Miércoles, 16 de noviembre de 2011
En su última novela Rating, Alberto Barrera está describiendo un diálogo y deja caer esta iluminadora observación:
Toda conversación produce otros cuerpos, distintos a las formas físicas que pronuncian las palabras, que emiten los sonidos. Es un juego de reflejos donde el lenguaje se reproduce y cambia, transforma su naturaleza y adquiere otros volúmenes, se apropia de las figuras para transformarlas. Las palabras son un espejo. Por eso Izquierdo está tendido en el piso, desesperado alzando los brazos y las piernas, en guardia, tratando de defenderse de un Quevedo que, a cuatro patas, con su sola presencia, lo tiene sometido.
Si no conocemos a los dos interlocutores de Barrera; si no entendemos la dinámica de la relación ni de la conversación; si no escuchamos el sonido de la voces, sino sólo el movimiento de sus bocas y su lenguaje corporal, la escena sería un simple diálogo como cualquier otro, como si conversaran del clima.
Pero si entendemos cabalmente la dinámica de la conversación veremos esos cuerpos a los que se refiere Barrera; veremos a Izquierdo tendido en el piso y a Quevedo en cuatro patas como un perro rabioso, acorralando y sometiendo a su amigo. Para ser más precisos, o menos poéticos, no veremos literalmente a esos cuerpos si no reaccionaremos a la escena como si estuviésemos viéndolos porque eso es lo que está ocurriendo. Sólo que las señas visuales y auditivas no le hacen justicia a la realidad.
Claro está que Barrera no es el primer artista en hacer este descubrimiento.
Hace como diez años, en Londres, me crucé en una esquina con una señora como de cien años de edad. El rostro, de pronto, se le desdibujó en una expresión de miedo. Capté enseguida qué había provocado esa expresión: una carroza fúnebre que, muy lentamente, pasaba cerca de nosotros. El rostro de la viejita proyectaba su miedo a la muerte. A mí, setenta años menor, la carroza me pasó muy lejos. A ella le pasó cerca.
No fue precisamente el lenguaje el que reprodujo y cambió, y se apropió del físico de la viejita para transformarlo. Fueron otras señas igualmente elocuentes las que desfiguraron su rostro y me hicieron recordar a Picasso y su Autorretato ante la muerte.
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