosas, como la curiosidad por lo exótico, el fetichismo, la sana excentricidad, el constante cultivo de obsesiones y la convicción –evidente hasta en el cuarto de huéspedes– de que el arte es una de las principales fuentes de la felicidad, que me acercan a este norteamericano de Greenville, Delaware. Además, ¿cómo no sentir yo cierta identificación con un hombre cuyo temperamento y curiosidad lo empujó a embarcarse, durante su vida, en varias profesiones y abandonar su país más de una vez para vivir en tierras lejanas?

Al salir del museo, cerca de la estación del Estadio Nacional donde hace una hora llegué por equivocación, me pregunto otra vez porque siempre me habrán atraído personajes que, como Gauguin, Rimbaud, Malraux o Thompson, deciden abandonar sus países para instalarse en lugares exóticos, fuera de Occidente, donde las tradiciones, la gente y las costumbres son radicalmente distintas. Quizá son las ansias aventura que, en mi caso, se han hecho más intensas con los años. Quizá es la fantasía de que en estos lugares encontraré algo –paz, sabiduría, felicidad plena– que hasta ahora me ha eludido. Quizá es el deseo de escapar allá la rutina del trabajo y de poder dedicar el día entero a hacer lo que me gusta. ¿Seré capaz? ¿Lo abandonaré todo algún día para instalarme en Oriente y experimentar un estilo de vida totalmente distinto? No lo sé. Veremos.

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