Viernes, 14 de octubre de 2011
Autora: Mirtha Rivero
A finales del mes de agosto el periódico me trajo una imagen que nunca podré olvidar. Por lo que retrataba y por lo que escondía. Era la fotografía del periodista mexicano Humberto Millán que, con las manos cubriéndose el rostro, yacía muerto boca abajo en un predio de labranza a las afueras de Culiacán. Al ver la foto pensé en lo que debieron ser sus últimos minutos. Me lo imaginé arrodillado, tapándose los ojos –la cara entera-, lleno de miedo, esperando el tiro en la nuca que lo silenciaría para siempre.
Humberto Millán era un periodista de estilo punzante –según atestiguan quienes lo conocieron- que trataba temas políticos y de corrupción. Hasta ahora no se sabe el móvil del asesinato, pero una de las líneas de investigación apunta hacia un crimen relacionado con su profesión, con el hecho de ser periodista. Y no sería raro, piensa más de uno: otro más muerto en acción. Semanas antes, varios reporteros jarochos habían salido en estampida de Veracruz luego de la tortura y asesinato de dos colegas, y varias semanas después del homicidio de Millán, ejecutaron a una periodista en Nuevo Laredo. México –vox populi- es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo.
En la Venezuela del siglo XXI, menos mal, no hay récord en ese sentido. No hay paliza, ni tortura ni la imagen de un periodista, hombros en tierra, tapándose la cara. En Venezuela, gracias a Dios, el crimen organizado sigue bastante desorganizado. En Venezuela –casi nos ufanamos- no hay ese tipo de ataques a la prensa. Pero en Venezuela… el libre ejercicio del periodismo no es tan libre. En nuestro patio, el ataque no viene precisamente del bando de la delincuencia (esa la sufrimos todos, seamos o no periodistas).
Y no aludo a las bombas lacrimógenas que más de una vez atragantan a reporteros que cubren una manifestación o del tiro en un pie que precede al susurro en el oído de un fotógrafo: “te pudimos haber matado”. Tampoco hablo de los empujones de ministros a periodistas, de las encerronas o los golpes, de los cierres a medios o de los juicios que se han entablado o de los periodistas que se han ido. Me ocupa –y preocupa- un ataque no tan evidente ni tan cruento.
Me refiero a una agresión disfrazada de ninguneo, cuando no de saboteo; a la intimidación que se da al amparo del aire acondicionado y del poder en un salón de prensa o al pie de unas escaleras a plena luz del sol –en donde, por cierto, la convocatoria es cerrada-. A la interrupción desmedida y descarada cuando se intenta formular una pregunta en terreno oficial y al trato despectivo –rallando en la burla-, que se transmite en vivo y en directo por cadena de radio y TV. No importa que la inquietud periodística sea por la salud presidencial –de la que una y otra vez se niegan detalles-, o la posición del país frente a la situación que se vive con Guyana o los índices de criminalidad. Si la interrogante es incómoda, no es raro, en vez de respuesta, recibir un: “tú no sabes lo que estás diciendo” o “yo creo que no te has informado” o “y tú quién eres” o “no voy a seguir en este juego contigo” o “no te voy a contestar”.
Pareciera olvidarse que el periodista tiene el derecho de hacer preguntas incómodas y el funcionario –del nivel que sea-, el deber de contestarlas; porque el funcionario es quien administra el dinero de todos, y cómo lo hace y la salud de quién lo hace es de interés nacional.
En Venezuela no hay cuerpo caído ni tiro en la nuca, pero para intimidar hay maneras. Algunas son menos burdas pero persiguen lo mismo: la autocensura, el silencio.
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