¿Será?

Miércoles, 24 de agosto de 2011

Autora: Mirtha Rivero.

Lunes a mediodía. Alcancé la puerta del banco después de atravesar rápido el estacionamiento al aire libre (me vi en Paulina, mi gata, al abandonar la sombra del níspero y caminar presurosa, dando saltos cortos para no quemarse las patas con el cemento, hasta guarecerse en la casa). Casi corriendo traspasé la puerta de cristal y lancé un suspiro de alivio: atrás quedaban los treinta y ocho grados de temperatura y la sensación maluca de que me perseguía un vaporón. Me quité los lentes de sol y me dirigí a la fila. Tenía cuatro personas por delante, y el colchón de aire acondicionado me recibió.

Dentro de la agencia no había mayor ruido. Como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, nadie hablaba o lo hacía en susurros. Ni los cajeros alzaban la voz: con el simple movimiento de dos dedos indicaban el avance del siguiente cliente.

Con un gesto automático, pasé una mano por mi cabeza y la sentí caliente (algo más que el calor me la quemaba). De pronto, creí estar en un cuadro surrealista. Afuera, la canícula inclemente y el zumbido ordinario de la ciudad que retorna a su rutina (regresan los niños a clases y los padres a sus trabajos) y adentro, el confort del aire fresco y el modo silencioso de una gente que parecía actuar en una película muda y a cámara lenta. Mientras espero mi turno revivo el titular del periódico del día que había visto desde el carro, un poco antes, en las manos de un voceador: “El narco me dijo que gobernara y les dejara a ellos la policía”. Me pregunto cuántos de los que están alrededor habrán leído el mismo título. ¿El señor de pelo gris que va delante de mí? ¿El de más allá, que lleva en el cinto dos celulares? ¿La cajera de la ventanilla dos, que siempre usa unas inmensas pestañas postizas? ¿Acaso la jefe de servicios –su vista fija en la pantalla- estará revisando un balance o consultando la versión digital del diario?

Suspiré de nuevo, pero no de alivio: ¿cuándo fue que en Monterrey se rompió el papel celofán y entró el reguero de sangre? Cuándo las televisoras dejaron de reportar como información de último minuto el robo a un telecajero o los choques estrepitosos de jovencitos que conducen a alta velocidad, para pasar a contar el número de ejecutados, decapitados o colgados de un puente. ¿Fue poco después de que el gobierno mexicano le declarara la guerra al narcotráfico, o fue a principios del 2010, meses después de que la recesión en Estados Unidos dejara sin trabajo a cientos de braceros que luego se reconvirtieron en savia fresca para los carteles? Cuándo empezaron a vaciarse –y cerrar- los bares, restaurantes y discotecas en el centro o comenzamos a mirar con desconfianza las hasta entonces corrientes pick-up de doble cabina (las trocas) tan utilizadas en el norte para las rutas agrestes que llevan a los cotos de caza y pesca. Cuándo se habló en voz alta por primera vez de víctimas civiles –daños colaterales- que quedan en medio de las ráfagas. Cuándo la sangre de los muertos penetró la vida cotidiana.

-¡¿Viste que mataron a un Tránsito en La calzada?!– se platicaba hace dos semanas en la peluquería-.
-Sí… y ese ni siquiera era de los que usaba chaleco antibalas.
-Al día siguiente mataron a un hombre en El centrito.
-¡Ah!, pero ese era de los malos.
-¿Y quién lo mató?
-¡Pos, uno más malo!

Sacudí la cabeza como para sacarme los malos pensamientos. Ni aun así dejé de pensar y de preguntarme: ¿y por qué, a pesar de todo, me siento más segura en Monterrey que en Caracas?…
Será porque en Monterrey “siento” que la cosa no es conmigo, no es contra mí. No es contra cualquiera.

Cortesía del suplemento Día D de 2001.

Mañana:

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