Viernes, 17 de octubre de 2008
Viendo el documental El ojo apasionado (Arthouse Films, 2003), del director Heinz Bütler, uno se da cuenta del inmenso amor que sentía por la pintura Henri Cartier-Bresson. Uno ve a un Cartier-Bresson ya viejito dedicando sus días exclusivamente a pintar y dibujar. Uno lo ve visitando el Louvre para ver sus obras favoritas. Uno lo ve hablando de la fotografía casi como una subcategoría de la pintura (“para mí la fotografía siempre fue una manera de pintar”). Y uno lo ve hablando con más ánimo y con mayor frecuencia de pintores que de fotógrafos.
¿Fue la pintura su principal amor? Si no fue el principal, ciertamente fue el último y, también, el primero. Porque Cartier-Bresson no sólo murió dibujando –a los 95 años–, también comenzó su carrera artística queriendo ser pintor. Y, por un tiempo, se tomó muy en serio esta ambición, estudiando con el pintor y escultor cubista, André Lohte, a quien luego responsabilizaría de enseñarle todo lo que sabía de fotografía. ¿Qué lo hizo abandonar la pintura para convertirse en fotógrafo? Según él, un factor importante fue una fotografía de Martin Munkacsi, en la que aparecen tres niños africanos desnudos corriendo hacia el agua del lago Tanganyika. Ver esa foto –una muestra de perfecta unión entre fondo (la felicidad y vitalidad de los niños) y forma (la belleza plástica de sus cuerpos)– fue como una revelación. Lo hizo entender que una fotografía “podía fijar la eternidad en un instante.” Lo empujó a soltar los pinceles, comprar una cámara y salir a la calle.