Sábado, 19 de abril de 2008
En La cortina: ensayo en siete partes (Gallimard, 2005), Milan Kundera cuenta que en 1953 el novelista polaco Witold Gombrowicz citó en su diario la carta de un lector que le recomendaba no discutir su propio trabajo y sobretodo ¡dejar de escribir prefacios explicatorios a sus propias novelas! A eso Gombrowicz responde que su intención es seguir explicándose a sí mismo “lo más posible y hasta tanto le sea posible,” porque un escritor que no puede hablar de sus propios libros no es un verdadero escritor. Kundera obviamente suscribe lo que dice Gombrowicz, pues su más reciente libro es el tercero que dedica a explicar su filosofía de la novela.
Kundera es un escritor que aprecio mucho. Desde que hace años leí La insoportable levedad del ser, lo he considerado uno de los mejores novelistas contemporáneos. Su carrera como ensayista –que se confunde con la de novelista– también es admirable. Recuerdo haber leído absorto El arte de la novela, un librito-revelación que me ayudó a transformar en ideas una nube deforme de intuiciones, preferencias e inclinaciones sobre la labor del novelista que, poco a poco, a través de mis lecturas, se había ido formando en mi mente. Por todo esto, desde que me enteré de la publicación en francés de La cortina, comencé a esperar ansiosamente la traducción.
El libro –que por fin pude leer hace unos meses– no me decepcionó. Lo leí en tres o cuatro sentadas y con la facilidad con la que se leen todos los libros del autor. Algunas de las críticas que había leído sobre el libro son ciertas. El contenido de La cortina a veces se superpone con el de sus otros ensayos sobre la novela. Pero Kundera es un escritor demasiado viejo y sabio como para sucumbir, por el mero afán de publicar, en un vulgar reciclaje de ideas. Si una idea se repite, es porque el escritor la está refinando o desarrollando o porque su tren de pensamiento lo lleva inevitablemente a reafirmarla.
Como lo indica el título, La cortina consta de siete partes, cada parte dividida en pequeñas secciones de dos o tres páginas que no están necesariamente relacionadas unas con otras. Las secciones parecen haber sido escritas desordenadamente, a lo largo de varios años, y luego unidas en una forma más o menos coherente, pero en la que no se nota un particular esfuerzo por dar continuidad o construir un “gran” argumento. En una sección Kundera explica su metodología, señalando que “un novelista hablando sobre al arte de la novela no es como un profesor dando un discurso desde un podio,” sino más bien un artista que nos recibe en su estudio. Kundera dice que el novelista “hablará sobre él, pero aún más sobre otros, sobre las novelas que ama y que tienen una presencia secreta en su propio trabajo.” Según su criterio de valores, “delineará el pasado de la historia de la novela, y haciendo esto nos dará una buena idea de su filosofía estética.”
¿Funciona este formato? Hasta cierto punto el libro es como una conversación, como sentarse en un café con el autor para escucharlo reflexionar un par de horas sobre literatura. Kundera se repite, se desvía, se equivoca, circula insistentemente ciertos temas y libros, pero nada de eso nos hace perder el interés en lo que dice. Al contrario, esta arquitectura abierta, que le permite desplegar un muy variado conjunto de ideas y observaciones, es parte de lo que hace la lectura fácil y agradable.
Por supuesto, éste no es el único factor que hace la lectura agradable. Otro factor es la prosa de Kundera, que siempre ha sido uno de sus fuertes. Por un lado, ella es clara, cálida, íntima y no se deja contaminar por ese airecillo profesoral y pretencioso que, con frecuencia, contamina la prosa de eruditos como él. Y por el otro lado, su prosa posee un refrescante entusiasmo juvenil, de ella rezuma una vitalidad de autodidacta. También hay una buena dosis de irresponsabilidad que algunos quizá verán como un defecto, pero que, en mi opinión, es parte integral de su inteligencia. En eso Kundera me recuerda a Octavio Paz: muchos de los chispazos luminosos de su inteligencia son producto de una quizá excesiva confianza en la imaginación y la intuición (a exclusión del rigor científico) como herramientas para aprehender verdades profundas.
Irresponsabilidad, sin embargo, no significa superficialidad o falta de autoridad. Las ideas de Kundera sobre la novela son las de alguien que ha estado reflexionando sobre su oficio y su canon personal durante mucho tiempo. En muchas reseñas de libros, sobretodo las de periódico, y sobretodo las de libros recién publicados, las opiniones del autor tienen un sabor verde. Uno siente que el material que provoca esas reflexiones no ha sido bien digerido. Con Kundera, en cambio, ocurre lo contrario. Sus reflexiones sobre Don Quijote, Tom Jones, Anna Karenina, Madame Bovary y El castillo, son producto de años de feliz concubinato con los autores de estos libros. Kundera pareciera sólo estar verbalizando pensamientos que ha ido formando, enriqueciendo y matizando después de años de relectura.
