Miércoles, 30 de enero de 2008
En un artículo publicado en el PostGlobal de The Washington Post, Mark Weisbrot se queja del trato injusto que, con el lío de las FARC, ha recibido en los medios Hugo Chávez. Weisbrot dice que el presidente de Venezuela simplemente ha pedido que las FARC sean calificadas como fuerzas insurgentes en vez de terroristas para, de ese modo, facilitar las negociaciones de paz. La posición de Chávez, dice Weisbrot, no es distinta a la de Brasil y otros países de la región, que han dicho que el calificativo de terrorista complica los esfuerzos para solucionar el conflicto en Colombia. Sin embargo, los principales medios de su país se han empeñado en transformar esta propuesta de Chávez en “apoyo” al grupo guerrillero.
¿Transformar? Llevo ya algún tiempo observando como Weisbrot –con sumo talento, hay que decirlo– lima las asperezas, corta la hojarasca y redondea el discurso de Chávez hasta darle una forma civilizada que luego empaqueta en elegantes argumentos para el consumo del mundo angloparlante. Pero con esta última entrega se le fue la mano. En el discurso en el que pidió reconocimiento para la guerrilla, Chávez dijo que las FARC y el ELN tienen un proyecto “político, bolivariano, que aquí [en Venezuela] es respetado.” Toda persona que siga el acontecer político venezolano sabe que en el lenguaje oficial la palabra “bolivariano” es, en su definición más amplia, un adjetivo que se aplica a las personas y grupos que tienen una afinidad con el gobierno, y en su definición más ajustada, un mero sinónimo de “chavista.” Por eso, no sorprende que muchos medios, y seguramente las FARC mismas, hayan interpretado las declaraciones de Chávez como una señal de apoyo.
Pero si este argumento le parece al lector muy subjetivo puede entonces buscar los videos filmados por el canal Telesur el día de la liberación de las secuestradas Clara Rojas y Consuelo González de Perdomo, en los que aparece el ministro de Interior venezolano diciéndole a los guerrilleros que el presidente Chávez “está muy pendiente de su lucha,” que mantuvieran “ese espíritu y esa fuerza” y que podían “contar” con el gobierno venezolano. El lector también podría preguntarse por qué, si estas declaraciones fueron ampliamente divulgadas, Chávez no hizo siquiera un gesto de recriminación a su ministro. ¿Será porque no está muy pendiente de lo que dicen sus subalternos? Lo dudo. Cuando el año pasado Francisco Ameliach se atrevió a asomar una ligera crítica sobre el proceso de formación del nuevo Partido Socialista, Chávez lo sacó inmediatamente de la comisión parlamentaria que presidía y creo un tribunal disciplinario provisional para poner en línea a quien ha sido, desde hace muchos años, uno de sus más leales colaboradores.
Es verdad, sin embargo, que desde su controversial discurso Chávez ha añadido unos matices importantes a su argumento, enfatizando su posición contra el secuestro y la lucha armada, y diciendo que su intención es tratar de convencer a las FARC de que abandonen esas prácticas (aunque al mismo tiempo recuerda que los secuestros de la guerrilla no son como los del hampa común, sino “parte de una política…para el canje humanitario”). Reconocer a las FARC como insurgentes, dice Chávez, destrabaría las negociaciones y “regularizaría” la guerra. ¿Cómo la regularizaría? Chávez fue específico: si las FARC son reconocidas como fuerzas beligerantes tendrían que adherirse al protocolo de Ginebra, lo cual obligaría al grupo guerrillero a abandonar la práctica del secuestro.
El debate sobre los posibles beneficios de otorgarle el status de fuerza beligerante a las FARC es legítimo, con argumentos sólidos de lado y lado. Sin embargo, Chávez ha socavado la validez de lo que podría ser una sugerencia razonable con sus demás declaraciones. Decir, por ejemplo, que las FARC secuestran con el propósito de realizar canjes humanitarios es, en el mejor de los casos, una prueba de supina ignorancia por parte del presidente, y en el peor, una manifestación más de la patina de cinismo que recubre el discurso oficial. Para las FARC el secuestro es simple y llanamente un mecanismo de financiamiento. La guerrilla secuestra personas para luego exigir a las familias grandes cantidades de dinero por su liberación. Incluso si se asume, como lo hace Chávez, que las FARC secuestra hombres y mujeres sólo para intercambiarlos por guerrilleros presos, la práctica sigue siendo abominable. ¿Qué diría Chávez si el gobierno colombiano secuestrara a 700 o más familiares inocentes de los guerrilleros de las FARC, y luego los mantuviera encadenados en la selva durante cinco o diez años con el propósito de algún día canjearlos por soldados del ejército colombiano?
