Martes, 28 de agosto de 2007
Desde que estalló el escándalo del “hombre del maletín,” después de que autoridades aduaneras en Argentina incautaran al empresario venezolano Guido Antonini Wilson un maletín con 800 mil dólares, han surgido una cantidad de informaciones que vinculan al empresario con funcionarios públicos. Sabemos que en los últimos dos años Antonini Wilson hizo varios viajes a Argentina y Uruguay en los que se hospedó en habitaciones de hotel pagadas por Petróleos de Venezuela. Sabemos que el empresario tenía (¿tiene?) inversiones en PDVSA, y sabemos que es asesor de la vicepresidencia de Venoco, empresa petroquímica que para sobrevivir –nos lo dijo su presidente– necesita estar de buenas con el gobierno. También sabemos que es socio de dos personajes sospechosos, Wladimir Abad y Franklin Durán, uno con contratos millonarios con una de las misiones de Chávez, y el otro enredado en un escándalo relacionado a una compra de armas del gobernador chavista de Cojedes.
Sin embargo, ninguna de estas informaciones hacía falta para que el gobierno venezolano reaccionara con inmediatez y contundencia ante lo sucedido en el aeropuerto de Buenos Aires. Sólo bastaba el comunicado de Enarsa, en el que la estatal argentina informó que en el avión alquilado por ellos no sólo iban Guido Antonini Wilson y funcionarios de la empresa, sino también tres empleados de PDVSA y el hijo de diecinueve años de Diego Uzcátegui, vicepresidente de esta compañía. Sólo bastaba saber que, según la estatal argentina, fue el hijo de Uzcátegui el que abusó de la buena fe de los funcionarios de Enarsa y montó en el avión a Antonini Wilson. Sólo esas dos informaciones bastaban para que el gobierno venezolano abriera inmediatamente una investigación y pidiera en voz alta la renuncia de Uzcátegui y los tres funcionarios que iban en el avión con el hombre del maletín.
¿Cuál fue, sin embargo, la reacción del gobierno y el Fiscal General? El vicepresidente Jorge Rodríguez declaró que el escándalo era un “pote de humo” fabricado en los sótanos del imperio para opacar la gira de Chávez, y el canciller Nicolás Maduro dijo que el revuelo en los medios era una prueba más de la existencia de una campaña internacional que busca magnificar “un incidente menor que pasa todos los días en todos los aeropuertos del mundo.” El fiscal Isaías Rodríguez, que nunca se alebresta en público como los otros dos, se limitó a su tradicional rol de morsa revolucionaria: dijo con cara de bostezo que el delito “se cometió allá” y por lo tanto las autoridades argentinas eran las únicas con potestad para iniciar la investigación. Luego, cuando los medios le recordaron que Antonini había perpetrado un ilícito cambiario y que no declarar 800 mil dólares en Venezuela es un delito con pena de varios años de cárcel, el fiscal-poeta se vio obligado a abrir una investigación que, hasta el día de hoy, no ha siquiera citado a la Fiscalía a los funcionarios de PDVSA que iban en el avión. ¿Por qué no lo ha hecho? Mejor no lo pudo articular el busca pleito de Boccanegra: la respuesta no hace falta deletrearla porque es obvia.
Pero el que se llevó el broche de oro en este jueguito de evasión fue el presidente Chávez, que casualmente decidió presentar en medio de este escándalo su proyecto de Reforma de la Constitución, un documento de casi cuarenta páginas que es un tragicómico recordatorio de ese mejunje de utopía, autoritarismo, cursilería, barato indigenismo, confusión ideológica y sinrazón que borbotea en la mente de quien ya lleva casi una década gobernándonos. Esta estrategia pote-de-humo de Chávez no es nueva, es parte de su arsenal, y consiste en desviar el cauce de las noticias haciendo o diciendo algo que él sabe que va a causar tremor y enfurecer a la oposición. Y esta vez la estrategia no podía sino funcionar, pues la reforma de la Carta Magna no es un asunto cualquiera que los líderes oposición, los medios de comunicación o el resto de los venezolanos nos podemos dar el lujo de ignorar. En ese sentido el discurso en la Asamblea fue efectivo.
