Lunes, 28 de marzo de 2011
Mohammed Bouazizi
A Jorge Luis Borges, a quien le encantaba señalar esos pequeños incidentes, sucesos y hombres que habían tenido una desproporcionada e improbable influencia en el curso de la historia, le hubiese fascinado la historia de Bouazizi, relatada con lujo de detalles en un reportaje de The Washington Post.
A mediados de diciembre funcionarios locales amedrentaron a Mohammed Bouazizi, un humilde vendedor de frutas de la ciudad de Túnez, Sidi Bouzid.
No era la primera vez. Durante años, Bouazizi había sido una víctima del abuso y la corrupción en el mercado de frutas. Policías locales humillaban a cada rato a los vendedores, tomando frutas de sus canastas sin pagar. A veces los obligaban incluso a cargar hasta sus automóviles las canastas de frutas que se negaban a comprar.
La madrugada del 17 de diciembre, en su camino al mercado, Bouazizi fue interceptado por dos policías que trataron de robarle sus frutas. Un tío intercedió y logró disuadir a los policías del robo. El tío luego fue a hablar con el jefe de la policía y le pidió ayuda. El jefe llamó entonces a uno de los policías que interceptó a Bouazizi (una mujer) y le dijo que dejara al joven trabajar. Ofendida, la funcionaria regresó al mercado, buscó el puesto de Bouazizi y comenzó a robarle sus canastas de frutas. Cuando Bouaziz se quejó, la funcionaria comenzó a golpearlo enfrente de 50 personas, incluyendo muchos de sus amigos.
Humillado, Bouazizi fue al Palacio Municipal para quejarse. Pidió una reunión con un funcionario y se la negaron. Bouazizi regresó al mercado y anunció a sus colegas que se prendería en fuego para hacerle saber al mundo lo que ocurría en el mercado. Tenía que denunciar el trato injusto que recibían y cuan corrupto era el sistema.
Sus amigos no le hicieron caso, pero poco después se cubrió el cuerpo de disolvente de pintura y se encendió enfrente del Palacio Municipal. Un mes después murió por las quemaduras.
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La acción suicida de Bouzizi, resultado más de extrema frustración e indignación que de fanatismo, fue la chispa que escendió la explosión de protestas que ha sacudido el mundo árabe y que, hasta el momento, ha resultado en el desmoronamiento de dos dictaduras.
Bouazizi, claro, no causó esta Primavera Árabe. Otros factores -la represión, la corrupción generalizada, el desempleo, la pobreza, la valiente lucha de miles de activistas, etc- explican porqué estas protestas se han regado como pólvora por la región.
Pero el hecho es que todo estos factores estaban allí presentes desde hace años. El hecho es que, sin Bouazizi, es posible que nada de esto hubiese ocurrido en años, sino décadas.
Eriza la piel pensar en el trayecto de ese par de policías que interceptaron a Bouazizi la madrugada del 17 de diciembre. Imaginar a esa funcionaria despertándose, desayunándose, vistiéndose, saliendo de su casa, encontrándose con su colega en alguna esquina. Quizá, en algún momento, discutieron qué ruta tomar. Y en ese momento, sin advertirlo, estaban marcando el final de las dictaduras de 30 años de Hosni Mubarak y de 23 años de Ben Ali.
Este tipo de accidente, en el que gestos individuales liberan corrientes poderosas que alteran el rumbo de la historia, debería hacer temblar a todos los dictadores del mundo. Porque significa que en sociedades represivas, carcomidas por la corrupción, el abuso, el desemplo y la falta de oportunidades, cualquier acción, cualquier gesto de valentía, cualquier acto de sacrificio, puede marcar el comienzo del fin de un régimen.
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