Lunes, 15 de agosto de 2011
Autora: Mirtha Rivero
Como las ocho y media de la mañana, bajaba por el parque completamente absorta, desoyendo la música que sonaba a través de los audífonos. Pensaba en una charla que había tenido con mi marido y en cómo transformarla en un artículo. La noche anterior habíamos estado hablando (mejor dicho: él hablaba, yo apenas metía baza), sobre el ensayo La maldad totalitaria del filósofo chileno Fernando Mires que recién había descubierto en prodavinci.com. El ensayo –denso- había copado la sobremesa, y yo, al día siguiente, seguía pensando. Trataba de masticar el texto que hablaba de la maldad, del totalitarismo como maldad y, también, de la banalidad. Mientras me ejercitaba, exprimía la plática.
La maldad no puede existir sin un grupo de malvados, pero sobre todo sin una sociedad banal, entendiendo por banal a la masa de gente que se acomoda a que le digan qué está bien, qué está mal, a dónde ir, qué decidir, qué visión de país tener. La maldad del totalitarismo (aunque suene redundante) precisa de gente sin capacidad crítica o profundidad de pensamiento, requiere de muchedumbres que –sin preguntar- aceptan la realidad como se la pintan desde el poder o desde la ideología. Son sociedades uniformes, sin relieves, sin aristas, sin clases sociales, porque los regímenes totalitarios no resisten la complejidad, sino que fabrican cuatro o cinco respuestas simples y, a partir de ahí, explican, justifican y culpabilizan todo. Y por eso –oía en mi cabeza a mi marido- en sociedades simples puede triunfar la maldad; la maldad totalitaria no cuadra con la vida en democracia, porque vivir en democracia implica la contribución de muchos, y al haber muchos la realidad se hace compleja; el gobierno de una sola persona o una sola ideología es simple per se, no tiene ni acepta complejidades.
Por eso el mal triunfa y el fascismo se impone, porque hay una masa –banal- que adopta (a veces por las malas, es verdad) la superficialidad, que acepta todo lo que viene de arriba. Pero resulta que el totalitarismo precisa disfrazar su simplismo, necesita grandilocuencia, epopeyas, símbolos patrios, gestas gloriosas para esconder su verdadero pensamiento que solo sabe de amigos, enemigos, servilismos y conspiraciones.
En fin… que yo estaba tratando de resolver cómo “metía” toda esa plática en tres mil quinientos caracteres, cuando, de súbito, una mariposa amarilla y negra casi rozó mi cachete. Y me sorprendí, porque, además, se supone que esos insectos tienen radares y deben saber cómo no chocar con la gente desprevenida que camina sudorosa entre los árboles. Pues bien, la mariposa me sacó del berenjenal en que estaba sumida, y no contenta con eso pareció querer acompañarme el trecho que me faltaba por cubrir. Ya había llegado al final del parque y me devolvía, subiendo mi cuesta, y la mariposa subía conmigo. Entonces me olvidé de la maldad, del fascismo y de las sociedades que lo permiten para fijarme en una mariposa empeñada –creí yo- en acompañarme. Era una mariposa hermosa, parecida a las Monarca que en septiembre visitan Monterrey en un largo viaje que las lleva desde la frontera entre Canadá y Estados Unidos hasta los bosques de Michoacán en el centro de México. Y al percatarme de la criatura, acallé mi pensamiento junto con la música que, inútil, sonaba. Decidí, como habría dicho Ernesto Sábato, que camináramos juntas “sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces.”
Cortesía del suplemento Día D de 2001.
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