Viernes, 15 de agosto de 2008
En la visión de los presidentes de Venezuela y Bolivia, el Área de Libre Comercio de las Américas y los tratados de libre comercio bilaterales con Estados Unidos son una estrategia del imperio para imponer su modelo neoliberal en América Latina y establecer sutiles mecanismos de colonización y explotación. Cuando el ALCA se trabó en la cumbre de Mar del Plata en 2005 Evo habló de una “liberación,” situando lo ocurrido dentro del marco de una supuesta lucha antiimperialista. Chávez, por su parte, fue mucho más allá y, citando al lingüista Noam Chomsky, habló de la derrota de un plan anexionista y colonial de Estados Unidos. Un plan, dijo, que viene desde de Thomas Jefferson.
Viniendo de Chávez, que ya tiene un amplio historial de desatinos verbales, esta teoría desalada no me sorprende. Ni tampoco viniendo de Evo, que hace poco dijo con total inocencia que si sus propuestas son ilegales él exige a sus juristas que las legalicen (“¿para qué han estudiado?” les dice). Pero sí me sorprende cuando, en versiones más sofisticadas, la escucho en boca de periodistas, académicos y universitarios que residen en Washington, y con los que a veces me mezclo en el público de los eventos sobre América Latina que se llevan a cabo en esta ciudad. Al final de estas conferencias, cuando se abre espacio al público para hacer preguntas, casi siempre se escucha alguna referencia a este plan sofisticado de Estados Unidos para colonizar América Latina a través de tratados de libre comercio.
No soy experto en comercio internacional y debo admitir que el debate sobre las ventajas y desventajas de los TLC me induce bostezos. Pero no hace falta saber mucho del tema para notar en este argumento los componentes básicos de buena parte de las teorías de conspiración. ¿A qué me refiero? A esa tendencia inconsciente de muchos a simplificar y tergiversar relaciones y dinámicas complejas para entenderlas o encontrar sentido en ellas. A ese afán de querer dividir el mundo en buenos y malos, y encontrar motivaciones claras en cada acción o política.
Lo primero que llama la atención de esta teoría de los TLC es como se subestima el rol que juegan las clases gobernantes latinoamericanas en la firma o promoción de estos acuerdos. Se les ve prácticamente como masas sumisas y narcotizadas que Estados Unidos puede manipular y dirigir para avanzar sus propios intereses. En esta interpretación no cabe la posibilidad de que los gobernantes de Perú o Colombia puedan creer sinceramente que los TLC impulsan el desarrollo de sus países, atrayendo mayor inversión o promoviendo la transferencia de tecnología. Tampoco que existan coincidencias entre los gobernantes latinoamericanos y los estadounidenses en su visión de la globalización y el comercio internacional. Y menos que los latinoamericanos puedan aprovecharse de las divisiones y pugnas en la clase política de Estados Unidos para aprobar estos tratados. Se trata, pues, del mito del buen pendejo, en el que los latinoamericanos somos vistos como seres inocentes e ingenuos, incapaces de velar por nuestros intereses y saber qué nos conviene.
Lo cierto es que esta teoría de conspiración echa el cuento al revés. Si alguien ha tratado de imponer su agenda de libre comercio, no es Estados Unidos, sino los latinoamericanos, pues de ellos ha venido la iniciativa de un comercio hemisférico más libre. ¿Acaso no fue el ex presidente Carlos Salinas de Gortari el que, en 1990, propuso a Bush padre un TLC entre México y Estados Unidos que luego resultó en el TLCAN? ¿No fueron los chilenos los que presionaron a tres administraciones estadounidenses para firmar un TLC? ¿No fueron lo centroamericanos los principales promotores del TLCAC y no fueron los presidentes latinos los que, en la cumbre de Miami de 1994, venciendo el escepticismo de Estados Unidos, pusieron el ALCA en el centro de la mesa de negociaciones? Los TLC y el ALCA, es la verdad, son en gran parte “made in Latin America.”
Otra falla de esta teoría de conspiración es la profunda ignorancia que devela sobre cómo funciona la democracia estadounidense. Se pinta al país como una entidad monolítica, donde no hay una diversidad de puntos de vistas, presiones, intereses y tradiciones moldeando las acciones del gobierno, y donde todas las políticas parecieran ser el resultado de una Gran Mente que, malévolamente, manipula como marionetas todas las fuerzas de la sociedad. Las complejas dinámicas que caracterizan la democracia norteamericana son simplificadas hasta la caricatura y, peor aún, se habla del país como si la elite gobernante gozara de un poder casi totalitario.
Por ejemplo, algunos de los enemigos de los TLC parecieran ignorar que la agenda de promoción del libre comercio del Departamento de Estado es relativamente nueva y que, históricamente, Estados Unidos ha sido proteccionista en sus relaciones comerciales con América Latina. Subestiman, también, el poder de la llamada alianza azul-verde de sindicatos y ONG defensoras de derechos humanos y del medio ambiente, que tienen fuertes vínculos con el partido Demócrata y que se las han arreglado para bloquear el TLC con Colombia. No reconocen los obstáculos que tuvo que vencer Bush hijo para promover esta agenda y, peor aún, no advierten, siquiera, que esta agenda “imperial” de colonizar el sur con TLC quizá ya llegó a su fin con la elección de un Congreso de mayoría Demócrata, que, gane quien gane las elecciones, actuará como un rémora en la promoción de estos acuerdos. En Chávez y Morales, que nunca han residido en Estados Unidos, esta ignorancia se entiende. Pero es más difícil entenderla en las personas que viven, trabajan y estudian en la capital del “imperio.”
Pero lo peor de esta teoría, su efecto más corrosivo, no es como se pinta a Estados Unidos y como se denigra inconscientemente a los líderes latinoamericanos, sino la manera como se reduce la historia de América Latina a un duelo entre la Hidra de Estados Unidos y los ángeles que la resisten, camuflando aspectos claves que están en los amplios márgenes de este duelo. Es decir, estas teorías nublan en una humareda de ignorancia y sinsentido buena parte de la historia de nuestro subdesarrollo, una historia que poco tiene que ver con los gringos y mucho más con nuestros propios defectos. Me refiero a la historia de nuestro estatismo asfixiante, de nuestra falta de institucionalidad, de nuestra corrupción, de nuestras fallidas revoluciones, de nuestra tendencia a caer en la trampa del mesianismo político y el autoritarismo. Estas son las cosas donde se debe poner el mayor énfasis, no en esa romántica, y a menudo ilusoria, batalla de David contra Goliat.
Debo decir, sin embargo, que hay algo que admiro en la actitud de los estadounidenses que propagan estas simplistas interpretaciones de las relaciones norte-sur. La sana desconfianza hacia el poder. La tendencia natural a ponerse del lado de los más pobres y débiles. El esfuerzo casi automático por no dejar que mezquinos instintos patriotas y nacionalistas distorsionen sus ideas. Y sobretodo la capacidad de autocrítica que bordea el masoquismo y que, en mi opinión, es una de las más grandes virtudes de la clase intelectual de este país. Pero estas admirables cualidades, si no son domadas por el intelecto y la razón, corren el riesgo de perjudicar más que ayudar a los pueblos latinoamericanos.
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