Martes, 30 de junio de 2009
Una metáfora de Platón compara el intelecto con el conductor de una carroza llevada por varios caballos, uno de lo cuales es una bestia salvaje. Este caballo representa los instintos, apetitos, pasiones y deseos humanos, y la labor del conductor es embridar a la bestia para que no descarrile la carroza. Si la bestia no es controlada, el conductor corre el riesgo de ser arrastrado a un precipicio.
La idea de la civilización tiene que ver con esta metáfora. La civilización no se alcanza sin que los instintos y deseos individuales sean embridados y hasta cierto punto sometidos por el intelecto. Mientras más se deje dominar el intelecto por los instintos animales, más difícil será lograr la convivencia entre los miembros de un colectivo y mayores serán las posibilidades de violencia, conflicto y autodestrucción. La civilización depende de la capacidad del conductor de mantener la bestia salvaje bajo su control.
Pero civilización no es nunca una victoria absoluta de la razón sobre los deseos, sino el alcance de un equilibrio en el que aquélla prevalece sobre éstos. El ser humano no puede vivir sin rendirse ocasionalmente ante sus deseos, porque estos son una parte integral de él; una profundad necesidad del ser. Tan importante como controlarlos es abrirle espacios de acción dentro de un marco delimitado donde, al final del día, impere el orden y la razón. Esta tensión interna que define la condición humana y el efecto destructivo que puede acarrear el sometimiento de la razón a los deseos, es el tema central de la obra maestra de Thomas Mann, La muerte en Venecia.