Domingo, 23 de marzo de 2014
Alejo Carpentier es un gran escritor. Su estilo rígido, libresco y amanerado está en las antípodas del estilo que yo admiro. Pero estas diferencias se deshacen ante su lucidez y destreza novelística. Más aún, a veces pienso que sin ese estilo encorbatado sus novelas serían más pobres.
Fíjense, por ejemplo, en esta reflexión sobre el sexo en Los pasos perdidos. El protagonista es un hombre brillante como Carpentier que atraviesa una crisis personal. En este fragmento nos habla de su amante, Mouche:
Me era difícil saber si era amor real lo que a ella me ataba. A menudo me exasperaba por su dogmático apego a ideas y actitudes conocidas en las cervecerías de Saint-Germain-des-Prés, cuya estéril discusión me hacía huir de su casa con el ánimo de no volver. Pero a la noche siguiente me enternecía con sólo pensar en sus desplantes, y regresaba a su carne que me era necesaria, pues hallaba en su hondura la exigente y egoísta animalidad que tenía el poder de modificar el carácter de mi perenne fatiga, pasándola del plano nervioso al plano físico. Cuando esto se lograba, conocía a veces el género de sueño tan raro y tan apetecido que me cerraba los ojos al regreso de un día de campo -esos muy escasos días del año en que el dolor de los árboles, causando una distensión de todo mi ser, me dejaba como atontado.
hallaba en su hondura la exigente y egoísta animalidad que tenía el poder de modificar el carácter de mi perenne fatiga, pasándola del plano nervioso al plano físico.
La civilización no se alcanza sin que nuestros instintos animales sean embridados y hasta cierto punto sometidos por el intelecto. Mientras más se deje dominar el intelecto por estos instintos, más difícil es lograr la convivencia y evitar la violencia.
Pero civilización no es nunca una victoria absoluta de la razón sobre nuestros instintos, sino el alcance de un equilibrio en el que aquélla prevalece sobre éstos. El ser humano no puede vivir sin rendirse ocasionalmente a su animalidad, porque esta es una parte integral de él.
Para mí el sexo siempre ha sido una demostración de cómo hasta las personas más beatas y disciplinadas, capaces de un alto grado de autocontrol, no simplemente sucumben sino necesitan sucumbir de tanto en tanto ante su lado más animal; una muestra de la delgada línea que, dentro de cada uno de nosotros, separa a la mujer u hombre civilizado de la bestia bárbara y primitiva.
Y, como explica Carpentier, este descenso a la animalidad es a veces un escape; una huida del peso y las trampas de la consciencia. En cierto modo, una manera desesperada de abandonar el ser.
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