¿Son algunas de sus reflexiones excesivamente arbitrarias? Sí. Por ejemplo, su visión apocalíptica de la burocracia es irritante por lo simplista, y a veces, discutiendo este fenómeno, llega cerca de relativizar el concepto de libertad, exagerando, por ejemplo, las limitaciones que la burocracia impone en las posibilidades de actuar. Otra debilidad del libro tiene que ver, irónicamente, con uno de sus temas principales: la naturaleza de la novela. La debilidad no es lo que Kundera dice sobre este tema, sino lo que no dice. Kundera a veces teoriza con brocha gorda. Nos dice que la labor del novelista es llegar al “alma de las cosas” y descubrir un aspecto de la naturaleza humana hasta ahora escondido. Nos dice que la novela –y he aquí la razón del título– debe rajar la cortina de las verdades preestablecidas y hacer “lo que sólo la novela puede hacer.”
Todo esto está muy bien, pero pienso en los cuentos de Chéjov, o en los ensayos de Octavio Paz, o en las crónicas periodísticas de Kapuscinski. ¿No llegan estos no-novelistas al “alma de las cosas”? ¿No descubren ellos también aspectos de la naturaleza humana hasta el momento escondidos? ¿No raja Octavio Paz a cada rato la cortina de las verdades preestablecidas? Kundera dice verdades profundas sobre la novela, pero no nos dice mucho sobre qué separa a la novela del cuento o del ensayo. Un detalle interesante es que Kundera varias veces nos recuerda con orgullo como los novelistas, a través de la imaginación, se adelantan a los académicos en la comprensión de ciertos fenómenos como la burocracia o la sociedad del espectáculo, lo cual en el fondo es una admisión de la capacidad de otras disciplinas de llegar, también, al “alma de las cosas.”
El otro detalle que me incomodó del libro fue el afán de novedad que, somera o explícitamente, Kundera revela en muchas de sus reflexiones. Es algo que noté en sus observaciones sobre cómo algunos novelistas modernos desplazaron lo psicológico (la exploración de la personalidad) para concentrarse en el análisis existencial o el análisis de “situaciones” que arrojan luz sobre aspectos esenciales de la condición humana. Es algo que noté en sus reflexiones sobre los giros estéticos de Musil y Kafka, y sus loas –para mí exageradas– a las innovaciones estéticas de Carlos Fuentes y Salman Rushdie. Y es algo que sentí en la última sección del libro, en la que Kundera nos dice, como mensaje final, que la búsqueda de lo “nuevo” es esencial para que la historia de la novela siga siendo “historia” y no mera repetición.
Pasé varios días, y me tomó varias lecturas, identificar qué exactamente me molestaba de todo esto. ¿Acaso no es el deber del escritor tratar de llegar a los límites de su tradición para luego transcenderla? Sí. Un aspecto esencial a la hora de evaluar una obra de arte es el aporte que hace el artista a la tradición. Es decir, la manera como su obra se define respecto a ella, renovándola, enriqueciéndola, criticándola o modificándola. Pero hay que tener sumo cuidado con la manera como se articula y contextualiza esta idea, pues así como existe el riesgo de que la “historia” de la novela se detenga, también existe el riesgo de que este énfasis en lo “moderno,” en lo “nuevo,” degenere –como ha ocurrido en la pintura– en una actitud irrespetuosa y escéptica hacia todo lo que no rompa por completo con el pasado y la tradición, y produzca un arte que, pretendiendo ser moderno y experimental, carezca de ideas, autenticidad, cultura artística y artesanía. Aunque puedo estar equivocado, y quizá esta crítica es sumamente subjetiva, leyendo La cortina sentí que hacía falta al menos una señal, una advertencia, un explícito recordatorio de que el afán de novedad estética puede actuar como un corrosivo veneno para la perennidad de la obra de arte.
Sin embargo, a fin de cuentas, las debilidades de este ensayo son mucho menores que sus virtudes. Me convenzo plenamente de ello pasando rápido las páginas, y revisando las oraciones y los párrafos subrayados, y las notas exclamatorias en los márgenes de varias secciones, incluyendo una conmovedora sobre la prosa del suicidio de Anna Karenina, y otra sobre el cálido amor que siente Sancho por Don Quijote, y otra sobre la estupidez en Madame Bovary, y otra iluminadora sobre Antígona y la tragedia. Una vez más, olvidándome del ensayo que escribo, me distraigo releyendo algunas de estas secciones, descubriendo, como en todos los buenos libros, cosas que me impresiona no haber advertido en mi primer lectura, y sintiendo un poco de arrepentimiento por no haber hablado mejor de las virtudes de este maravilloso escritor.
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