Viernes, 20 de agosto de 2010
Ya sabíamos que Hugo Chávez es un venerador de héroes y que se relaciona de una manera peculiar con los hombres que idoliza. Ya sabíamos que el culto que le rinde a sus héroes es casi religioso y que este culto es inseparable de su deseo de igualarlos, o mejor dicho, de su convencimiento de que él es el sucesor; de que él es el más reciente eslabón de esa cadena de héroes que, a su modo de ver, constituye la historia con mayúscula.
Ya sabíamos que Chávez siente una necesidad de conectarse casi íntimamente con sus ídolos y que eso lo lleva a hacerles promesas, rendirles juramentos, buscar vínculos filiales con ellos, rastrear señales, rasgos o fechas imaginarias que prueben ese vínculo casi místico.
Pero lo que no sabíamos es que a Chávez, de tanto en tanto, también lo embarga un sentimiento paternal que lo hacer querer proteger y arrullar como bebés a sus héroes, así ya estén muertos:
Hace años tenía una novia que, pese a ser ya adulta, tenía un aire infantil. Cuando la veía dormir sentía a veces una sensación de ternura casi paternal. Sentía, de pronto, una obligación de protegerla de cualquier cosa que amenazara su felicidad.
Si no me equivoco, algo así sintió Chávez cuando vio el esqueleto del Libertador.
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