Miércoles, 4 de septiembre de 2013
He estado leyendo Lenin’s Tomb, un magnífico libro de David Remnick sobre la caída de la Unión Soviética.
Y, salvando las distancias, debo decir que el libro me ha ayudado a pulir algunas ideas sobre lo que ocurre en Venezuela.
Una de ellas -y sobre esto ya he escrito antes y han escrito muchos- es cuán peligrosa es la idea de revolución. ¿Por qué? Porque una transformación radical de la sociedad siempre implica acabar con el viejo orden. Y acabar con el viejo orden implica romper leyes y sacar del paso a los que pretenden que estas leyes se cumplan. Si la revolución fracasa y el viejo orden se restituye los prospectos de los revolucionarios no son buenos. Cárcel o exilio si tienen suerte. Entonces para ellos la única opción de vida posible es plegarse a su “bando” con lealtad militar.
Lo peor es que esto es un círculo vicioso. Si el “bando” comete un crimen, y una persona de este bando no protesta por el miedo a no sobrevivir si la revolución fracasa, su grado de culpabilidad aumenta. De ahí en adelante, romper con el bando va a ser aún más difícil porque hacerlo implica admitir que, antes de su ruptura, se había hecho la vista gorda ante muchos crímenes. Mientras más espera más culpas acumula, y mientras más culpas acumula, menos posibilidades tiene de sobrevivir si las cosas cambian o de explicar su propio cambio si decide rectificar. Pónganse a ver, ¿desde hace cuánto no vemos a un Ismael García o a un Raúl Baduel? Hay un punto en que estos giros de consciencia ya no son viables.
Mucho más que cualquier convicción ideológica, es este instinto animal de supervivencia, esta lógica del miedo, lo que lleva a grandes sectores de una sociedad a convertirse en cómplices activos de un régimen terrible. Y esto incluye a gente que, bajo otras circunstancias, es difícil imaginar cayendo tan bajo. Gente relativamente decente convertidos en monstruos por las dinámicas desencadenadas por la idea de la revolución.
Share