Por lo demás, no se debe olvidar que el secuestro es sólo un elemento del escalofriante prontuario de violaciones a los derechos humanos de las FARC. Este el grupo guerrillero que, sin que le tiemble el pulso, asesina médicos y ataca hospitales. Estos son los soldados que reclutan menores de edad y utilizan toda clase de armas prohibidas por la Convención de Ginebra. Fueron ellos los que hace poco mataron a sangre fría a once parlamentarios, acostándolos a todos en el piso para luego meterle a cada uno un tiro en la cabeza. Fueron ellos los que en Fortul, Arauca, le pidieron a Irwin Orlando Ropero, un niño de once años, que llevara una bicicleta con explosivos a un puesto militar –bicicleta que estalló poco antes de llegar al blanco desgarrando en mil pedazos el cuerpecillo del niño.
En su gira por Centroamérica, cuando una periodista colombiana le recordó todos estos crímenes de las FARC y le preguntó cómo podía pedir que se le removiera la etiqueta de “terroristas,” Chávez le respondió con varias preguntas: ¿Y qué hace Estado Unidos en Irak? ¿Acaso los soldados gringos no han asesinado ancianos, mujeres y niños que no tienen nada que ver con el conflicto? ¿No es eso lo que pasa inevitablemente en todas las guerras? Aunque pienso que la invasión a Irak fue un grave error y, más importante aún, pienso que la incompetencia y arrogancia en el manejo de la posguerra lindó, en algunos casos, con el terreno de la criminalidad, la comparación me parece sumamente necia. Pero supongamos que Chávez tiene razón en comparar los dos casos, ¿significa ello que justifica entonces las acciones de Estados Unidos en Irak? ¿Acaso no se puede condenar al mismo tiempo las acciones de Estados Unidos y de las FARC? Del mismo modo, ¿por qué algunos analistas parecieran sugerir que criticar a las FARC es defender a los paramilitares de las AUC? En lo que a mí se refiere, siempre he condenado los crímenes de ambos.
Pero quizá me estoy tomando todo esto muy en serio. Desde hace ya algún tiempo, cuando escribo sobre Venezuela, me embarga una sensación de que estoy involucrado en un ejercicio fácil e inútil –un ejercicio que consiste en arrimar al plano del debate civilizado el discurso de un bufón. Porque si algo caracteriza el discurso de Chávez es la falta de seriedad. Sus opiniones nunca tienen el carácter de irrevocable. Apenas las pronuncia se olvida de ellas o las desplaza por otras o las cambia sin someterlas nunca a una profunda reevaluación intelectual. Son como esas burusas que no tienen siquiera el peso para caer al suelo y por eso andan por el aire de un lado al otro, sometidas a la voluntad del viento.
Por eso Chávez lanza al presidente de Colombia las peores acusaciones de colaboración con el “imperio” y de sabotear la integración latinoamericana cuando hace unos meses se apurruñaba con él en la inauguración del gasoducto. ¿Acaso en esa época Uribe todavía no era colaborador del “imperio”? Por eso ahora apoya a las FARC después de asegurar en 2004 que no las apoyaba, y más aún, que “jamás” apoyaría “movimiento insurgente alguno contra gobierno democrático alguno.” Por eso decide mejorar el sistema de contrapesos impulsando la creación de dos nuevos poderes (Electoral y Ciudadano) para luego, unos años después, proclamar que la separación de poderes es una “gran mentira.” Por eso meses después de soltar semejante desplante habla otra vez con orgullo de una supuesta independencia de poderes en el país.
Una pregunta que siempre late en los análisis de la situación política venezolana es como un presidente con un discurso tan poco serio, que a veces francamente se desborda a los arrabales de la sinrazón y la locura, puede contar por tanto tiempo con el apoyo de un porcentaje significativo de la población. ¿Cómo es posible que haya semejante desfase entre la seriedad del discurso de un líder y su popularidad? La respuesta a esta pregunta es una estrella de varias puntas, algunas de las cuales son muy específicas a nuestro país. Pero el desfase también es el resultado del fenómeno más universal de la polarización: una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada. Y en el tema de la polarización muchos de nosotros le hemos seguido el jueguito a Chávez.
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