En lo que a mí se refiere, hacía tiempo que no me irritaba tanto escuchar un discurso de Chávez. Me dio la impresión de que en esa sala, donde se encontraban todas las luminarias revolucionarias, cada uno de los ministros, diputados, gobernadores y alcaldes adeptos al régimen sabía muy bien que la verdadera intención del presidente con la reforma es seguir construyendo un muro inexpugnable para blindar su proyecto totalitario. Pero, durante varias horas, los asambleístas se hicieron pasar por honorables funcionarios, riéndose de los chistes de Chávez, aplaudiendo como buenos actores sus bravuconadas y recordándonos esa frase de Simone de Beauvoir, “nadie es un monstruo si lo somos todos.” Aunque ese elefante maloliente, el del maletín con los 800 mil dólares, estaba allí, recostado bajo el podio, todos hicieron como si no lo vieran, incluso Chávez, que ni siquiera se refirió a él, con la misma naturalidad con la que los actores de una obra de Shakespeare no tocan los temas de la guerra de Vietnam o la revolución rusa: simplemente porque eso no forma parte del mundo ficticio en el que habitan.
Lo peor es que el engaño, la farsa, la manipulación, el visible esfuerzo que hizo el presidente en su discurso para intoxicar, seducir y cautivar a su audiencia, no fue obvio sólo con esa fosforescente omisión, que Chávez para colmo magnificó con ataques a las “oligarquías corruptas” de la Cuarta República. Fue también evidente en la manera como el presidente amortajaba sus propuestas autoritarias y personalistas con largas digresiones, como trataba de perfumarlas con anécdotas simpáticas (que los robots le reían), como a ratos asumía, con aire de insoportable gazmoñería, el rol de demócrata atruísta (“esta es mi modesta propuesta,” “ustedes decidirán si la aceptan,” etc) y como trataba de enredar a los venezolanos con argumentos falaces, como el de la abstención en las elecciones municipales, para promover lo que es, a todas luces, un golpe de Estado constitucional. Hay que admitir que con esa entrega el presidente demostró maestría en ese arte menor que es el discurso político, en el que la música, los gestos, las pausas y el tono de voz, son más importantes que la fortaleza y la coherencia de las ideas.
Debo confesar que, cuando me cansé del discurso y apagué el televisor, tuve que esperar un rato para que se disipara la rabia e indignación que sentía en el estómago. Viendo esa opereta pensé, una vez más, lo que ya varias veces he pensado en las conferencias de prensa del vicepresidente, el canciller, el fiscal, el defensor y ese Goebbels moderno y triste mediocridad que es el ministro de Información, Willian Lara. En el discurso revolucionario ya no existe criterio objetivo alguno que permita calificar o descalificar un argumento. No hay verdad sino versiones de la verdad que los venezolanos deben escoger basándose en nada más que su lealtad o falta de lealtad a Chávez. Se han desmoronado los códigos que permiten separar la honestidad de la ramplonería, y se ha simplificado el lenguaje a una suerte de newspeak bolivariano a través del cual es difícil expresar sutilezas y matices.
Así, pues, un héroe revolucionario de ayer como Luis Miquilena es hoy catalogado como “infiltrado” por exactamente la misma razón por la que antes fue proclamado héroe. De ese modo el padre Palmar, Ismael García, Orlando Chirinos y muchos otros pasaron de revolucionarios a oligarcas sólo por sólo dirigir críticas, en algunos casos vergonzosamente moderadas, al presidente Chávez. Así palabras como “disidencia,” “desacuerdo,” “crítica” y “protesta” desaparecen del diccionario cuando el gobierno las fusiona con “desestabilización,” “imperialismo,” “golpismo” y “conspiración mediática.” Así el significado de “pueblo” es reducido al extremo de que no incluye ya a todos los ciudadanos sino sólo a los seguidores de Big Brother.
Poco después de que estalló el escándalo del maletín, apareció en el estado Carabobo una enorme y colorida valla pagada por la gobernación con la frase “Los escándalos generan terrorismo.” Me pregunto si el gobernador Acosta Carles, el geniecillo eructador y comemicrófonos, sabrá que hace ya más de cincuenta años, en una casita recoleta en la isla de Jura en Escocia, George Orwell lo prefiguró.
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