Martes, 21 de diciembre de 2010
En Venezuela la corrupción tiene miles de manifestaciones, desde el más pequeño trámite burocrático a la asignación de contratos millonarios sin proceso de licitación (a cambio de jugosas comisiones). Reconocer esta realidad es importante para entender que igualar todos los actos de corrupción es un error. Claramente, hay corruptos y corruptos. Algunos actos de corrupción son peores que otros.
Es posible, por ejemplo, imaginarse a un empresario relativamente honesto pagarle a un funcionario de Cadivi para que le entreguen los dólares que le corresponden, sin los cuales su negoció de importación no puede sobrevivir. Es también posible imaginárselo pagándole a un funcionario de la aduana por la sencilla razón de que, por la vía legal, su mercancía no sale del puerto. Entre este empresario y el empresario que se asocia con un funcionario para obtener sin proceso de licitación un contrato con sobreprecio hay una diferencia importante. En el primer caso es posible que el importador, de haber vivido en un país desarrollado, y con instituciones fuertes, jamás hubiese cometido un acto de corrupción.
El problema, sin embargo, es que quien decide, por razones de “supervivencia,” tolerar cierto grado de corrupción en las operaciones de su negocio se coloca en una pendiente resbaladiza, pues la frontera que separa éste de otros tipos más graves de corrupción es gaseosa. Lo que comienza cómo un simple mecanismo de supervivencia puede degenerar en faltas éticas mucho más graves. Una vez que se cruzan ciertos límites, las barreras que separan lo corrupto de lo más corrupto, lo malo de lo peor, son más difíciles de ver y reconocer, y, sobre todo, más fáciles de rebasar. La corrupción genera más corrupción. El empresario relativamente honesto puede terminar convirtiéndose en un cómplice de criminales.
En este sentido la corrupción en Venezuela tiene una dimensión trágica. El sistema corrompe. Hasta gente con nunca imaginamos capaz de robarse un medio termina implicada en grandes estafas.
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